Amalia

¡Una tristeza enorme, infinita! Si estallara su pecho

y se derramara, esa tristeza inundaría el mundo.

Sin embargo, nadie la ve. Ha sabido meterse dentro

de una cáscara tan diminuta que ni con una vela se ve de día…

La tristeza/ Antón Chéjov

El pueblo era sacudido por la tierra seca que soplaba abril. Las hurracas le cantaban a la tarde, la cual retiraba su cuerpo para poner más cerca el de la noche. Las cascaras secas de guajes aún colgadas de sus árboles cantaban también, pero como una especie de viejos pájaros en los puros huesos. El boulevard principal era coloreado por el largo zumbido de los carros que escuchaba pasar, el ruido indeciso huía y venía. El trabajo era vender agua de coco a la orilla de la avenida. Las ventas no iban nada mal, ni tampoco los seis meses de gestación de alguien que crecía bajo las sombras de mis cueros. 

Ahí venían de nuevo. Esperaba que esta vez se llevaran más litros. Fueron dos muchachos de un carro rojo. No se bajaron, se estacionaron frente a la carretilla. El copiloto empezó a hablar.

—¡Mi amor! Danos tres litros, está bien dura la calor.

 Les serví tres litros, se los llevé hasta la ventanilla y se los entregué.

  —¿Te comieron la lengua los ratones, mija? ¿No quieres una chela? ¡Andale, súbete y te la invitamos!

  —Es que…

  El otro hombre que iba manejando interrumpió.

  —¡Ya déjate de mamadas! ¡Amonos! Nos están esperando…

 El copiloto me pagó y se fueron. Detrás del carro, recostado sobre el pasto del camellón, un gato negro con una mancha blanca cerca de la cola y los ojos blancos veía la escena anterior. Me lo había estado encontrando a partir del embarazo. Pasó un camión cargado con caña a toda velocidad y el gato huyó. Una señora de avanzada edad paró su camioneta frente a la carretilla, acompañada de un hombre joven quien parecía ser su hijo.

—¡Mija! Dame dos litros de favor.

Serví los litros, me acerqué al carro para dárselos.

—¡Andale, mija! No tenemos mucho tiempo ¿Y eso? ¿A poco ya estas esperando bebé? ¿Y de quién es? Por eso hay que cuidarse mija ¡Ira nomás!

—Es que…

—Te voy a dar cincuenta pesos de propina, después venimos a comprarte más. Y cuídate mijita, ya ves cómo es el pueblo. Uno debe esperarse, no luego luego abrir las patas. Ahora nomás reza y pídele perdón a Dios, él te dará el camino.

 Interrumpió el hijo de la señora.

 —Yo por eso a mis hijas no les voy a dejar tener novio, hasta que acaben una carrera.

 —Es que yo vivo del diezmo que…

 —¡Andale ma! ¡Vámonos! ¡Vamos a llegar tarde otra vez!

Me pagaron y se fueron. Al volver a la carretilla para guardar al dinero, el mismo gato me estaba esperando. Sacó su lengua, se relamió de lado a lado sus cachetes y bigotes. Se quedó mirando. Creí que quería comer, entonces le di una pierna de pollo, me sobró de la comida. No la tomó, volteó a verme, cruzó el boulevard y se metió al interior de un terreno baldío. Una camioneta negra con redilas se estacionó unos metros detrás de la carretilla. Salieron un par de hombres. Uno con lentes de sol y el otro con una gorra.

 —¡Mija! Buenas tardes. Venimos por la cuota del negocio.

 —¿La qué?

 —La cuota, señorita.

 —Pero el vecino ya nos dejó ponernos aquí y mi apá ya fue a pedir permiso al ayuntamiento.

  —No, no entiende señorita. No venimos del ayuntamiento.

  —Pero es que a penas y me alcanza, mi apá…

 —No, mija. Las cosas no son así. Ira, nomás porque andamos de buenas les vamos a dar dos meses para que junten. Sino no podrán vender aquí.

 —Es que…

—Es que nada, mija. Avísale a tu jefe. Mientras, danos cinco litros, porque esta calor está re canija ¡Me cae de a madre!

 —Son…

 —Nada de que son. Andale, le comentas a tu papasito. Permiso.

Los dos hombres partieron mientras el estómago se apretaba más de lo que ya estaba. Las manos sudaban mi angustia. Ya me quería ir y mi padre no llegaba. Al tiempo que sentí algo que me tocó, era el gato, pasó su cuerpo entre mis piernas. Escuché su ronroneo, le pasé mi mano por encima y me miró nuevamente. Poco después huyó, no logre ver para dónde había corrido. Un bocho rojo se estacionó. Era un viejo, venía solo.

—¡Mija! Dame dos litros con todo para llevar.

 Se los preparé, se los llevé.

  —¡Ay, mija! Estás bien chiquilla ¿Por qué andas sola trabajando?

  —Es que…

Estaba esperando la interrupción de algo o alguien, pero no, nada pasó. Ya me había costumbrado a esconderme a la mitad de la oración.

—Es que me embaracé.

—Ya veo ¿Ya cuantos meses tienes?

 —Ya voy para los seis. Ya quiero saber cómo es mi sobrino.

 —¿Tú qué?

 —Mi sobrino.

 —¿Cuál sobrino?

 —Pues el que voy a tener…

 —No mija, va a ser tu hijo ¿Pos cuantos años tienes?

 —Quince.

 —¿Cuántos? No, mija ¿Y quién es el papá?

 —Es… es que mi apá no me deja decirlo. Dice que es un regalo de Dios para sus creyentes.

 —¿Un regalo? ¡ah caray! pero… pero ¿por qué dices que va a ser tu sobrino?

 —Pue sí, es que es un mandato de Dios nuestro señor. Así mero lo dijo mi apá.

 —¿Un mandato? ¿Y cuál es ese mandato, pues?

  —Es que mi hermano, vamos a ser…

Me distraje por un momento, causa de ver al gato de nuevo echado sobre el pasto del camellón. Esta vez no dejaba de mirarme. El viejo preguntó.

—¿Quién es tu padre?

—Es …

En ese momento llegó mi padre en su camioneta. Se llamaba Gerónimo, pastor del pueblo. El gato despareció otra vez.

—¿Es ese? ¿El que va llegando?

—Si, ese mero.

—¡Amalia! Ya llegué, recoge todo.

Mi padre bajó de la camioneta después de estacionarla a unos metros. También bajó el viejo del bocho rojo. Se encontraron en el camino. Primero se saludaron amablemente, al poco tiempo mi padre sacó la versión de sus ojos que solía usar cuando se enojaba. Alzó el brazo derecho y tiró al viejo de un trancazo sobre la nariz. Al mismo tiempo, sobre el pasó del boulevard, una camioneta vieja con redilas arrastraba a una mula sobre el pavimento, ésta derramaba su sangre entre chillidos. Estaba a punto de morir vaciándose toda por el camino. Perseguí la camioneta, le grité al conductor. Este paró minutos después. Enredé la cabeza de la mula entre mis brazos como haciéndole un lecho de muerte humano. El conductor sólo se quedó mirando. Desamarró a la mula de las redilas y se fue del lugar. El gato apareció de nuevo, se acercó, su mirada fue la última. La mula no lloró, yo lo hice en su lugar, estalló mi pecho e inundé al mundo. Ya no tenía caso, me perdí por completo. Únicamente recuerdo que mi padre corrió hacía mí pasando a través del gato; ahí me di cuenta de que solo yo podía verlo. A mi mente se le vino la noche, pero una noche blanca, una noche estancada en sí misma.

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