No es un sueño, pero lo parece. La reconstrucción es accidentada y enturbia la memoria. Y por más que yo quisiera emular un modelo matemático lineal, el azar que todo lo descompone me envía por veredas intrincadas.
Bajó de su carro. Largo, algo desgarbado, pero no por eso falto de encanto. Se paró, deslizó su brazo derecho en la manga de su saco y, enseguida, completó el movimiento colocando el izquierdo en la otra. Al alzar los codos para acomodar la solapa, me pareció ver un ave a punto de desplegar sus alas. Titubeó un poco, giró y se encaminó apresurado y a grandes zancadas hacia donde yo me encontraba. Conforme se acercaba, su ceño fruncido, concentrado, se fue distendiendo, como si un rayo de luz lo atravesara. Me miró desafiante y me saludó. Su sonrisa, el brillo juguetón y coqueto que vislumbré en su mirada anticipó en mí un placer culposo que me electrizó. Tomé plena conciencia de mi cuerpo y el deseo se adentró en mis entrañas como una daga, despertando lujurias olvidadas. Me ruboricé. Tenía poco de conocerlo, un par de meses si acaso. Un proyecto en común nos reunía los lunes.
Así comenzó todo. Ansié sus brazos alrededor de mi cintura, sus dedos sobre mi piel, sus besos y la epifanía de su cálido sexo dentro de mí. Olas de calor y frío se adueñaron de mi cuerpo. Conforme mi imaginación se fue desbordando, las palabras amorosas, que no le podía dispensar se acumulaban en mi garganta. Las fui recogiendo en mi diario y luego, sonrojada, me atreví a salpicar algunas en los correos que le enviaba a diario. Supe que le gustaban, aunque se tardaba en contestarme. Al encontrarnos, lo delataba el brillo de sus ojos. Esto me alentó. Espiaba sus miradas, sus gestos, los toques de su mano, cualquier cosa me servía para alimentar mi ilusión, forjada a solas, de madrugada, en la cama, cuando el alba todavía no pintaba el cielo de colores. Todo servía para esperar el disfrute prohibido. La frialdad de la razón no lograba sofocar la hoguera que nacía entre mis piernas y quemaba mi piel con sus agitadas flamas.
Cuando por fin se atrevió a rozar mi cuerpo estuve a punto estuve de gritar. Un día me pidió que fuera por él al aeropuerto y sus palabras me sonaron a tierra prometida. Lo llevé a mi casa. Me esmeré en preparar comida: salmón, pasta y un vino blanco. En mi imaginación lo suponía refinado. El preámbulo no duró mucho. Sus caricias fueron breves. Mi demanda se volvió imperiosa, aunque mi piel trémula exigía más.
—¡Muérdeme! —le supliqué y él, obediente, lo hizo, mientras yo me retorcía, boca abajo y arqueando mi espalda.
Cuando la razón pierde el control, lucha por recuperarla; por eso la cópula dura tan poco. El acto sexual es epidérmico e insaciable; una caja de pandora que, una vez abierta, no se cierra tan fácil.
—¡Más, más! —el reclamaba con el aliento entrecortado.
Pero para él fue suficiente. Se apartó ajeno. Recorrí su cuerpo con mis labios y me detuve ahí, donde con besos, lograría que él ganara un nuevo impulso, revivir otro instante, guiada por la premura de recuperar el tiempo perdido. Fue en vano. Sólo estremecimientos breves y un insípido beso de despedida.
Era domingo y un aire contaminado se había adueñado de la ciudad.¡A nadie se le niega un valle de lágrimas!—me dije vislumbrando el futuro.
Presa de sus fugaces caricias, el deseo, como un cocodrilo hambriento, me asediaba a dentelladas. Pero él, indiferente a mis delirios, continuaba con su vida.
Las veces que me atrevo a mirar de frente aquellos momentos. Me veo inmóvil, pendiente del teléfono y del correo, temblando al escuchar su voz, lista para satisfacer su voluntad, mientras la mía se iba anulando. Así empezó mi vía crucis, un equilibrio siempre inestable entre la realidad y la ilusión, como una moneda de dos caras, sin reconocer que la verdad reposa en la rugosidad del contorno. El amor es como el aire que no se puede asir, mientras que, el desamor es una cama fría.
