De ausencias, desapariciones y la pluma del ave fénix

Quiero desaparecer y no morir
quiero no ser y perdurar
y saber que perduro
llamo a las puertas de la muerte
y me retiro
llamo a la vida y huyo avergonzado
quiero ser toda mi alma y no lo puedo
quiero todo mi cuerpo y no lo logro
Huidobro

Le pregunté a mi mamá cuál era su mayor miedo. Me contestó que olvidar. Perder sus huellas, todo aquello que encarnó y la hizo sentir. Quedar como vagabunda en medio de su existencia, sin saber quien es. Le da pavor cerrar los ojos, y después al abrirlos, saberse en un cuarto blanco con estática y no poder volver de ese lugar.
Mi mamá es de otra época, para ella la desaparición no existe. Bueno sí, a últimas fechas las noticias hacen evidente que a una mujer la pueden desaparecer. Pero hablando de procesos naturales, dice que ni la muerte logra borrar a alguien. Dice que la memoria es un tatuaje que nos hace vivir, por eso le da miedo perderla.
Me quedé pensando en sus creencias, en todo ese asunto de olvidar y dejar de existir, esfumarse y ser desvanecido. Cuando mi mamá era joven no existían las redes sociales, los vínculos eran lazos fuertes amarrados de encuentros físicos, cartas y llamadas telefónicas. No faltaban las vecinas sentadas al pie de su puerta sobre la banqueta. En su pueblo todos se conocían y eso hacía una comunidad de acero. Los afectos se cocían en el fogón, algunos se quemaban, por eso había que tener cuidado.
Pero hoy ya no es así. Ese pueblo ahora es una comunidad virtual, grupos privados de Facebook, intercambios de corazones, likes, me encanta y el nuevo me importa. Estar en línea significa “estoy presente, listo para intercambiar algo contigo”. Mi hermana es experta en eso, toma fotografías de su comida, sus outfits, frases y novedades. Hay personas en cambio que deciden no interactuar, sin embargo verlas en la red es también un estoy aquí, existo. Aunque guarden silencio en las redes, asumimos que andan por ahí en su vida cotidiana y no necesitan hacer ruido en el mundo virtual. Lo cierto es que ahora es muy fácil encontrar a quien sea, saber de él o ella, mirarla a través de sus autorretratos y tener la falsa sensación de estar cerca. Antes, cuando alguien moría, la gente se acostumbraba a llevar en el recuerdo a la persona, quedarnos con algunas cosas personales, poner fotografías cerca, visitarlo al panteón.
Pero ahora la ausencia pesa más. Duele mucho extrañar a quien ya se fue, entrar a su muro, a su red social y encontrarse con las últimas publicaciones que hizo, en la red aparece como una historia cortada, sin final. Si no mueren también pueden desaparecer cancelando todas sus redes sociales y ese vacío se potencializa cuando nos han acostumbrado a sus publicaciones con noticias, fotos, memes y comentarios.

