Llegamos al mismo tiempo. Él, en una frágil maceta; yo, pescada de la mano de mi papá en un intento de retener lo único que me quedaba. Era una casa grande y muy gris. Nos dirigimos al jardín. Puso aquel vaso de metal frío entre mis manos y con una pala comenzó a cavar.
—Aquí está tu madre. Aquí va a estar siempre —me dijo mientras se hincaba para amontonar cada uno de los recuerdos que pasaban en sus ojos.
Suspiró tan fuerte que el mundo, mi mundo, se quedó sin aire. Juntos vaciamos aquel recipiente mientras se limpiaba con las mangas la cara para que no lloviera a pesar de la tormenta. Yo aún no entendía cómo sería la vida sin ella, y lloré por mí, pero más por mi padre que estaba también un poco muerto. Después lo tomó a él, lo sacó de la maceta y vació una tierra negra que parecía desvanecerlo todo. Ahí quedó, sobre las cenizas de mi madre. Flaco, solitario, y tan asustado como yo.
Amasamos tierra, ceniza y lágrimas a su alrededor hasta que quedó derechito y protegido. Al menos él estaba seguro.
—Échale agua, un poco cada día, para que no se muera —me dijo al darme una oxidada regadera que encontró por ahí cerca. Me sacudió la cabeza como si fuera yo el viejo Sam, un perro mitad pitbull, mitad misterio, que fue su compañero durante muchos años, y vi su espalda meterse en aquella casa de interminables ecos, de pensamientos que rebotaban de pared en pared, de gritos que nadie escuchaba porque se ahogaban antes de salir, que flotaban como lo hacen las hojas, sin saber si alguien va a notarlo.
Tomé aquel artefacto, fui a buscar agua y me senté junto a él. La vacié poco a poco, desde lo alto, entonces descubrí que se alimentaba de arcoíris, que sus hojas sonreían y se ponían más brillantes. Nos hicimos amigos.
Nunca vivió mi madre en aquel lugar y sin embargo la veíamos en todos lados, cantando por el pasillo, hablando de cuarto en cuarto. En realidad, nosotros éramos los huéspedes de su recuerdo. Mi padre siempre callado, pensándola; yo, siempre tratando de llamar su atención para no pensarla, pero de poco servía. Sólo me daba algunas palmadas en la cabeza —como al viejo Sam— y se volvía a ausentar.
Aquella casa era de mis abuelos, permaneció vacía mucho tiempo y se le quedó a su hijo único, no había más hermanos ni familia. Cuando mi madre murió, mi papá vendió todo, nuestro antiguo hogar, su negocio, y cualquier cosa que le recordara a su compañera. Llegamos a ese lugar intentando encontrar un poco de paz, o eso es lo que me decía siempre, aunque yo no sabía bien qué buscar. Él dejó de trabajar y se dedicó a “otros negocios”, así les decía aunque nunca entendí que eran, de vez en vez iban unos señores a verlo pero siempre me decía que me fuera; aunque la mayor parte del tiempo se la pasaba escribiendo cosas mientras veía el horizonte, callado, ausente; entre el humo de su cigarro podía ver su silueta, su sonrisa. Siempre la estaba pensando.
Yo, entretanto, pasaba las tardes merodeando por el interior, siempre sintiéndome como perdida. Lo único que me alegraba era salir a verlo. Me sentaba a su lado, al principio con miedo de romper aquella fragilidad que parecía aún mayor que la mía, limpiaba sus hojas con mis dedos, me gustaba cuando brillaban, cuando las gotas de lluvia se divertían entre ellas, cuando el sol jugaba a las escondidas y yo a encontrarlo.
Si el viento se nos unía yo giraba sin parar a su alrededor simulando un largo vestido con mis manos, tal como en las películas que a veces veíamos todos juntos en mi casa, la casa de mi mamá, de mi papá, cuando tenía una familia. Él notaba mi nostalgia, mis ganas de reír, y como elegante caballero, me brindaba la más tierna de sus ramas para tomarme del brazo. Me llevaba el paso y me escuchaba sin interrupciones al son de una música imaginaria, orquestada por el viento; le contaba todo eso que no podía decirle a nadie más.
