Las casas cuidamos de su intimidad, velamos por la tranquilidad de su sueño y ofrecemos la profundidad de cada entraña como hábitat. Permitimos que el corazón de quien nos habita edifique sobre cada ladrillo sus anhelos, sus sueños y todos los muros pactan un acuerdo tácito para velar por ellos. Las ventanas iluminan con generosidad su presencia, ante todo, atestiguamos sus experiencias con genuino orgullo y felicidad. Y a pesar de parecer firmes, también sufrimos algunos miedos. Nos volvemos frágiles cuando la época de lluvias deja aisladas gotas frías que nos rozan la espalda, el desgaste del techo parece ser inevitable y tememos por los daños internos que puedan ocasionar; también huimos de la inclemencia del sol que ocasiona agravios prematuros en los pisos, muebles y cortinas; y el frío puede llenar de humedad la piel que recubre las paredes. Ante el cambio, aprendimos que la antigüedad es reparable y convivimos con las imperfecciones en armonía, sobre todo, nos reconciliamos con el rechinar inevitable de las puertas y ventanas que sacude cada extremidad. Sin embargo, en lo hondo de nuestra alma sabemos con certeza que preferimos la monotonía a los cambios apresurados. Pero ningún sobresalto es comparable ante el más grande dolor que sacude mi corazón, temo al destino fatal del abandono. Cualquier acontecimiento inoportuno que me aleje de mi dueña, es aterrador. Una prueba de esto es la sensación de ausencia ocasionada por un viaje largo; en esas noches la calma es temblorosa, el insomnio se apodera de cada rincón. Las habitaciones se entregan al abandono y humedad, las ventanas sin abrirse me aprisionan; el aire reprimido ocasionado por las puertas cerradas me desliza hacia el desequilibrio y escucho por las noches a los animales rastreros desplazarse en el piso. Cada minuto en estas condiciones me tortura. Todo parece una tempestad aniquilante que sólo puede romperse al escuchar la cerradura de la puerta principal abrirse. Y de ahí que medite tan seguido, qué pasará cuando mi dueña se separe de mí, cuando no quede otro remedio que ser una casa cerrada.
Aún recuerdo a Isabel, llegó muy joven a vivir con su tía Úrsula, quien sin anhelo de casarse decidió compartir su fortuna con su sobrina. Isabel tan pronto como creció, empezó a cuidarme con el mismo fervor que protegía a su tía. Retocó los adoquines de mi jardín, adornó con plantas cada balcón y aunque dudé en aceptar la compañía de animales, sus periquillos eran inquilinos encantadores, armonizaban las mañanas y anunciaban los días soleados. Comenzamos a cuidarnos la una a la otra.
El día que el estado de salud de Úrsula empeoró, tuve miedo, dejé de verlas por un par de días. De súbito, advertí que algo terrible pasaría. La tercera tarde lo confirmé cuando llegaron a casa, por la puerta lateral. Vi los ojos tristes de la señorita Isabel, mientras otras personas la acompañaban con sus sollozos, se cubrían el rostro con velos negros y el cuarto de invitados llenaba de lágrimas mis pisos; sentía las gotas de los cirios derramarse sobre mí y la pena de Isabel crecía. Fue una noche muy dolorosa; acosada por la angustia no encontré descanso. Me lamenté con ellos y cada rincón de mí sentía el vacío que dejaba el cuerpo de Úrsula. Los pasillos largos despedían sus últimos pasos y su habitación inconsolable suspiraba ante el horror de no ser tomada de nuevo. Cada esquina quería resguardar el dolor de esta noche y darle fin al terror que nos estremecía. El consuelo que me sostenía era distinguir el pecho de la señorita Isabel haciéndose más duro.
Sabía que Isabel estaría conmigo muchos años más, y así fue. Aunque Isabel también decidió no tener su propia familia, sus sobrinos eran mis visitas favoritas. Sus risas iluminaban todos mis pasillos, aún cuando brincaban sobre mí, para llenar mis patios de juegos y pelotas, o rompían uno que otro cristal; la recompensa más grande que tenía, era ver el gozo de la señorita Isabel.
