Eran la 1:35 de la mañana, Milagros se mordía las uñas mientras estaba recargada en la pared entreviendo la calle por un espacio pequeño de la cortina en la ventana. Sonó el teléfono, dio un brinco y se arrancó un pedazo flojo de piel de su dedo. Corrió a contestar y del otro lado de la bocina no hubo respuesta. Regresó a la ventana y no despegó los ojos del cristal.
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Hace tres años que Milagros se salvó del cáncer de mama que le habían diagnosticado. Durante meses estuvo en tratamientos agotadores, pero su esposo, Mario, siempre la apoyó de forma incondicional. Él no tenía mucho dinero, pero se convenció de que era su obligación salvarla como fuese. En el hospital público, el tiempo para esperar una cita era inmenso; había filas largas para entrar a las consultas y recibir medicamentos, Mario no veía mejoría en Milagros; estaba muy espantado.
Un día, después de la reta de futbol que tenía los domingos con sus compadres, Toño, el portero, le preguntó sobre esposa. Ella siempre iba a ver los partidos y tenía mucho tiempo que no la veían un domingo por la cancha.
—¿Y la Milagros, mi Mario?
—En la casa, descansando, ha andado un poco agotada con eso de las quimioterapias.
—¿Quimioterapias?
—Sí, le detectaron cáncer, pero dice el doctor que está a tiempo y que no nos preocupemos, ya van dos citas que le posponen porque no hay medicamentos, y en el Hospital Ángeles, no aceptan a Milagros sin un depósito previo de $50,000 pesos —menciona Mario mientras le toma a su cerveza agachando la mirada de la pena.
—¿Y por qué no me contó esto antes, compadre? Usted sabe que por la familia se da la camiseta. El martes lo espero en mi casa, para que, al siguiente día, luego luego, lleve a la Milagritos con esos doctores güeros, ya verá que todo le va a salir bien.
Enseguida, Toño se terminó la cerveza, se subió a su camioneta 4×4 del año, la arrancó y haciendo nubes de tierra, se fue gritándole a Mario que no olvidara la cita del martes. Después, él también emprendió camino. Se fue a casa mordiéndose las uñas, preocupado del cómo le iba a hacer para pagarle el favor a su compadre.
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Era la tarde de un domingo, Mario y su compadre Toño festejaban un gol; Milagros y las esposas de los demás integrantes del equipo, desde las gradas, gritaban y levantaban cartulinas apoyando a sus maridos. Pese a los tratamientos que había recibido, estaba contenta.
De repente, le vibró su celular y al leer el mensaje que le llegó, la cara de Milagros cambió de inmediato, los ánimos se le fueron y se sentó. Tenía casi un mes que su teléfono en casa y el celular no dejaban de sonar.
Al llegar a su hogar después del partido, los pleitos entre Mario y Milagros no los dejaban dormir. Desde que se bajaron del coche se iban gritando. Milagros se apresuró para abrir la puerta de la casa y se la azotó en la cara.
—No chingues, Milagros, todos los vecinos se van a dar cuenta.
—Como si te importara cuidar nuestra imagen, ahora resulta que sí te importa el qué dirán; si perdemos la casa todos sabrán en lo que anduviste —le dijo Milagros mientras se sentaba en el sillón a llorar.
—Lo hice por ti, Milagros, estás viva, ¿qué más quieres de mí?
Mario fue hacia el refrigerador, sacó una cerveza y se salió de su casa. No llegó hasta el siguiente día, era ya su costumbre desde que dieron de alta a Milagros. Desde ese momento su matrimonio con Mario se volvió complicado. Después de la cita que tuvo él con su compadre Toño, ya no era el mismo, cada tercer día salía de noche y no regresaba hasta la mañana siguiente, se gastaba el dinero en alcohol y nunca quería platicar de lo que había hecho con su compadre.
Milagros estaba cansada, creía que el cáncer le hacía mejor compañía. Mario, en ese entonces, era otro, así que cuando regresó le rogó y suplicó que se alejara de Toño.
