Caso sin resolver

El detective miró al balcón buscando una teoría plausible de cómo llegó tan lejos el cuerpo de la anciana. Alguien que cae de un balcón lo hace en línea recta. Regresó la mirada a la figura de la señora dibujada a metros de la vertical imaginaria, casi a mitad de la calle. La policía de primera respuesta hizo un reporte atípico, la puerta estaba cerrada por dentro, dentro no había señales de lucha u objetos de valor faltantes. Había música suave y aroma a pavo horneado en el ambiente. Apenas entraron a la cocina, sonó la campanilla avisando que se habían cumplido las dos horas de cocción. Aunque la mujer vivía sola había dos platos a la mesa. Nadie llegó durante la noche ni el registro de su agenda reveló que esperara a alguien. Suicidio, decía el informe. No había crimen, no había arma, no había agresor. Solo que la señora no podría caer tan lejos por sí misma.

Eran las 11 de la mañana cuando los cantantes callejeros llegaron a su calle. El hombre ciego, se apoyaba en el hombro de una mujer que, regordeta y malencarada guiaba al ciego con su guitarra destartalada al sitio en el que pedirían limosna. La mujer se detuvo y desdobló dos banquitos, luego sacó un pandero, micrófono y bocina. Les miró con desagrado desde el balcón, llevaban semanas sentándose frente a su edificio a berrear alabanzas religiosas. El ruido subía robándole la tranquilidad por la que decidió comprar ese apartamento para vivir su retiro. La bocina crepitó antes de amplificar la cantaleta chillona de los limosneros. Era imposible pensar con un ruido como ese. Cuando había suerte se iban a las 5 de la tarde, cuando no, debía soportarlos hasta las seis. Los días siguientes notó indignada que cuando alguien colocaba una moneda en el cuenco, la mujer la escondía para dar la impresión de que aún no recibían nada. Dios te ama, joven, gritaba apretando el rostro y agitando con tanta fuerza el pandero que lastimaba los oídos.
Al ver que la señora que vivía en el último departamento del edificio de enfrente se acercaba a ellos hurgando en su monedero la limosnera se acomodó para recibir el dinero. Dios te ama, joven, gritó agitando el pandero. La señora dejó caer dos billetes de la mayor denominación en el cuenco y luego dijo “Por favor váyanse a otra calle” tratando de hacerse oír entre el pandero, la guitarra destartalada y la odiosa voz de ambos a coro. La mujer tomó los billetes y se los guardó en sus enaguas. Al otro día la guitarra y el pandero volvieron a sonar. Su horrible sonido y los alaridos de la mujer cesaron hasta poco antes de oscurecer. Enojada, pensó en llamar a la policía, pero lo pensó mejor porque aunque los quitaran volverían. No. Había que pensar en algo definitivo. Días después, desde su balcón, vio a la chica entregar la bolsa de papel con comida que les envió. La mujer, acostumbrada a todo tipo de limosnas, dijo gracias sin siquiera ver a la joven repartidora.
A la una de la tarde el sol llenaba de luz cálida el departamento. En el estéreo sonaba su música favorita, nítida y suave. Vio a lo largo de la calle desde el balcón, no había señales de ellos. Suspiró satisfecha. Se sirvió una copa de vino y fue al comedor a terminar la lista de ingredientes para la cena. Era normal para ella cenar sola en esas fechas, disfrutaba cocinar tanto como su soledad. Recién había oscurecido y el ambiente estaba frío, acorde a la temporada. Luego de pasar la tarde preparando el relleno llegó el momento de meter la cena al horno. Puso el temporizador para que sonara en dos horas y fue a la sala a relajarse en lo que el pavo se cocinaba. Apenas se sentó escuchó el pandero a lo lejos. Salió al balcón y recorrió la calle con la mirada, los limosneros no se veían por ninguna parte. Desconcertada notó que el sonido venía del interior del departamento. Miró hacia adentro intentando descubrir de dónde venía el sonido. Estuvo segura de ver el aire moverse antes de que el cristal del cancel vibrara, como si una ráfaga de viento escapara hacia el balcón, hacia donde estaba ella. El pandero, ensordecedor, la envolvió antes de que una violenta sacudida la elevara encima del barandal. Algo la atenazó con fuerza terrible sobre el aire para luego desvanecerse. Lo único que escucharon los vecinos esa noche, además del bullicio de la fecha, fue la voz de una limosnera gritando en la calle “Dios te ama, joven”.

1 comentario

  1. Wow! Me imaginé ada una de las escenas y me transportó a ese lugar, pide oler y escuchar todo como si estuviera ahí.

    ¡Y ese final! Inesperado y a la vez lógico cuando hilas todo lo leído .

    Gracias Javi, por esta exquisita lectura, corta y valiosa. 😘

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