Casi siempre la veía abrazando a su soledad con un genuino pacto de amor. Imparable, la sentía caminar con tacones por los corredores, atendía a sus plantas con fervor y sus exquisitos guisos impregnaban mis rincones con su aroma. Durante las noches se acurrucaba con la radio encendida de fondo para suavizar el silencio que nos visitaba.
Hubo muchos años de paz antes de que Isabel fuera envejeciendo. Con el paso de los años las visitas disminuyeron, y también su ánimo para regar las plantas o protegerme del desgaste del tiempo. El polvo comenzaba a invadir cada rincón, hasta que una vegetación infernal rodeaba con rebeldía algunas ventanas y bloqueaba la luz, todo parecía más viejo de lo que era. Ella nunca supo de mis quejas, no la juzgué, comprendí su poca disposición y perdoné sus descuidos. Ambas lo sabíamos, nuestro tiempo juntas sería breve.
Un día vi entrar el ataúd que llevaba el cuerpo frío y la mirada oculta de la señorita Isabel, quise gritar de protesta, pero no pude; quise separarla del cajón de madera que resguardaba su cuerpo y llevarla a su alcoba, pero tampoco pude. Sentí la angustia y el dolor recorriendo mis grietas, las ventanas sostenidas de viejos remiendos comenzaron a destrozarse de tristeza, sólo el polvo cobijaba mis entrañas mientras veía a todos despojar de mi cuerpo y sin cautela ni respeto las pertenencias de Isabel. Esta vez no había suficientes flores que cubrieran el cuarto oscuro donde se velaba su cuerpo, había un vacío inmensurable que sólo sostenía un profundo desconsuelo. Me escondí en las goteras de los cuartos, entre las tejas rotas del techo y las macetas que no volverían a ser veneradas. Cerré los ojos para llorar por su ausencia como nadie más lo hacía esa noche, sollocé de confusión y sobre todo por temor.
Desde ese día así lo hago, permanezco con los ojos cerrados y sueño con Isabel recorriendo mis largos pasillos, escucho el eco de sus murmullos y el cantó de su silbido que se extingue con los días. En mis sueños, todas las tardes siempre serán como la última a su lado: cielos rosados con el rumor de la ausencia y el canto de algunos pájaros. Caí en un sueño profundo del que no anhelo despertar. Me convertí en una casa que no codicia a otros inquilinos, me esmero por ahuyentarlos con el crujir de los escalones de madera, azoto durante la noche las puertas entreabiertas y juego con las chapas viejas para causar un intenso desconcierto; es una técnica infalible que aleja de inmediato a quien intenta habitarme de nuevo. Pero mi angustia comienza cuando veo otro anuncio de compra-venta descolgado. Sé que llegará alguien más, alguien que no será Isabel. Para mí, ya pasaron los días felices, ahora me encuentro rígida y fría, y todo se siente como siempre supe que se sentiría ser una casa cerrada.
Daniela Guzmán (Estado de México, México) Soy escritora principalmente de cuentos. Mis narraciones profundizan en los temas siniestros que agravan a lo cotidiano, a la mente y a algunos espacios distópicos. Algunas veces, uso la autobiografía ficcional como motivación principal y busco situar a los personajes en lugares de desequilibrio. Escribo historias para que los lectores reflexionen sobre sus propias perturbaciones. Practico mi escritura en los talleres literarios de diferentes casas de cultura en la Ciudad de México y con otras compañeras escritoras.
Hermosa historia. Invariablemente pensé en esas casas cerradas que aún conservan la esencia de la tía de la abuela. Sus plantas sus flores sus gallinas así lo hacen sentir. Felicidades
¡¡Felicidades!! Me gustó mucho tu cuento. Me recordó la casa donde vivo. Es una casa grande y vieja, siento su presencia que me abraza y me resguarda.
Me encantó.
Estar rodeado/a solamente de recuerdos es algo tan presente, pero a la vez no nos damos cuenta de que esta ahí.
Esta lectura me recordó a que debemos aprender a soltar para volver a empezar.
Felicidades, Dan!!
Me remató el final. Todavía salgo a la calle esperando cruzarme en tu camino.