Tardé en abrir los ojos un año después de salir del vientre de mi madre, aún con el sofoco
de la vida que se introdujo salvajemente por mi garganta a raíz de la nalgada que me dio el
médico, no hubo llanto, no hubo orgullo, sólo mi madre y yo que acompañamos los restos
de tristeza y soledad que había dejado el esfuerzo sobrehumano para concebir dentro una
cama del hospital público. Me declararon extrañamente vivo el 24 de noviembre de 1983 a
las 17:13 h. Y digo extrañamente ya que el color y al textura de mi piel no era del todo
común, unas pequeñas verrugas cafés como la corteza de un árbol moribundo habitaban en
todo mi cuerpo. Madre se horrorizó al ver a su primogénito con las características de un
humano pero con rasgos de los árboles, maldijo el regalo de Dios, pero recordó esas tardes
bajo el amate en el manantial cerca de casa, recordó esos extraños momentos donde se
recostaba a terminar su tarea de la preparatoria bajo la sombra morbosa de los árboles, la
tranquilidad de las nubes, la ignorancia de las aves y la libertad de sus piernas en la
primavera. Eran días francos donde el sol se ocultaba en sus mejillas, había muchos sueños
por cumplir, tanto deseo desde las aguas cristalinas a las que nunca se introdujo por miedo
a morir ahogada. Nací con ese color corteza en mi piel y en mis pequeñas manos nacían
ramas verdes. Todavía así, el doctor informó de mi perfecto estado de salud –a pesar de la
apariencia–, le aconsejó dejar al niño para realizar estudios posteriores. Así el niño-árbol
estuvo en observación los primeros dos años llegando sólo a la conclusión de tener:
epidermodisplasia verruciforme, dijeron, una infección crónica en la piel, que sin dinero no
había cura.
Durante la infancia y parte de la adolescencia recibó educación en casa de parte de
su madre y abuela, manteniéndolo aislado y fuera de la convivencia con otros niños de mi
edad. Yo disfrutaba las tardes soleadas, las noches verdes y frescas y la ferocidad del río
que me llamaba. Si no fuera porque es pecado matar y odiar al prójimo, si no fuera porque
Dios obra de maneras misteriosas, si no fuera por el pecado del sauce.
Cuando cumplí los doce años abandoné mi hogar. Me entregué por completo a la
naturaleza; hablaba con el sol, con las noches y el viento que no se cansaba de contar
historias de amor, historias de miedo, historias que sólo sabían los animales desde antes de
la lengua y el fuego. Escribí tantos poemas como pude en la tierra en que hundía mis pies.
Luciérnagas rabiosas como relámpagos luminosos. El cansado viento un día dejo de contar
y corrió como un fugitivo por las faldas y los edificios de la ciudad. La lámpara nocturna se
escondió entre las nubes, los grillos emborrachados de nostalgia se revolcaron entre mis
dedos. Y un día de enero, el cuerpo del niño-árbol apareció crucificado entre las ramas del
sauce llorón.
Editor, escritor y promotor de lectura. Ex godín alcohólico, poeta frustrado. Ciclista emergente. Eterno padre de Camila.