De noche a noche

Está muy oscuro, siempre me es penoso salir tan temprano a clases para luego regresar antes del anochecer: como un esclavo que trabaja de sol a sol, aunque a mí no me pagan. La universidad es «gratis», pero gasto mucho en pasajes, las becas son un asunto de suerte y, no sé por qué, sospecho que nací salado.

Llego al paradero y la fila de combis es larga por tantos otros que no duermen. A las 5:00 a.m. los desconocidos ya están bañados y arreglados, otros huelen a cama; mezcla de baba y sudor de ayer, pero todos, a fin de cuentas, despiertos y apresurados. Empieza el día y seguro que ya vamos tarde, pero ¿a qué?, ¿a la chamba?, ¿a la escuela?, ¿o a la vida? Siento que no he empezado nada, tantos años y tan verde como bebé de brazos, igual al que está delante de mí envuelto en cobijas que se arrastran a cada inquieto taconeo de su madre. Supongo que ella va más que tarde. ¿Qué tendrá en la cabeza quien dice: «párense más temprano»? ¿acampamos en el paradero, o qué?

Tres combis repletas después, abordo directo al asiento del fondo para no ser quien alcanza los pasajes. Nada más chocante que: «le pasa uno, por favor», «cambio», «se cobra dos, por favor». Tan fácil que sería pagar al subir, pero luego a los choferes se les va la onda y la hacen de a pedo si creen que no les pagaste. La combi va llenándose y el motor se enciende en una reconfortante sensación de calidez.

No lejos de ahí, veo luz en las casas vecinas, seguro de que algunos apenas están despertándose y otros más andan en el sueño REM. Qué envidia me dan las ventanas a oscuras, donde las alarmas aún no suenan. Cuando estaba de vacaciones, a esta hora apenas si me iba a dormir, o no, según lo que me ofreciera Cuevana, unos buenos hilos de Reddit o alguna novedad en Xvideos, según anduviera de ánimos.

Una señora se hace chiquita y entra para acomodarse a mi lado, apenas si sus nalgas caben en el asiento y yo también me hago el flaco para que alcance el respaldo. Arrancamos. La siento tan cerca mío que su cabello mojado alcanza el hombro de mi sudadera, no hago nada, ¡qué me queda! La mitad de los pasajeros duermen. En medio de un ambiente que apesta a shampoo y mezcla de aromas mañaneros, me pongo los audífonos, porque sin luz no voy a poder leer el poemario de mi tarea.

Es mi cumpleaños. El fin de semana iré a tramitar mi INE, aunque lo que menos haré con ella sea votar. Quiero ir a los antros de Insurgentes sin tener que pedirle, billete en mano, chance al de la entrada, ni tendré que dejar que alguien más vaya a comprar las caguamas.

A esta hora, pese a la negrura del cielo, la carretera está congestionada, todos vamos de muy muy al norte al norte, luego en metro: de Indios verdes hasta Universidad. Casi tres horas entre combis, camión y metro para una clase que empieza a las ocho. La señora a mi lado se despierta, pide bajarse y se disculpa conmigo por la mojada, no respondo. Me da coraje ver que muchos llegan a su destino, mientras que yo me pierdo en un movimiento interminable que parece balancearse de la oscuridad al camino. Me gusta eso del «movimiento interminable», trataré de recordarlo. Se sube un tipo que me empuja contra la ventana y se acomoda de brazos cruzados para dormir, a ese sí le hubiera dicho algo.

Primero el encierro en el viaje, más tarde desayuno en el metro y hacer mi tarea, después la encerrada en el salón, clase tras clase. Por la noche, mi prisión es un cuartito de dos por dos en un departamento donde vivimos más de los que cabemos. Ojalá se arme algo con los compas: tacos y chelas de a grapa para el cumpleañero; besos de tres con las morras y un detallito pendejo, lo que sea su voluntad. Ya si no, aunque me dé pena aceptarlo, la vieja confiable: a mi regreso, mi mamá me tendrá un pastel de La esperanza, quizá dinero en vez de ropa y todos me cantarán Las mañanitas, pese a ser de noche. El tipo de al lado hurga en su pantalón y me da un codazo. Además del zarandeo, casi distingo cómo tantea con la mano. Lo que me faltaba, que se saque la verga. Con todo y asco, no es la primera vez que pasa en esta ruta. Quiero hacérsela de tos, pero la neta, me da flojera pelearme tan temprano.

