Casa tomada

Taparon las ventanas el mes pasado. Las pintas hechas por los pandilleros le dan un aire desolado a la casa de avenida Juárez. Es una verdadera desgracia verla así. De seguro las telarañas han invadido los techos. La casa más bonita del barrio se transformaba día a día en un basural, y, con su deterioro, un pedazo de mi se desmoronaba también.
Por muchos años, envidié su belleza al punto de intentar enamorar al hijo mayor de la familia, todo con el fin de mudarme allí. Soy una persona solitaria, con pensamientos que suelen rayar en lo perturbador. Me metí por los ojos de aquel muchacho veinteañero. Era un pusilánime. Después de salir unas pocas veces, comprendí que mi plan no prosperaría si seguía por ese camino.
Crecí con mi madrastra; mi padre se suicidó al descubrir que ella le había sido infiel. Hay ciertas desgracias que parecen estar destinadas a repetirse. Aprendí a culpar al destino. La mujer de mi padre se compadeció de mí y, tal vez por el peso de haberme dejado huérfana, decidió mantenerme a su lado. Me permitió seguir viva, pero a un alto precio: resquebrajó mi alma. Cuando murió de un infarto, se llevó la casa de mi padre con ella, aunque técnicamente fue el banco quien la reclamó por una hipoteca impaga.
Quería vivir en ese nuevo hogar en avenida Juárez, un lugar privilegiado. Soñaba con pasar los días recorriendo las paredes lisas y blancas con mis manos, inhalando el aroma de la cera del piso en la sala, acurrucándome en los muebles y contemplando los cuadros de frutas cortadas, expuestas junto a vajillas con bordes dorados.
La hierba mala no debe habitar con las rosas. Aunque estas tengan espinas, somos esencialmente diferentes. Sin embargo, allí reposaría yo: la mala hierba, la que no sirve para alimento ni tiene suficiente belleza como para adornar un florero. Lo peor de la mala hierba es que nunca muere. Soy una plaga.
El señor C me ignoró el día que su hijo me presentó como su nueva amiga. En cambio, su esposa me miró con atención y llamó al muchacho para hablar con él en privado. Cuando regresó, estaba sonrojado.
Desde la ventana principal podíamos observar todo el barrio: los perros oliéndose las colas, los chicos tirándose de la ropa, las pelotas rodando hacia la pista, atrayendo a un niño incauto hacia su muerte. No puedo evitar mencionar lo marchito de mi visión del mundo. Si viviera en la casa de avenida Juárez, sería feliz. Después de todo, la dueña ya tuvo años suficientes de alegrías: vio crecer a su hijo, horneó pasteles que compartió con su comadre, ordenó corbatas por colores. Era mi momento de sacarla del rompecabezas y, si yo no encajaba con facilidad en su lugar, podría cortarme las partes necesarias hasta hacerlo. Mi piel se tensaba al pensarlo, como si cada idea arrancara una capa imperceptible de mi carne.
Mis visitas al hijo de la casa ya no eran para verlo a él. Una falda corta, el botón desabrochado del escote en un descuido, mi mirada inocente contrastando con pensamientos viles. El señor C se esmeraba por no sucumbir. El roce de mi dedo al pasarle la mantequilla o mis labios carmesí pronunciando su nombre… No sé cuál funcionó. La pasión clandestina explotó.
Nunca olvidaré la última tarde que estuve en esa casa. Las arremetidas y el suspiro ahogado del señor C, que me tenía contra la pared, debajo de la escalera. El grito histérico de su esposa al verlo con los pantalones abajo. Mi mirada desafiante. El sabor del triunfo. Mi escape mientras ellos se insultaban. Lo imaginé suplicando detrás de la madre de su hijo, aún erecto, pidiendo perdón. El hijo bajando las escaleras y contemplando la escena sin comprender.
Todo sucedió rápido. No pude prever que mi plan se frustraría de forma tan macabra. Salí ligera de la casa para que ellos resolvieran sus problemas. Cuando estuve en la esquina, escuché los balazos. Los sentí cercanos. Quise regresar para saciar mi curiosidad, pero las piernas no me respondieron. Los ladridos de los perros y los vecinos fisgones llegaron a la escena del crimen. Luego, la fatídica historia ocupó los titulares y se convirtió en un mito urbano. En los periódicos amarillistas aparecían las fotos de los dos cuerpos en el piso. Para la prensa, era una historia llena de misterio. Días después, el hijo, enloquecido, fue recluido en un sanatorio.
La casa bonita del barrio ya no sería para mí. No podría vivir en un lugar con paredes y parqué manchados de sangre. Es una lástima, pero de los fracasos se aprende.
Mientras alistaba mi maleta para buscar otro lugar donde vivir, sentí ardor en los dedos. Miré mi mano y noté que la piel de las palmas se desgarraba, como si hubiera frotado con demasiada fuerza cada objeto de aquella casa. Las uñas se despegaban en tiras finas y traslúcidas, revelando carne viva. Era como si comenzara a transformarme en algo nuevo. Noté que mi sombra me había abandonado.
Los ojos, como las ventanas tapadas, empezaron a cubrirse con una capa de lagaña que nublaba mi vista. Algo se movía en mi nariz. Froté la fosa nasal y un pequeño gusano salió arrastrándose. Me quedé inmóvil, horrorizada. Algo dentro de mí se estaba gestando. Tal vez no necesito una nueva casa; tal vez estoy convirtiéndome en una.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *