Bajo la espesa niebla

Corrió sin detenerse, hasta llegar a un claro del bosque en penumbras. Ahí los árboles eran gigantescos, tanto que no se les veía fin. Se perdían en el oscuro de la noche. No veía nada, pero presentía que lo miraban entre los troncos y lo rodeaban. Se quedó parado un rato, sin hacer ningún ruido. Su corazón palpitaba de prisa, las piernas le temblaban y la boca estaba seca. Miró hacia todos lados, escuchando los ruidos naturales del bosque. Alzó la cabeza y vio hacia el cielo, negro y estrellado, que parecía parpadear de vez en vez.

            La noche ya había caído, aplastante. Una densa niebla empezó a bajar desde la punta de los árboles hasta el suelo. Solo se escuchaban los ruidos mínimos del bosque: las chicharras incansables y los sapos de alguna charca cercana. Decidió echarse al suelo, recargando la espalda contra el tronco de un gran pino. Su respiración ya se había normalizado. Sintió un frío repentino que lo hizo subir las rodillas a la altura de la cara y abrazarlas con ambos brazos. Asi permaneció por un rato. Alzó la cabeza y se dio cuenta de que era observado por algo o alguien. Eran un par de ojos que brillaban en la oscuridad, sin parpadeo ni movimiento alguno. Los ojos empezaron a acercarse. Poco a poco. Cuando ya estaban a unos pasos, pudo distinguir un tejón que lo miraba con curiosidad. Una oleada recorrió su cuerpo, y exhaló un suspiro. Hizo un ademan vigoroso para espantar al mamífero. Este sin inmutarse, dio la vuelta y se retiró del sitio.

            La sensación de estar acompañado persistía. La niebla no dejaba ver mucho a unos pasos de distancia. Se empezaron a oír ruidos alrededor de los árboles, como de una parvada de aves que llega y se instala en las ramas. El ruido se hizo más intenso. Entonces, cientos de ojillos redondos y amarillos se pudieron ver alrededor, a diferentes alturas. El cuchicheo de las aves fue subiendo de volumen hasta hacerse insoportable. Él no cambió de posición, pero clavó el rostro entre las rodillas, tapando con ambas manos la nuca y parte dorsal de la cabeza.

            Un cuervo bajó y se acercó sigiloso. El hombre lo miró por un momento. Queriendo deshacerse de él, extendió la pierna hacia el frente, como si quisiera patear al ave. Ésta dio unos brincos hacia atrás, pero no se amedrentó. Entonces, el hombre se incorporó y de frente al cuervo, empezó a hacer aspavientos mientras gritaba ¡shu, shu, shu, fuera de aquí!

            En ese instante, la parvada se dejó venir sobre él. Empezaron a montarse sobre sus hombros, sobre la cabeza, lo rodeaban volando, con las alas negras extendidas. Él se defendía a manotazos. Cuando golpeó al primer cuervo, haciéndolo precipitarse sobre el piso, el resto respondió con fuerza. Las enormes aves empezaron a picotear sus brazos, las piernas, la espalda, sin descanso. El hombre solo giraba y trataba de arrancarse las aves con ambas manos. El graznido de los cuervos era fuerte y unísono. Todo era confuso. Una maraña de alas, garras y fuertes picos girando sobre la escuálida figura del hombre.

De repente, como si hubieran recibido una indicación, todos los cuervos detuvieron su ataque y empezaron a volar. Se alejaron del hombre, haciendo aún círculos en el cielo. Abajo quedó la figura maltrecha humana, que entre plumas y sangre aún respiraba. Su cara, sus manos y su cuello estaban destrozados a picotazos, pero también había mucho daño en las piernas, el tórax y los brazos. La niebla persistía y una llovizna suave empezó a caer sobre el bosque. El agua lavaba las heridas recién producidas por los cuervos, formando pequeños ríos sanguinolentos.

A la mañana siguiente, ya sin lluvia y sin neblina, el hombre despertó del letargo. Herido, confundido y empapado, trató de incorporarse. No lo logró, pues estaba como anclado a la superficie. Solo levantó el tórax, ayudado por los adoloridos brazos. Miró sus piernas y se percató de que, en vez de pies, éstas terminaban en unos troncos retorcidos, a manera de raíces. Las puntas estaban ya sumergidas entre la hojarasca. Quiso levantar los brazos, pero éstos ya estaban pegados a los costados de su tronco. El cuerpo estaba aún cubierto por restos de ropa, pero ya tenía un aspecto lamoso y oscuro.

Transcurrió el día entero. Llegó la fría noche con su niebla y sus sombras. La luna se metió y nació un nuevo día. El cuerpo ya se había transformado tanto, que era difícil distinguir características humanas en él. Por la espalda y los hombros salían ramificaciones, que, retorciéndose, subían buscando altura y se llenaban rápidamente de verdes brotes. En pocos días ese cuerpo desapareció, en su lugar había un tronco, alto, grueso y nudoso, de donde nacían muchas ramas fuertes y tupidas de hojas. Las lluvias por las tardes y aun el rocío de la mañana hacían crecer rápidamente a este nuevo árbol del bosque.

Una tarde en que el sol ya estaba poniéndose, una bandada de cuervos bajó volando hasta él y se posaron en todas las ramas hasta dejar muy pocos espacios desocupados y empezaron a graznar casi al unísono. Por un extremo del bosque, una figura humana se acercó caminando sin prisa. Alzó la cabeza y vio hacia el cielo, negro y estrellado, que parecía parpadear de vez en vez. Entonces, uno de los cuervos bajó y se acercó sigiloso…

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