Para Cinthia…
Ondina aprendió lo que sabe de sanación y conjuros gracias a su tía Octavia. Ella la crio desde que murió su madre y su papá decidió ir a buscar fortuna al otro lado. Octavia pasó toda su vida recolectando plantas y cortezas, secándolas y conservándolas en unos pomos de vidrio con tapa, en los que había puesto el nombre de cada una. Además de la herbolaria, es experta en curaciones por medio de los rezos y limpias. “Para todo mal hay un remedio”, dice Octavia. “Para toda petición, un rezo”.
La vida de Ondina y su tía en esa pequeña población es recurrente: recolectar matas, flores y cortezas, preparar extractos y ungüentos, hacer visitas a enfermos del cuerpo o el alma, tratando a enfermos y parturientas…Ondina ha aprendido todo lo que sabe de su tía, ella dice que tiene el don para sanar. Viven solas, alejadas del caserío. Sólo las visitan para pedirles consulta y ellas bajan a comprar víveres y otros insumos necesarios.
-Madrina, ¿vamos a hacer extractos hoy?
– Si hija, ve preparando todo. Prende el bracero y acarrea agua limpia.
-Si madrina.
Ondina empieza a traer los atados de toronjil, cuajados de florecitas moradas. Octavia voltea, la mira y no puede reprimir un grito:
-¡Ondina! ¿Qué haces?
La pequeña se asusta y deja de hacer lo que iniciaba. En su rostro se muestra la molestia y la duda.
-No te has santiguado antes de empezar. Tienes que pedir permiso a los Santos Auxiliares para cualquier trabajo, lo sabes. De otra manera las cosas no saldrán bien. Para, persígnate y pídeles autorización.
Ondina se limpia las manos en el mandil y juntando las manitas frente a su pecho repite la oración que se sabe desde pequeña, cerrando los ojos:
-Humildes y misericordiosos Santos Auxiliares, consejeros y ministros de este mundo, bajo la suprema autoridad del Padre Eterno, Dios e Hijo y Dios Espíritu Santo, mándanos un reflejo de luz celestial.
Desde su lugar, la mujer mayor se une a la segunda parte de la oración. Ambas la dicen como una vieja cantaleta:
-Como a Cipriano y a Justina por su maldad y hechicería, como a la Magdalena por su libertad, como a San Dionisio por compadecerse de Nuestro Señor en la Cruz, como a la Verónica por secar su rostro cuando Nuestro Señor Jesucristo se encontraba inválido en la Santa Cruz.
-Hija, cuando yo era joven, tuve que enfrentar una vez al Maligno. No sabía todo lo que sé hoy, pero los Santos Auxiliares intervinieron y me salvé. Esta lucha no tiene fin, te lo aseguro -Agrega Octavia.
Ondina se persigna haciendo la señal de la cruz y pasándola por su cabeza, pecho y hombros. Al final, besa sus dedos aún con la señal.
Después de años de práctica, ahora sabe usar el álamo, el rompezaragüey y la artemisa, la ruda, la albahaca, el acebo y el muérdago; la sanguinaria, el sauco y la lavanda. Sabe que para la buena suerte se usa el cardo mariano; para protegerse de envidias, la canela; para conceder deseos, la hoja de laurel. Su tía la instruyó en cómo recolectarlas y tratarlas con el cuidado necesario.
Además del trabajo, Ondina no tiene otras actividades, no conoce niñas de su edad y su única familia es su madrina y maestra. A veces se sienta fuera de la casa y mira hacia el pequeño poblado: imagina a la gente apurada en sus quehaceres diarios, a los niños dedicados a sus juegos inocentes y a los hombres sembrando la tierra y cuidando a sus animalitos.
Así pasan los meses y los años, ya es una joven. Ondina es de fácil trato y risa sonora. Sus negros cabellos siempre están recogidos en dos trenzas apretadas y viste un faldón de lana, camisa de algodón bordada y por encima de todo un mandil en tela a cuadros. Es diligente, metódica y dócil.
Ya es de tarde y un grupo de personas caminan por el sendero hacia la casucha. Llevan a una persona en una camilla improvisada con dos troncos y una cobija gruesa. Ambas salen de casa. Octavia se acerca a los recién llegados. Mira a la mujer que llevan cargando y les hace una señal para que la sigan.
