23 de julio de 1987. Son las 07:15 am. El cielo está albeando. Llegas corriendo al hospital,
rezando a la providencia para que no hayan comenzado la visita. Por fortuna, la doctora
Martínez, médico adscrita al turno matutino del servicio de medicina interna, no se ha
presentado aún. Saludas a tus compañeros. El que entrega la guardia dormita en el
escritorio. La doctora está entrando. Todos preparados. El compañero despierta y reparte el
censo. La noche anterior entraron diez nuevos pacientes al piso. Está colapsado. Los
pacientes de medicina interna invaden el piso de cirugía general, ubicado en la planta
superior. El hospital se ha convertido en una lata de sardinas. Una pequeña, vieja y
destartalada lata. Los pasillos son gélidos como una morgue. Intentas mantener las manos
dentro de los bolsillos. La doctora Martínez lidera la comitiva de jóvenes residentes, entre
los que te encuentras. El grupo avanza despacio, con la solemnidad de una procesión. Cama
tras cama, paciente tras paciente, orden tras orden. Algunas observaciones. El compañero
intenta presentar a los pacientes, pero no alcanzó a memorizar cada caso. Tratas de
ayudarlo, pero llegaste tarde y no pudiste revisar ningún expediente. Mejor me callo, piensas.
Prefieres ahorrar tu energía para el día de mañana, cuando entregarás la guardia. El frío se
combina con el estómago vacío, creando un desconsuelo con olor a desinfectante, el de la
señora que pasa limpiando el piso. Cuarto pabellón. Pacientes, familiares, enfermeras, una
lámpara en el techo parpadeando. Hay muchos y la doctora pide a la gente, esperar en el
pasillo.
Cama quince. Señor Pascual, buenos días. Don Pascual no tiene interés en saludar. Estás
muy acostumbrada a observar. Contemplas su piel de cacao, su mirada pacífica, resignada.
Su frente es un mapa, cada arruga muestra los caminos y las decisiones de su vida. Fuera
del hospital es el guía y protector de su familia. Pero aquí dentro es igual a cualquier otro
paciente, cubierto con esa escuálida bata verde, medio roída por el tiempo.
Señor Pascual, 58 años. Paciente conocido por el servicio cumpliendo su tercer día de
hospitalización. Diagnóstico de ingreso: diabetes mellitus descontrolada, crisis
hipertensiva y angina de pecho. Ha presentado mejoría y se espera su egreso el día de hoy,
solo faltan los resultados de los últimos estudios realizados. Miras a la doctora esperando
su réplica o alguna indicación extra. Doctora, me duele. Ella toma el expediente, su
bolígrafo, una hoja de indicaciones y comienza a escribir en ella: Metamizol sódico 2
gramos I.V. lenta. Doctora, me duele. Ella, sin levantar la vista: Sí, señor, ya le van a pasar
su medicamento. En ese instante volteas hacia el paciente y te sorprende su rostro. La piel
ha palidecido, y los ojos parecen salirse de sus órbitas, convertidos en dos pozos de
oscuridad. Una lágrima solitaria escurre por su mejilla, dejando un rastro brillante. Su
respiración es entrecortada y un gemido ahogado escapa de sus labios cenicientos. ¿Cuántas
veces has mirado a la muerte de frente? La ansiedad te domina y gritas: ¡Está en paro!
Tu anuncio saca del letargo cotidiano a tus compañeros. La doctora se pone alerta y da
indicaciones. Comienza la reanimación. Alguien sale a buscar a una enfermera. Los
segundos pasan. El tiempo es un llano cristal, rápido al inicio, luego lento, después se
detiene. Siete minutos después, el cristal se rompe. Hora de fallecimiento: 8:45 am.
El grupo sale y te quedas a darle informes a su mujer que espera de pie, fuera de la
habitación. Lo intentamos, fue muy sorpresivo, él estaba mejorando. Mi más sincero
pésame. La señora comienza a llorar, pensaba salir acompañada de su esposo, pero de un
momento a otro, deberá caminar sola. La tomas del hombro y le diriges una mirada de
consuelo. Vas por una silla y se la ofreces. Tome asiento. Pides un vaso con agua para ella.
El grupo de compañeros va muy adelantado. Te apresuras a alcanzarlos, y mientras
presentan un nuevo paciente, volteas a ver a la señora. Las enfermeras sacan la camilla
donde reposa el señor Pascual, cubierto hasta el cuello con una sábana blanca institucional.
La nariz taponada con gasas y la mandíbula sujeta con una venda. Regresas a lo tuyo sin
dejar de sentir un poco de nostalgia.
El día transcurre como todos. Mucho trabajo, muchas prisas, muchas discusiones estériles
con el técnico de RX y con los camilleros que no aparecen cuando más se los necesita. Das
de alta a varios pacientes, entre ellos al de la cama dieciséis y el pabellón cuatro quedó
vacío. Llega la noche y sientes los pies hinchados como salchichas. El estrés del día te
cobra factura, junto con el hambre, la falta de sueño y el cansancio.
24 de julio de 1987. 2:00 am. Los pendientes del día están realizados, entonces pasarás
indicaciones y corregirás el censo. Pero antes, vas a tomar un café. Te cruzas en el camino
con los camilleros del turno nocturno, te cuentan un chiste. Sonríes un poco y saludas con
la mano al residente de urgencias que con señas te dice: no va a mandarte más pacientes.
