Bitácora para Cuauhnáhuac

Se oyen los cuacos de la otra tierra

cruzando el empedrado de las calles,

cruzando la Plazuela

como una procesión de trashumantes heridos de la noche.

Sigue hospedado Alfonso Reyes en una habitación del Bella Vista

y escribe Homero en Cuernavaca mientras deambula

en su premonición del griego antiguo,

lanza los versos del viajero y la Visión de Anáhuac,

escarba Lowry en el volcán y en sus andanzas,

perdió el boceto de la novela en la embriaguez,

“hasta que aplaudan las nalgas”, le dictaba el cónsul

-dijo en la oscura travesía-

pero tenía memoria, oficio de elefante;

como Ave Fénix volvió de las cenizas,

algo resucitó con él en su extravió,  

en esta cruz nos embriagamos hasta perder el juicio

a la salud de los ancestros,

brinda en El Farolito,

pasa una turba de lenguajes en medio de su sombra

y en un dibujo de Montenegro deambula la Llorona,

“todo será posible menos llamarse Carlos”,

escribe Pellicer en La Parroquia.

En el Casino de la Selva

los murmullos de bardos y bohemios,

la ópera perpetua,

murales de la raza cósmica,

giros de la ruleta en el pincel,

bajan o ya no suben,

bajan las musas del bronce espiritual.

El Ogro lee el Cantar de los Cantares en alcobas,

huellas tatuadas como flores,

graba ese nombre porque es fuerte el amor como la muerte,

Ricardo Garibay conversa con los muertos

en medio del oleaje de una voz

donde la Sulamita corta el tiempo.

En su bitácora terrestre

Humboldt escucha la primavera eterna,

-eterna balacera, gritan las ánimas de los esteros, 

pasan los trenes de la Estación –que ya es desierto de las almas-

con una carga de nostalgia por un reloj que ya no marca

las horas de las horas,

entran los pasajeros en diligencias celestes,

suben airados por el polvo de alguna sed que avanza.

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