—Sin Toño no estarías aquí, Milagros, apenas y estarías a medio tratamiento. Aparte no puedo dejarlo así nada más —trataba de hacerla entender con diferentes argumentos y tonos de voz.
—¡Basta, Mario! preferiría estar muerta; esto no es vida.
Milagros se fue llorando a su recámara y Mario se sirvió un poco de whisky que Toño le había regalado en su cumpleaños. No pudo dormir, se quedó sentado toda la noche en el sillón de su sala con la botella a lado.
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El autobús olía a sudor. Milagros salía a la 1:00 de la tarde del trabajo y tardaba una hora en llegar a casa. Estaba hambrienta, le urgía llegar a calentar en el microondas la cena que le sobró la noche anterior.
Por fin, bajó del transporte, buscó sus llaves con premura en su gran bolso: abrió la puerta, aventó sus cosas al sillón y corrió a sacar la comida, pero se percató de que no había luz.
—¡Puta madre!, la semana pasada, el agua; ahora la luz, ¡estoy harta! —Milagros gritó mientras azotaba la puerta del refrigerador y sacaba su celular para marcarle a Mario.
—Si no arreglas esto hoy, mañana me voy a la ciudad con mis padres, y no me vuelves a ver, escúchalo, Mario, ¡no me vuelves a ver!
—¡Ya, Milagros, cálmate!, ya hablé con Toño, ya hoy es lo último. Te lo juro. Estate al pendiente de mi llamada: cuando te diga nuestra fecha de aniversario, sales de la casa con las maletas y te subes a la camioneta que va a llegar.
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Milagros no despegaba la cara de la ventana, como un espía era sigilosa al observar la calle, no permitía que la vieran y desde una pequeña abertura en la cortina asomaba su cara. No había luz, no había agua, no le quedaba más que esperar.
Sonó el teléfono, contestó y no habló nadie. Una hora después volvió a sonar y fue la misma situación. Eran ya casi las 3:00 a. m., la casa estaba oscura y la llamada esperada no llegó. De repente, al fondo de la calle, se vio una luz que cada vez se hacía más grande. Nerviosa, agarró sus maletas y un cuchillo que tenía cerca. Era una camioneta; se estacionó en su entrada a prisa y derrapando. Nadie se bajaba, tampoco sonaba el teléfono, Milagros temblaba, no sabía qué iba a pasar.
Enseguida se escuchó un portazo, se asomó por la ventana y vio la silueta de un hombre acercarse a su casa, agarró con fuerzas el cuchillo y se dispuso a abrir bien la cortina para saber lo que pasaba. Era Toño, así que corrió a la puerta y le abrió.
—Corre a la camioneta, Milagros, rápido, no hay tiempo; hay otra camioneta más adelante esperándonos.
—Y Mario? —preguntó con voz cortada Milagros.
—Ahorita te explico, ¡súbete ya!
Ella agarró sus pertenencias y se subió enseguida a la camioneta. Toño entró y Milagros se dio cuenta que traía la ropa y las manos llenas de sangre.
—Toño, ¿dónde está Mario? No me mientas, ¡ya, dime! ¿qué significa esas manchas en tu playera? —le gritaba Milagros llorando, exigiéndole una respuesta.
—Cálmate Milagros, cálmate, todo va a estar bien. Estás viva, es lo único que a Mario siempre le ha importado y por eso, hoy, le tocó dar la camiseta.
Sandra M. Valdepeña (Yautepec, Morelos, 1993). Docente. Licenciada en Educación Primaria por la Escuela Normal Urbana Federal Cuautla (ENUFC, 2016), y Maestra en Pedagogía por la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla (UPAEP, 2023). Cursó el Diplomado en Enseñanza de las Artes en el Centro Morelense de las Artes (CMA, 2013); ha participado en diversos talleres de escritura creativa y poesía. Sus cuentos y poemas han sido publicados en diferentes revistas digitales. Su poema “Por mi Valle” ganó el segundo lugar en el Certamen de Poesía del CXXXI aniversario luctuoso de Ignacio Manuel Altamirano (2024).