Cuando no estaba con él la vida me parecía tan aburrida, tan vacía. A veces me quedaba quieta sentada frente al espejo, sin parpadear, e imaginaba cosas que ya no sé si en realidad sucedieron, pero igual eran hermosas, hasta que las primeras lágrimas aparecían llevándose todo. Corría entonces al jardín, a su encuentro, y lo abrazaba. Casi se doblaba intentando sostener lo que por momentos me derrumbaba.
Creció mucho más rápido que yo. Fuerte, hermoso, casi divino, sus primeras flores amarillas me llenaron el corazón de alegría. Cuando la raya de la pared de mi cuarto, con la que según yo monitoreaba que tan alta era, marcó 1.50, ya me era imposible medirlo a él. En cuanto sus ramas pudieron sostenerme me subí, lo rodeaba con mis brazos, con las piernas, mis muslos se fijaban fuertemente a él para no caer.
Mi recámara tenía un balcón al que mucho tiempo tuve prohibido asomarme, pero en cuanto él, mi árbol, llegó hasta allá, abrí los ventanales de par en par y nunca volví a cerrarlos. A veces me tendía sobre el piso y lo veía, majestuoso entre los rayos del sol. Me dejaba caer hojas, me regalaba hermosos racimos de flores con los que yo jugaba haciendo remolinos y curiosas figuras. Era un lienzo vivo que cambiaba de obra cada segundo a capricho del viento, de él, que siempre encontraba la forma de sorprenderme, de mimarme, que no se cansaba de contemplarme como yo no me cansaba de él.
En aquel balcón pasaba horas perdida entre una nube encendida que guardaba mis secretos, los que le contaba, como a un diario vivo, y de los que fue discreto testigo desde la ventana. Mi cómplice.
Ahora sé que nos quisimos desde siempre, desde que nos trajo mi padre. Éramos iguales, tan flacos, tan tímidos, tan solos. Con los años se convirtió en un majestuoso guayacán amarillo que se veía a kilómetros de distancia; imposible que pasara desapercibido. Yo, en cambio, no crecí tanto y nadie me notaba, o no lo sé, nunca presté mucha atención a los demás, sólo era una media huérfana con un padre muy ocupado con él mismo como para estar conmigo, y además desconfiado y paranoico.
No me dejaba salir a ningún lado, temía perderme, supongo. Sólo iba a la escuela y no me gustaba. Los niños se reían de mí y las maestras me miraban con extrañeza cuando les contaba de mi árbol, pero nunca me importó.
Aún la adrenalina se me eleva cuando me recuerdo trepando por sus ramas y colgándome de ellas de cabeza. Terminé en el piso innumerables veces, hasta que descubrí que si lo rodeaba con las piernas y las apretaba al subir me sentía más segura, además de que disfrutaba de aquella tensión, el corazón se me aceleraba pero a la vez me provocaba una inmensa tranquilidad que venía desde lo profundo, no importaba qué tan revuelto estuviera todo dentro de mí.
Un día descubrí un desfile de pequeñas hormiguitas rojas, me puse a observarlas, parecía gustarles estar sobre él, como a los pajarillos y las mariposas. Sin pensar le pegué un lengüetazo, aquella sensación me sorprendió. Su textura, ese sabor entre húmedo y dulce, lo volví a hacer, esta vez algo más prolongado, hasta que mi cabeza chocó con una rama y algunas gotas de agua cayeron sobre mi nariz y mis pestañas. Ambos sonreímos.
Cuando las primeras vainas se abrieron dejaron salir cientos de semillitas que tapizaron mi balcón, recogí algunas y me las eché a la boca. Lo sentía jugueteando con mi lengua, las paseaba sobre mis labios, inevitablemente me tragué varias y le sonreía cuando eso sucedía. Otras veces me sentaba en alguna de sus ramas y me mecía suavemente, comencé a sentir una especie de cosquilleo por dentro que me llevaba a repetirlo una y otra vez, hasta que me llegaba una confortante sensación de calma, entonces lo abrazaba tan fuerte, que podía escuchar su corazón.
