El libro Caravana de sombras, es luminoso. Sus páginas hacen territorio de la aventura. De puerto en sitios, la sombra es más luz en los ojos del poeta Arthur Rimbaud. Rubén Rivera sigue su ruta con una mirada que se multiplica en distintas miradas. Aquí está el valor de esta obra: el poeta perseguidor, que rastrea, seguidor, que busca, y ojeador de otro poeta. Poeta hacia otro poeta, en otro poeta y contra otro poeta. El resultado: un libro de rastros, de huellas, de indicios, de señas y ficciones que exigen poesía.
El poeta perseguidor, del latín el que intenta alcanzar, insiste en llegar a Rimbaud, pero no como un hombre que se caza, sino como un hombre creador. Rimbaud es real y creado: yo, es otro como él mismo escribió. Intentar alcanzar al poeta, significa intentar alcanzar su día por más oscura que esté su alma.
Rubén Rivera persigue y alcanza en Hodeida el derrotero de las ausencias del poeta en los ojos del lagarto; persigue y alcanza en Adén al umbral con el que escribe antes de que llegue la tormenta y con el insecto como rostro; persigue y alcanza en Harar al poeta que detrás del escritorio ve en la rata topo al enfermo que se le trepa por la espalda; y en Herer persigue y alcanza al hombre que lucha contra sí mismo hasta volver pálida su altura.
Pero el poeta que persigue también es un rastreador. Sigue el rastro, del latín rastrillo, herramienta para raspar. ¿Qué huella deja el poeta sobre la tierra? No es la huella en pluma, en pezuña, en la arena que se curva en la ausencia de serpientes; no es esa huella porque hay hombre de pie y de carne; nada de bramido ni de resoplos como huellas, sino la huella del espíritu que reinventó la palabra entre los príncipes del verso. Allí rumbo a Tadjoura, la huella del poeta con su revólver porque siempre miró a su espalda un niño abandonado; allí rumbo a Soa, la huella incómoda por la diminuta tentativa de muerte que suelta en el aire un mosquito.
¡Qué belleza rastrear la belleza! Se necesita un olfato táctil para detectar por dónde se movió el ramaje de algo denso. Con esto no digo que la lectura es un fluido sin interferencias y pasmos, lejos del paréntesis y de un amor lleno de espinas. Hay que soportar: los rastros de un poeta contienen biografías de siniestros.
Es asunto de sensibilidad grande que un poeta se asome a las desapariciones de otro poeta. El perseguidor, el que rastrea, se vuelve un buscador, y suelta un matiz más en el ruidoso silencio del canto y una nota más en la ruta de la orquestación de los hallazgos. Buscar es pedir, para que el presente de algo grande no haya sido tragado por el tiempo y Rubén Rivera busca en las hojas de plátanos el sueño todavía caliente del poeta; busca rumbo a Bubassa la sombra de aquel rifle que apuntó directo a su cabeza en el sueño de lo que nada divierte.
Las páginas son accidentes geográficos donde, de pronto, el poeta que busca y el poeta que se encuentra, se confunden en la palabra, en una voz de pesadillas que no concluye con su animal y se vuelven un solo fantasma. ¡Inquietante! El fantasma vivo de Obock. El fantasma de olvido en Zeila. El fantasma de sed en Arrouina. Y así los topónimos transcurren en el índice del enfermo, del sano. ¿Quién canta?: las sombras de dos poetas se confunden en las caravanas. Y cuando el perseguidor parece haber encontrado la forma de su discurso; sorpresivamente, sustituye las distancias de tierra por las distancias en hojas de higuera: aparecen las notas de Rimbaud, un diario donde el viaje encuentra al horror del idiota, a la semejanza de Europa con los perros, a la luna en un fondo, a la caída transparente en la espesura negra y alta del calendario. Las fechas transcurren en los números del aire donde se escuchan las hienas. Tal es la forma creativa de la composición del libro, que todavía entra como fragmento en la figura de Rimbaud, la demoledora carta de su madre: …dichosos aquellos que no tienen hijos… Esta sentencia es relevante porque acentúa la estirpe de poeta maldito de Rimbaud. Son los malos de sus casas, de sus pueblos, de sus pensamientos. Los malos del bien, los buenos del mal, los que piensan a contracorriente para que la luz pueda perpetuarse. Pero, ¿a quiénes les gustan estos contreras, estos opositores entre la tradición y las buenas
conciencias?, a poquísimos; sobre todo, no a las madres. Baudelaire entra en esta lista de malditos y coloca las siguientes palabras en la boca de su madre: ¡…Ojalá hubiera parido un nido de víboras, antes que alimentar a semejante irrisión! ¡Maldita sea la noche de placeres efímeros en que mi vientre concibió mi expiación! Las palabras de la madre de Rimbaud, participan de esta idea para continuar la ruta del malvado. Están ahí geográficamente como un grupo de signos que conforman la constelación del suelas de viento y comunica la declinación de uno de los poetas que abrieron un nuevo tiempo.