Agradeces. Continúas tu camino de regreso al piso de medicina interna y te sientas frente a
la vieja máquina de escribir. Hay dos enfermeros en el turno nocturno. El varón descansa
por ahora. La mujer hace su ronda entrando y saliendo de cada pabellón. El silencio se
adueña del piso, lo único audible es el ruido sordo de las teclas que aprietas. La enfermera
toma su lugar en el mostrador del control de su área, a espaldas de tu escritorio. Está muy
ocupada preparando medicamentos. Escuchas cómo rompe las ampollas de cristal, llena las
jeringas, y escurre el alcohol de sus torundas. Me duele. Las teclas siguen sonando. Me
duele. La enfermera comienza a hacer sus notas. Me duele. Se escucha una queja lejana,
ahogada por la máquina de escribir. Señorita, por favor, vaya a ver qué necesita el paciente.
Silencio. Ambas continuamos trabajando. Me duele. Señorita, ¿por favor? Sí, doctora. En
un momento. Volteas y la ves levantarse de la silla. Entonces ocurre aquello que creíste
imposible. Levantas la vista y el corazón te da un salto. Sientes un frío tan intenso que
parece ser tangible, como una presencia opresiva adueñándose de tu respiración. Estás a
punto del desmayo, pero consigues ponerte de pie. Las piernas traicioneras se niegan a
sostenerte. Tiemblan como la llama de una vela expuesta al viento. Detrás de la enfermera,
parado junto al mostrador, está el señor Pascual. ¿No me oye? Le estoy diciendo que me
duele. ¿Por qué no me hace caso? La enfermera no lo conoce, intenta excusarse. Disculpe,
en un momento voy a su cama, por favor no se levante, señor… Das un par de pasos hacia
el mostrador y ambas ven cómo el señor Pascual, ataviado con su bata verde, se dirige al
pabellón cuatro y se pierde en la oscuridad de la habitación. El paciente no tenía pies, es
decir, ambas lo vieron flotando hacia su cama. La enfermera palidece y sus rodillas
flaquean, pero logras sostenerla con tu brazo y le ayudas a sentarse. No puedes hablar, no
puedes moverte, no puedes respirar. Te sientas en el suelo y comienzas a llorar. La
enfermera está histérica. Doctora … El pabellón cuatro está vacío. ¿De dónde venía el
paciente?
Tú, aún incrédula y entre sollozos, respondes: Estaba en la cama quince. Era el señor
Pascual, pero… él falleció en la mañana… El llanto de la enfermera se ha convertido en
lamentos. Su compañero se despierta y llega corriendo para ayudarla. En unos minutos el
control de enfermería está lleno de chicas tratando de consolar a la enfermera que ahora
está conmocionada. Un súbito coraje te invade, un sentimiento de culpa te carcome el alma.
Caminas hacia el pabellón cuatro. Las enfermeras tratan de evitarlo, pero levantando una
mano al frente, las detienes. Te paras en el marco de la puerta y enciendes la luz. La
lámpara de la cabecera ilumina la cama quince. Las sábanas limpias, extendidas, intactas.
Las otras dos camas también están vacías. Señor Pascual, le pido una disculpa si en algo le
fallé. Usted está dado de alta, ya puede ir a descansar. Avanzas lentamente por el pabellón
y te detienes frente a la ventana. El cristal se siente helado. Las luces de los autos
circulando por la avenida te regresan a la realidad. El mundo sigue y, sin importar la hora,
la ciudad continúa su eterna danza. Quisieras que se detuvieran y pedirles a los conductores
un minuto de silencio por él. Por ese padre, amigo, esposo. Aún no lo sabe, pero su tiempo
terminó y no pudiste evitarlo.
La voz del enfermero interrumpe tus pensamientos. Doctora, está llegando otro paciente.
Viene delicado, por favor, vaya a revisarlo. Camina junto a ti y te comenta que su
compañera está en urgencias. La crisis nerviosa fue muy intensa y las palabras de las otras
enfermeras no fueron suficientes para calmarla. 3:45 am. Regresas a tu escritorio. Las
lágrimas caen sobre las teclas. Son testarudas, saladas, incesantes. Ya está listo el censo.
¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Por qué no me dedico a otra cosa? ¿Vale la pena entregar mi
salud y mi energía, intentando cambiar lo que no puedo? A veces no es suficiente el
esfuerzo humano, cuando el destino es inalterable. Tomas otro café, y el sándwich frío que
dieron hoy para cenar. El enfermero se despide al terminar su guardia, pero antes de
retirarse, te informa: Por la tarde vendrá un padre a orar junto al personal, por el
descanso eterno de don Pascual. Te pregunta si quieres unirte a la reunión. Claro que sí,
ahí estaré. 24 de julio de 1987, 6:00 am. Ordenas tus notas y te diriges a tomar un baño.
Debes entregar la guardia, el día está albeando.

Residente de Cuernavaca, originaria de CdMx. Médico especialista en radiología e imagen por la UNAM. Violinista aficionada. En el área de la literatura ha escrito la novela infantil “Moustachito”, coautora de la antología de poesía “Un árbol blanco” de la editorial Eternos Malabares, participante del programa “Mujer, escribir cambia tu vida” de la Secretaria de Cultura del estado de Morelos, participante del colectivo de escritoras “Micros en doce”, alumna en activo de la escuela de escritores Ricardo Garibay, con sede en Cuernavaca Morelos.