-¿Qué tiene esta mujer? ¿Cuáles son sus dolencias?
-Está sin fuerza. No habla, no come, ya lleva días así. Por eso decidimos traerla, usted dispensará -Responde la mujer del grupo, envuelta en un rebozo gris.
-Hicieron bien- Aquí podré tratarla mejor-, Hija, trae una rama de pirú, los aceites y todo para la limpia.
Ondina sale del cuarto y regresa con lo que le han pedido. Octavia está tomando ambas manos de la enferma. Las revisa, las soba y le siente el pulso. La mujer sobre la cama está inmóvil, como presa de una gran fatiga. Se oye su respiración, pero no abre los ojos. Los hombres, que se han quitado el sombrero, miran todo en silencio. Octavia le dice al grupo, poniendo su mano en la frente de la enferma:
-Será mejor que los hombres esperen fuera. Vamos a hacerle una limpia, para comenzar.
Ellos salen. La mujer permanece junto a la enferma. La destapa, estirando la cobija a los lados de ella. Mientras, Octavia se enjuaga las manos con alcohol, se santigua y masculla una oración.
-¿Cómo se llama la enferma?
-Macrina, Macrina Sánchez -Contesta la mujer. Yo soy Asunción.
Octavia pasa las ramas de pirú por sobre la cabeza, el tórax y las extremidades de Macrina mientras reza quedo. Ondina le acerca la botella de aceites esenciales. La madrina la toma y, destapándola, vierte un poco de aceite sobre las ramitas. Continúa agitando las ramas sobre su cuerpo y rezando. Ahora la curandera le pide a Ondina el huevo y un vaso. Octavia deja las ramas a un lado y toma el huevo. Con la otra mano toma una pizca de sal y la agrega al vaso que está parcialmente lleno de agua. Lo agita y lo deja sobre la mesa. Ahora empieza a pasar el huevo por sobre la frente, la cabeza, el cuello, el tórax, los brazos y las piernas de Macrina, diciendo unas oraciones. Se detiene, rompe el cascaron del huevo sobre el vaso y deja caer su contenido en él. Tira el cascarón y levanta el vaso a la altura de sus ojos, mirándolo con detenimiento.
-Alguien le está haciendo un mal, dice Octavia frunciendo el ceño.
Octavia está orgullosa de su sobrina. Sabe que la sucederá algún día. Ya es una mujer mayor, muy delgada y llena de arrugas, de cabellos largos, entrecanos y trenzados. Sus ojos son pequeños y brillantes. Viste faldón gris, camisa plisada, huaraches y un mandil que nunca se quita. Sus trenzas están entretejidas con un viejo listón negro y amarradas una a otra, tras el cuello. Siempre trae puesto un escapulario muy grande que se deja ver sobre el pecho.
Los días pasan, las estaciones cambian, pero las dolencias son siempre las mismas. El Mal siempre está presente, apareciéndose de diversas maneras a la gente, haciéndola sufrir. Por toda la casa hay imágenes de santos y crucifijos, pero en el cuarto donde se hacen las curaciones, se concentran más. Imágenes de San Jorge, San Cipriano, San Alejo, San Pedro y San Judas Tadeo en distintos tamaños y materiales, cubren paredes y muebles. Muchas de ellas tienen atados listones con deseos o escapularios benditos. También hay muchas velas y veladoras, acomodadas sobre muebles y repisas. El ambiente es oscuro. Solo las rojizas luces de las velas, cual ojillos terribles, alumbran las oscuras sesiones de curación.
Ondina está sola, fuera de la casa. Es de noche y solo se ve un cachito de la luna, rodeada de brumas. El cielo es de un azul intenso y oscuro. Se escuchan los ruidos de la noche: chicharras que revolotean por todos lados, aves que regresan a descansar sobre las ramas de los árboles y allá, más lejos, un riachuelo que en esta estación lleva bastante agua. Huele a tierra y a flores: a trompeta de ángel, a gardenia y a jazmines. A Ondina le gustan cuidar plantas, y alrededor de casa está lleno de enredaderas y plantas en macetas y botes.