Al final del libro se separan los poetas del fantasma y vuelve Rimbaud a ser tinta y Rivera a ser pluma: es lo necesario para que la escritura regrese a su autor con sus derechos de invención y sus obligaciones con la realidad. El poeta en su canto al poeta usa una palabra más que poética, metapoética. En el poema Arena del espíritu, si usa la palabra color piensa en las vocales; si usa la palabra reloj piensa en los delirios; si usa la palabra garganta piensa en el humo del kif. El poeta en otro poeta, es la lengua en otra lengua, nutriéndose, haciéndose más fuerte, creciendo en la intersección de dos formas lingüísticas. El verso se vuelve biografía ficcionada y el poema cumple con el uso de la historia su función poética.
Es lo necesario, lo digo, nuevamente, porque Rubén Rivera persigue la ruta de un maldito, de un poeta maldito, esto exige una persecución con cima, de horizonte, bendita. No es solo ir tras la huella de un poeta, es estar a la altura de esa huella, tener la palabra para encontrarse con la mejor palabra, un atributo de locura y estirpe, un espíritu con verdadera polea para levantar una tinta, un verso, un puente. Cantar al canto exige altura.
El poeta en su canto de rastreos tiene que zigzaguear, ramificarse, moverse en retícula, sinuosamente, según lo bello de una mirada, de un desprecio, de cualquier postura por más bajo que haya caído la ambición. A final de cuentas, una historia de escritores es una historia persecutoria, vigilante: Baudelaire tras de Poe, Neruda tras de Whitman, Onetti tras de Faulkner. Es la historia de los que se buscan para encontrar en la sangre de las palabras el alimento diario. Esa vitalidad de Balzac frente a la figura de Victor Hugo, que le hizo exclamar: ¡Yo escribo como un gigante: con generosidad y amplitud!.. El mismo Pessoa frente a Mário de Sá-Carneiro, escribe: Nada nace grande que no nazca maldito… Con estas historias solo queda decir que para escribir sobre Rimbaud uno tiene que mantenerse erguido en la terrible gravedad de su sombra.
En el poema, El último viaje, y que, efectivamente, es el último viaje del libro, Rubén Rivera ya ha abandonado la carrera pedestre por la superficie del mapa y canta con la penetrante distancia del tiempo. Rimbaud, entre tanta caravana es un trayecto que cierra en un verso su círculo: Y todo este viaje se abrasa de la nada. Sin embargo, por tanto sueño en la línea monstruosa, por tanto encanto en el rigor de la serpiente, y, sobre todo, por la escritura que página tras página sabe apretarse el cinturón de la belleza, puedo parafrasear sin temor a la traición: Y todo este viaje se abrasa de la poesía. El perseguidor encontró la sustancia.
Libro: Rubén Rivera, “Caravana de sombras”, Reverberante, México, 2022, P. 94.
César Carrizales. Culiacán, Sinaloa. Poeta. Becario del FOECA en jóvenes creadores. Premio Nacional de Poesía Clemencia Isaura 1998. Ha publicado libros de poesía y ensayo.
Felicitaciones a César, hace con sus letras el deleite de la lectura grata, mañanera, vespertina, nocturna!!