A veces, él cedía, pero me pedía que lo esperara. Algunas de nuestras citas ocurrieron en mi carro, en alguna calle solitaria; entonces no había cámaras. Recuerdo una tarde de lluvia. Había esperado toda la tarde. Cuando llegó, la noche acechaba. Su respiración se agitó y su aliento ardía en mi cuello, mientras sus manos buscaban febrilmente mis pechos debajo de mi blusa. Abierta su bragueta, tomó mi mano y la colocó sobre su miembro. Luego, empujó mi cabeza hacía abajo para encajar su pene duro dentro de mi boca.
Se fue enseguida. No hubo un beso de despedida. Arranqué el carro para regresar a mi casa acompañada de las lágrimas del cielo.
¿En qué momento olvidé la infancia y los juegos? ¿En qué momento me volví tan seria en mi empeño por ganarme su amor? Miro alrededor. Todos juegan, hacen apuestas y nadie toma en serio ni sus propias palabras y menos a las de los demás. ¿Jugaba él conmigo al decirme que yo era la única persona que podía ayudarlo? ¿Qué yo era un ángel, su ángel, su hada-madrina? Seguro.
Yo seguía fiel. Llegaba todos los lunes a la misma hora, pero su presencia no me hacía sentir la dicha de antes. Luego, empezó a llegar cada vez más tarde a nuestras reuniones. Descuidaba el proyecto. Otros asuntos robaban las horas a sus noches.
Cansada de esperarlo, un día me rebelé. Después de un par de horas aguardando su llegada, me regresé. Reaccionó mal. Fue mi pequeña victoria y me di valor. No lo suficiente. Sólo cuando empezó a decirme con insistencia que yo era suya y no podía abandonarlo así como así, dejé de confiar.
Una tarde, me avisó, con la misma voz temblorosa de siempre que sacudía mis entrañas, que había sufrido un accidente. Abandoné todo y fui a verlo. Era la primera vez que me invitaba a su casa. Muebles antiguos, oscuros y pesados colmaban la gran sala comedor de doble altura. Estaba solo, desvalido, con raspones en la cara y usaba un collarín. Se veía como un pajarito herido. Dejé de lado nuestras desavenencias. Aunque la pasión se había esfumado, quedaba la ternura. Pero había algo que no encajaba en su relato. Mientras me contaba lo ocurrido, su mirada se iba de lado.
El final fue tan inesperado como el inicio. Un par de meses después del accidente, me llamó para reunirnos en un restaurante, uno italiano. Como siempre, llegó tarde. Pedimos la cena y una botella de vino. Mientras yo leía entusiasmada la etiqueta de la botella del vino e imaginaba las colinas de donde provenía, él se enfadó y de su boca surgieron reproches como saetas envenenadas.
—Desconoces el mundo real, tu mundo es microscópico y limitado.
Al ver mi perplejidad, siguió ahondando.
—Además, no te cuidas, no te maquillas y a mí me gustan las mujeres bellas, arregladas.
—¿Mujeres tipo Barbie? —pregunté.
Y él, con todo el descaro, afirmó con la cabeza. Entrecerró los ojos y apretó sus labios que dibujaron una sonrisa ladeada. Disfrutaba ver el azorro en mi mirada. Enseguida, mostró sus dientes.
En ese momento, algo se quebró dentro de mi pecho y las palabras de disculpa y justificación que en automático iban a salir de mi boca quedaron apresadas en la garganta. Pero antes de que me ahogaran, un rayo de cordura fulminó mi mente, y por primera vez, sentí que me dolían sus dentelladas. Lo miré incrédula y me dije: “¿Qué hago yo aquí con este pendejo?” En ese momento, descubrí una fortaleza que ignoraba tener.
A la semana, lo saqué de aquel proyecto. Le advertí, si quería seguir como asesor, sería sin paga. Lo aceptó. Al mes me hizo una propuesta que me hizo dudar. Otro experto confirmó mi sospecha. Lo confronté. Trató de defenderse y me mostró sus dientes. Me reí en su cara y, finalmente, lo despedí.