Buen muchacho

Mi padre murió de cáncer. Su cuerpo se llenó de arrugas y de un dolor sórdido, en las noches apenas y cerraba los ojos bajo el efecto de la morfina. Aunque para mí, él había muerto mucho tiempo atrás. Solía decirme, no eres un buen muchacho. En ese entonces me habían expulsado de la secundaria. Aprendí a cocinar, e incluso llegué a tener cierta maestría. Solo nos reuníamos a la hora de la comida. Me esforzaba mucho, aun así, no lo podía alejar de su mutismo. Le hablaba de la belleza de los crisantemos que comenzaban a florear, y como respuesta obtenía un gruñido. Mi padre se iba a trabajar desde la tarde, siempre bien vestido, con un pantalón de lino gris, y un saco perfectamente planchado. Regresaba antes de que el sol saliera. De esta manera transcurrieron innumerables días. Hasta que una madrugada me decidí a esperarlo, observando desde mi ventana, lo vi llegar y apagar su cigarro en la grada de la entrada. No sabía que fumaba. Debió sentir mi mirada, volteo y su semblante se ensombreció. Se acercó a mi ventana. En la tarde vienes conmigo, dijo. Busqué la ropa más vieja que tenía, tal como me había indicado. Tocó a mi puerta en el ocaso. Cruzamos la ciudad en silencio hasta llegar a una granja. Con cuidado se quitó el traje, abrió la cajuela y me dio un rifle de aire. Es para las ratas. En la oscuridad me enseñó a no moverme, a tener paciencia y a disparar entre los dos pequeños puntos luminosos, solo una bala, para no desperdiciar. Entre las sombras me fui volviendo insensible y al regresar a casa tampoco tenía apetito. Un día, después de que enfermó y el dolor se volvió insoportable, me señaló su frente. Pero pobre, tenía razón, yo no era un buen muchacho.

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