La joven mira hacia los cerros, sentada en una sillita de palo. No sabe que hay más allá del pequeño pueblo, no conoce más que el bosque a donde va a recolectar hierbas y la población en la que compran víveres o atienden llamados. Debe haber lugares distintos y maravillosos, más allá de lo que sus pies han andado. Le entra una nostalgia indefinida. ¿Qué extrañar si nunca ha tenido nada más? No recuerda mucho a sus padres y su concepto de familia se basa en la relación que tiene con Octavia que es a la vez su tía, su madrina y su maestra.
En esas reflexiones está, cuando escucha ruidos que llaman su tención. Son parecidos al crepitar de una fogata, mezclados con aleteos y gemidos animales. No se ve de dónde vienen, pero van en aumento. Ondina entra a la casa por un rosario que siempre está a la mano. Lo toma en manos y se para justo en el arco de la puerta principal. Tomando la crucecita que cuelga al final del rosario, la pone en sus labios y cierra los ojos con fuerza. De entre la negrura de la noche, se alcanzan a ver unas sombras, se aprecia un desordenado movimiento en las copas de los árboles. Nada se distingue claramente. Los gemidos se hacen más claros. Es como el aullido de un chacal, como ladridos. Ondina está espantada, le tiemblan las piernas, pero se mantiene firme, levantando el rosario al frente, a la altura de su cara.
Cuando se da cuenta, Octavia está tras de ella. Ha escuchado los ruidos y sale a ver qué sucede. Octavia mira a los ojos de su sobrina. El momento que siempre temió, ha llegado. Las sombras se acercan a ellas y crecen. Forman un manto enorme, que se mueve como empujado por el viento. El aullido crece. Se siente un frío gélido. Ondina se abraza a su madrina, sin dejar de ver el espectro. La vieja mujer está ecuánime y pregunta en voz alta viendo hacia arriba:
-¿Quién eres y qué quieres aquí?
No hay respuesta. Solo se siente el movimiento de esa sombra, de ese oscuro espectro. Octavia toma el escapulario que cuelga de su cuello y empieza a decir un Ave María protectora, en voz baja pero contundente.
En ese momento, las sombras de El Mal toman la forma de un extraño animal, aunque no están tan cerca de ella, se distingue una especie de buitre gigantesco, con ojos brillantes y garras afiladas. El chillido de chacal ahora es muy claro y fuerte. Se sienten unos vientos gélidos y vuelan muchas hojas por los aires. Las dos mujeres están abrazadas, petrificadas. Miran hacia arriba esa imagen poderosa y negra. Ahora es Ondina la que en voz baja recita un Padre nuestro, temblando y haciendo un esfuerzo para ser escuchada.
Octavia toma a su sobrina del brazo y la mete a la casa, contra su voluntad. Antes de que ella pueda decir nada, sale y cierra la puerta. Ahora está sola frente a ese espectro maligno. Besa el escapulario y se enfrenta a la bestia. Ondina recorre parte de la oscura cortina, viendo a su tía afuera, plantada frente a la casa. En el cielo se ve un destello, pero no se escucha ningún rayo, éste alumbra y descubre un ser gigantesco, oscuro y amenazante, donde solo los ojos de fuego y unas grandes fauces se distinguen. Octavia se ve diminuta frente a esa fuerza sobrenatural, que se protege tras un escapulario de tela y masculla oraciones inteligibles.
Entonces la puerta se abre y sale Ondina, con un gran crucifijo en la mano. Su cara está transformada por un rictus de odio. Se envalentona y grita hacia el espectro:
-¡Atrás, atrás! Abba, Padre, ¡Hágase tu voluntad! ¡Santos auxiliares, vengan en mi ayuda!
El viento agita todo, arrastra cuanto encuentra a su paso. Octavia ya está cansada, el viento revuelve sus cabellos y una ráfaga la avienta con fuerza. La vieja se desploma, cayendo al suelo y se oye un chillido, casi como una carcajada. Ondina voltea a ver a su tía y corre a su lado. Se agacha y la abraza. Trata de reanimarla. La cara de la vieja está impávida, los ojos abiertos, su cuerpo inmóvil. Es demasiado tarde. Ya nada la hará volver. Ondina se abraza a ella, sumiendo su cara en la ropa de la mujer sin vida. De repente todo se hace silencio. La imagen enorme y oscura desaparece y los aullidos también. El viento se detiene y se alcanzan a oír de nuevo las chicharras y el rio, más allá de la casa. Ondina no sabe qué hacer, sigue hablándole entre lágrimas y acariciando sus mejillas:
-¡Tía, despierte, tía, no me deje!, tía….