*****

Carlos me pidió ser su novia hace dos años. Al principio me dejé acariciar por sus palabras, con él mi piel florecía, mis pensamientos fluían como un río crecido, mi cabello se rizaba sin control, mi smart watch parpadeaba alertándome de frecuencias cardiacas anormalmente rápidas, el tiempo se hacía líquido, mi visión cambiaba a un filtro color ocre que transformaba el ambiente a uno de romántico otoño. 
Al paso del primer año todo fue cambiando. Peleábamos por tener el control, ninguno quería ser el subordinado. Los dos queríamos tener la razón y decidir qué y cómo hacer las cosas. En la cama a él le gustaba que me vistiera con ropa cachonda, me daba verguenza decirle que no sentía nada cuando su lengua pasaba cerca del clítoris, su forma de tocarme y mirarme me hacían sentir un juguete sexual. Odiaba que apretara mis nalgas como si estuvieran ahí para su goce. Me fui perdiendo en sus deseos, todo se trataba de él. Dejamos de conversar. Discutíamos todo el tiempo. Se impacientaba cuando anteponía mis proyectos a sus necesidades. 
A él le gustaba subir nuestra vida para que fosforeciera en las redes. A mí no. Me disgustaba profundamente salir y conversar a través de la pose, la construcción de narrativas visuales perfectas y la interacción virtual aún cuando lo tenía enfrente.
Estaba agobiada, ya no disfrutaba el amor. Me alejé de las personas que amaba y con las que solía pasarla bien. Todo se redujo a las redes sociales. Interactuar con reacciones y emoticones. Hacer Facebook lives de mis proyectos y videollamadas esporádicas para hablar con mis amigas sobre los planos más superficiales de nuestra vida, nunca para profundizar. 
A mi mamá la veía diario porque vivíamos juntas, pero no entendía nada, me enseñó a vestir bien, a camuflarme con identidades que fueran ad hoc con cada contexto, me decía que Carlos era un buen chico, educado y amable. Tantas máscaras me asfixiaban. Parecía que nadie veía a través de mi piel y detrás de las pantallas. Esa era mi desaparición, mi ser fragmentado se disolvió en aguas ajenas. Por suerte mi instinto de supervivencia estaba intacto, mi cuerpo comenzó a convulsionar en un verano, no había comido nada. Hipoglucemia fue el diagnóstico. Ahí con el doctor enfrente me sentí ridícula, una estúpida que olvidó alimentarse. Quería salir corriendo pero la solución glucosada al 50% entrando por mi vena me lo impidió. Durante esa paciencia impuesta escribí sobre post its mentales, estuve cerca de la muerte y eso me hizo replantear mi camino, dibujé una cartografía para situarme, reconocer el terreno y el origen de todo ese embrollo en el que me había metido. ¿Será que nunca estuve enamorada sino drogada? ¿En qué momento mi relación con Carlos había pasado del disfrute al sufrimiento? ¿Podría soportar su desaparición? 
En mis contactos de emergencia estaba mi hermana, Frida llegó al hospital agitada con la preocupación en los ojos.
––¿Qué te pasó? ¿Estas bien? ¿Qué dice el doctor? ¿Ya sabe mi mamá? ––Me enredó con sus preguntas, no supe qué contestar primero. Le supliqué que me guardara el secreto, era humillante estar ahí. Le dije que estaba ahogándome, que ya no quería estar con Carlos pero era una cobarde, sabía que no era el fin del mundo, pero mi relación con él era como una bola de nieve que crecía sin control. Me apretó la mano.
––Hermana, ¿Dónde has estado? Hace mucho no hablamos, yo te veía bien aunque como la tierra, girando alrededor de él, eso sí. ¿Qué le pasó a tus planes de  estudiar tu maestría? Hasta te querías ir de México. 
––Siento que si me voy ahora estaría huyendo, además hay que hacer mucho papeleo ––contesté.
Cuando me escuché decir eso, mi dignidad se convirtió en el trapeador que estaban usando en la sala de urgencias. Apalabrar el miedo lo hizo irrisorio. Como si un limpiaparabrisas me hubiera aclarado la vista, decidí arriesgarme y aplicar a una maestría; quería irme a Cuba. La literatura y los mojitos se llevan bien. Una mujer inteligente sabe cuándo dar un portazo para sobrevivir. Dejé de sentir el nudo en el pecho. Comencé a respirar con ritmo de vals.

*****

En el poema Destino, Rosario Castellanos dice que “matamos lo que amamos, lo demás no ha estado vivo nunca”.
Tuve que matar a Carlos. No bastaba con la separación física, con los 2,233 kilómetros que nos dividían a través del Golfo de México, necesitaba desaparecer de Facebook, Instagram, Twitter, cambiar mi numero de Whatsapp y correo electrónico. Eliminé todas mis cuentas. Borré todas las huellas para no permitirme regresar a ese espacio, donde como Gretel, me obligaba a engordar de ego a mi Hansel. No quería volver a esa relación vestida de bizcocho y azúcar. Sabía que los cordones de las redes sociales nos atarían para siempre. La muerte es una constante, como dijo un profesor: “para saber cómo vivir, hay que saber cómo queremos morir”. Desaparecí, me esfumé para poder hacerle lo mismo a él. 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *