Consagración

Tributo a Leopoldo Lugones

Una noche, el joven monje Fidias escapó del monasterio y se internó en las vastas tierras de Jericó, cerca del Río Jordán, para alcanzar la sublimación suprema. Al cabo de varias décadas, el viejo Fidias sentía que estaba a punto de alcanzar el máximo nivel de espiritualidad. Pero, una mañana, mientras oraba, un extraño se acercó a la caverna en busca de ayuda. Al cabo de unos días, cuando el invitado había recuperado fuerzas y estaba en condiciones de retomar su camino, quebró la tranquilidad del monje, y lo alejó de su larga contemplación, haciéndole las siguientes preguntas.

—¿No sacrificó Dios a su único hijo para salvar al hombre de los pecados del mundo? ¿Por qué aún continúa Caín peregrinando con la marca de su maldición? ¿Y la mujer de Lot? ¿Por qué continúa convertida en estatua de sal?

Las dudas empezaron a atormentar al anciano. Una mañana, apoyándose en su cayado, el religioso inició su incierto viaje. Después de un largo tiempo encontró a Caín. En medio de la conversación, Fidias lo convenció de que a través del bautismo podría liberarlo de su pecado. Y así fue. Entonces, el recién bautizado, con una sonrisa de incredulidad, fue testigo de la desaparición de la marca con la que había sido señalado.

El monje continuó su recorrido cruzando viejas y destruidas ciudades hasta que encontró la estatua de sal. Ahí estaba, reposando tan vieja y traslúcida por la carga de los siglos. Se acercó y derramó agua sacramental sobre ella. La sal se diluyó y la mujer, escuálida y trémula, surgió vestida con harapos. Y antes de que el anciano regresara triunfante a su caverna, la mujer habló.

—¿No queréis que os confiese qué vi cuando volví el rostro a la ciudad?

—No, mujer. Llévate ese secreto a la oscuridad de tu sepultura.

—No podré descansar en paz si no lo comparto con otra alma.

Etérea y fantasmal, la mujer se acercó al monje y le susurró al oído.

—¡Dios Santísimo! —gritó Fidias, en tanto sus extremidades se petrificaban y todo su cuerpo adquiría el color pálido, turbio y cristalino de la sal. Sus ojos perdían el brillo de la vida, mientras de su boca salía el último hálito de calor.

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