—Ya se la saben, gente…

Hubiera preferido que sacara la otra, que se la jalara a gusto hasta que embarrara un incauto pantalón si eso lo hacía feliz. Nada que no se arregle con papel de baño y agua. Me quita el celular con todo y audífonos, los demás le entregan teléfonos y carteras, a otro le arranca un reloj.

Mi cumpleaños, guëy. Encerrado a merced de un hijo de la chingada, un pinche huevón que le vale madres la vida de otros igual de jodidos por dinero fácil… Pinche escuela al otro lado de la ciudad, pinches madrugadas ojetes, pinche pobreza que me va a tener quién sabe cuánto tiempo sin celular hasta que pueda comprarme otro, para luego dárselo a la siguiente rata.

Un don, sentado en el banco de en medio, se le pone al brinco, me emociono, me la debe ese culero, quiero ser el que diga «cagaste» antes de la putiza. Mi cara en un video que se volverá viral donde más de uno dirá «adoro los finales felices». Las de mi salón se van a morir por mí y me voy a dar el agasaje del siglo. Empieza el pedo, el don le dice que no nos quiera ver la cara de pendejos con una pistola de juguete, suelto la mochila al piso y me trueno los dedos, la gente le pide que se calle y no provoque. El ratero nos la mienta, trato de ponerme de pie para hacerle esquina al don, pero estamos tan apretados que solo me retuerzo, me agarro del techo para mantener el equilibrio para jugándonosla mientras otros duermen: el chamaco que consolida su ascenso a héroe, a dios, aquel a quien le van a llevar hasta mariachis a su puerta.

El disparo dice más que cualquier grito, llanto y amenaza. El don se queda en el asiento, mientras que su cuerpo de a poco resbala, abandonado por los que quieren salir hasta por el techo, me dejo caer en mi rincón como eco del balazo, la rata le grita al chofer que se estacione y huye sin hacerle nada, su pinche cómplice.

 La gente baja de la combi entre alaridos, mientras que esta se mece en un lago rojo de pánico. Mi rostro está húmedo y no puedo moverme. Yo, hasta el fondo del vehículo, quiero romper la ventana y también huir, pero es imposible porque nada me responde. Me pellizco los muslos y alcanzo mi mochila pisoteada. Llaman de afuera: «apúrate chamaco, por el amor de Dios». Me levanto sobre piernas que parecen masa cruda y deforme. A pasos torpes, mis botas salpican el charco fresco, y la sangre del balaceado se mete en cada rincón de mis suelas que estampo sobre el asfalto; marcas más rojas que la alborada detrás de los cerros, donde la mañana esta vez no significa comienzo, donde el movimiento se interrumpe. No quiero verlo, pero mis ojos necesitan registrar el suceso para que en los asaltos sucesivos no la cague como el don a quien la noche se tragó. Me alejan de la escena y me tallo las lágrimas, mas estas no son transparentes, mi sudadera está manchada y la aviento al piso.

Es mi cumpleaños, me digo mientras entro al metro en playera, con los vellos levantados y piel fría, lejos de sirenas y movilizaciones que van a cerrar la vialidad. Es mi cumpleaños, güey, repito bajo, frente a un espejo empañado en el baño de la facultad donde me lavo la cara. No tengo la última clase y me vuelvo a casa sin hablar con nadie. La histeria y la multitud, por un lado; los intentos de abrazos por el otro se desvanecen ante mí como el recuerdo del don del banco de la combi, fragmentos de un mal sueño que no recordaré cuando vuelva a despertar.

Llego a casa y mi mamá apenas va a guardar el pastel que compró para la cena. La miro, qué chido poder verla una vez más, qué grande y cálido me parece el departamento y qué ganas de encerrarme en este lugar donde nadie me hará daño. Mis hermanitos ven la tele y corren a abrazarme las piernas mientras me felicitan. Mi mamá pregunta cómo me fue, mira cómo se extingue el último suspiro rojo del atardecer para perderse en la negrura y se extraña de que llegué tan temprano. Ese afortunado «llegué», de un cuerpo que aún existe, me apura a contestar.

—Bien, má’, hoy es el mejor día de mi vida.

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