Fui creciendo, con él. Juntos encontrábamos la respuesta a todo eso que nadie se tomaba la molestia de explicarnos. Seguía pasando horas frente al espejo pero ya no sólo para ver reflejados mis recuerdos, ahora me miraba a mí, a él que se asomaba majestuoso. Me gustaba ponerme de frente, de perfil, primero un lado, luego el otro, daba vueltas, podía sentir cómo me observaba. Entonces, delicadamente me quitaba la ropa y comenzaba a tocar con mi índice cada parte de mí, deteniéndome apenas lo suficiente para dibujar pequeños círculos acá y allá, delineaba mis ojos, la nariz, mi boca… acariciaba mis suaves pechos con las delicadas flores que siempre me dejaba en la ventana. Entonces lo veía moverse, estremecerse, y corría hacia él para sentirlo, para sentirnos, mientras me susurraba al oído melodías que no volví a escuchar.
Si cierro los ojos puedo verlo, empapado en una tarde de lluvia, iluminado en su grandeza por un relámpago, mientras yo lo observaba en la casi desnudez de un transparente camisón amarillo que a veces terminaba empapado por las gotas que mandaba hacia mí.
Tuve que irme de aquella casa después de que murió mi padre. No hubo forma de pagar la hipoteca que dejaron sus otros negocios. Me mudé tan cerca como pude, observarlo de lejos calmaba mi ansiedad, lo visitaba cada día. Pero esta vez llegué muy tarde, ya no está, lo derribaron todo. Cuando abrí los ojos y no lo vi por la ventana sentí desmayarme, salí despavorida aún en mi camisón amarillo. Al llegar, cada una de sus ramas en el piso parecían gritarme; sé que más allá de la afilada sierra, le dolía el que no hubiera estado ahí para defenderlo.
Recogí tantas como pude ver con los ojos inundados de rabia. Le dije que lo odiaba por no defenderse, por no luchar, por no ir a mí. Después le pedí perdón, nunca debí abandonarlo sabiendo que yo era todo lo que tenía.
Aún huele a él, huele a mí. Me acaricia con el último aliento de sus suaves hojas. Puse todas las huérfanas flores en mi cabeza, y aquí estoy, tirada en el piso, con él en mis brazos. Lo voy a incinerar mañana, aquí mismo, será nuestro último secreto. Arderemos juntos.
Organizadora de palabras que quieren contar cosas, y a veces lo logran. Comunicóloga, periodista, locutora, correctora… Egresada de la Escuela de Escritores Ricardo Garibay. Mención honorífica en el I Certamen Internacional de Relato Breve “Soy protagonista de mi historia”, de La Red de narrativa Latinoamericana. Colaboradora de la revista Hispanic Culture Review de la Universidad George Mason (edición 2020). Participante en las antologías Mundos Inventados y Los lunáticos no pusieron resistencia, del Fondo Editorial del Estado de Morelos, así como de las antologías Así vas a morir y Navidades paralelas, de editorial Lengua de Diablo.
Ayael, eres verdaderamente… gigantesca!!! Te juro que eres bárbara!!! Qué forma de escribir! Yo recuerdo desde la primera vez que tuve la oportunidad de leer un texto tuyo, quedé atónito. Me encanta cómo describes, lo envuelves a uno en tu narrativa. Me siento ahí frente a tu árbol, lo puedo ver, lo puedo sentir. Gracias. De verdad gracias por publicar esto. Por favor publica más. Con el debido respeto que mereces: SOY TU SUPER FAN!!! felicidades mi muy querida amiga del alma.
Sister, eres mágica, tu mente es gigante y las palabras que plasmas en un papel, son alas que a nosotros los lectores nos llevan totalmente a esos lugares y momentos que nos compartes. Gracias por tu vida, gracias por otorgar lo que en estos tiempos se carece y muchos rogamos por ello…. Una hermosa lectura. Mil gracias!!!
Amiga querida me gusta escuchar tu diversa forma de narrar, de lo muy divertido y recurrente hasta esta historia melancólica y tremenda. Abrazo.