Al día siguiente, Ondina se levanta muy temprano, a pesar de que pasó muchas horas sola, velando a su tía. Va a la parte posterior de la casa con una pala y un pico y hace un hueco profundo. Se limpia el sudor de la frente y regresa a casa. Con dificultad, saca a su tia, envuelta en un lienzo blanco y amarrada por una cuerda de yute. La deposita y empieza a cubrirla con tierra. Entonces se suelta a llorar, suavemente. Cuando termina, clava un crucifijo en la parte superior de la tumba y le pone un ramo de flores colectadas alrededor de la casa. Mira su tumba, compasiva.
Entra a casa y empieza a preparar una vieja maleta de cuero en la que arroja un poco de ropa, dos o tres fotografías enmarcadas, la imagen de Santa Rita de Casia y otras figuras de santos a los que ella y su tía han sido muy devotas. Deja la maleta ya cerrada fuera de casa, a unos metros de la puerta. Busca en los cajones de la cómoda de Octavia cosas de valor: billetes y monedas, unas medallitas con cadena de oro y unos aretes de filigrana antiguos y los guarda.
Cuando el sol empieza a caer, el cielo se pone rosa-amarillento con tintes naranjas. Ella está sentada en una silla frente a la casa, mirando hacia los cerros. Se levanta y se dirige al cuarto donde se guardan los materiales para los extractos. Sabe dónde están cada uno de los productos, identifica un porrón grande de alcohol y lo baja al suelo. Quita la tapa roscada y la contratapa interna. Arrastra con dificultad el porrón y empieza a drenar el líquido por el cuarto. Hace lo mismo en el resto de la casa. Cuando ha bajado el volumen del porrón, puede cargarlo y entonces acabar de vaciar su contenido sobre camas, mesa, muebles y bultos. Tira el recipiente vacío por allí y sale de la casa.
Cuando sale, afuera ya está oscuro. Se oyen pocos sonidos, solo el correr del agua y las chicharras que nunca cesan. Huele a jazmines. Se siente un vientecillo fresco. Ondina mira por última vez el interior de la casa y todo le parece viejo, anticuado y extraño. Camina al exterior amarrando un paliacate, punta contra punta. Saca de su bolsa una caja de fósforos y prende un extremo. Se acerca a la entrada principal portando la bola de tela, que ya echa flamas azules y naranjas. Respira fuerte y la tira sobre el camino de alcohol que ha dejado desde el interior. El camino se prende y las llamas corren ágiles. Pronto llegan al interior de la casa. Se oye sólo un crepitar de fuego. De repente, el interior se alumbra en color rojo intenso y se ven las primeras lenguas de fuego salir, mezcladas con espesos torbellinos de humo negro. Ondina mira el espectáculo, por unos instantes. El calor la hace moverse de ahí, tomar la maleta del suelo y echar a andar por el camino que lleva al pueblo. Atrás de ella, la casa que le dio cobijo por tantos años, se ahoga en un mar de fuego. De ahí en adelante, Ondina no volverá a mirar lo que deja atrás. Sabe bien que nunca más volverá. Bael no lo quiera.
Luis G Torres nació en la CDMX, hoy avecindado en Cuernavaca Morelos desde hace años. Es egresado de la Escuela de Escritores Ricardo Garibay, de Morelos. Ha participado en cursos y talleres de cuento con Frida Varinia, Daniel Zetina, Miguel Lupián, Alexander Devenir, Gerardo H. Porcayo, Roberto Abad, Efraim Blanco y otros. Ha publicado en una treintena de revistas electrónicas. Otros cuentos están incluidos en antologías nacionales y latinoamericanas. En 2021 publico en INFINITA su primer libro: Pequeños Paraísos perdidos, y el año de 2022 Sin Pagar boleto, cuentos y narraciones de viajes por México. En febrero del 2023 presentó su tercer libro de cuentos INQUIETANTE, bajo el sello de Infinita. En enero de 2024 presentó su más reciente libro de cuentos, titulado OMINOSO (En editorial Lengua de Diablo). Colabora activamente en la revista LETRAS INSOMNES.
Felicitaciones para tí, amigo Luis. Haces volver a la infancia al traer recuerdos de la curandera del pueblo. Tus letras se degustan plácidamente con una taza de café con canela y clavo.