“¿Si supiéramos todo lo que va a doler después el amor
entraríamos en él como corderos voluntarios para el sacrificio?”.
Alma Delia Murillo, Raíz que no desaparece
Nunca le creí a mi madre cuando decía que en la vida sólo se puede amar a una persona. Mi duda no derivaba de sumar ocho billones de seres humanos sobre la faz de la tierra, sino de la creatividad infinita de aquella mujer que expandía y transformaba la realidad. De niña, sentía un miedo hondo cuando me daba la espalda. Solía decir, con el fin de mantenerme tranquila, que tenía ojos en la nuca. Con ellos podía verme, omnipresente. Han pasado más de treinta años y a veces sigo imaginando que si me acerco despacito para acariciar su cabecita blanca, entre aquellos cabellos canos se asomen dos ojos amenazantes. La duda sobre la existencia de esos ojos nacía, y quizá aún nace, de aquel espacio de incertidumbre que quedaba entre las cosas extrañas y fuera de lugar que afirmaba inequívoca y convincente y, que, con el paso de los días, resultaban ser ciertas. Un día me advirtió que el cuerpo se me pudriría de a poco. Remató con aquella pregunta retórica que me lanzaba para aleccionarme: ¿si sabes por qué Dios no le dio alas a los alacranes, verdad? En esa metáfora yo era el alacrán.
Recordé sus palabras cuando un cirujano me sacó un pedazo de carne putrefacta del cuerpo, una parte de mí que sin resquicio de dolor acabó por ser carne muerta. Esa mañana desperté con la certeza de que moriría. Cáncer, estaba segura. Hacia el mediodía visité el consultorio de mi ginecólogo. “Buenas tardes, ¿cómo le va? Le vengo a contar que me voy a morir de cáncer”. Mi doctor, sonrió.
Luego de una revisión exhaustiva confirmó que no había ningún problema, pero decidió descartar cualquier tipo de muerte distinta a mi hipótesis inicial. “Híjole chaparrita”, mencionó mientras arqueaba las cejas, “te voy a dar el teléfono de un amigo de la familia”. No aclaró que su amigo era un cirujano y que le gustaban los toros. Esa misma tarde estaba en un consultorio que olía a alfombra vieja y que parecía un set de televisión de los años setentas. “¿Qué día de la siguiente semana quiere que la opere?”.
Mi vesícula estaba más que rancia, llena de piedras bezoares, piedras preciosas, lodo, jugos biliares y quizá todo el odio acumulado de tres décadas. Nunca sentí dolor porque Dios no le da alas a los alacranes. Como dije, un día desperté con la seguridad de que me iba a morir. Y es posible que eso hubiese pasado. La mañana de la cirugía el dichoso órgano reventó. “Estabas verde, amarilla”, confesó mi madre que pese a toda su resistencia me acompañó en el postoperatorio. Estuve cerca, cerca de una sepsis. Entonces, entendí algo sobre el dolor humano, o sea, sobre la fragilidad de la carne, la piel, las tripas y la irritabilidad del sistema nervioso que sólo los opiodes pueden calmar.
Ese día que casi morí, también descubriría que mi madre, como Dios, tenía caminos misteriosos para demostrar aquella creatividad infinita de la que hablaba. Un poco anestesiada y bajo amenaza de que el dolor se transformara en el monstruo de siete cabezas, diez cuernos y coronas que precede al fin del mundo, escuché de boca de mi madre la historia de una mujer que sin vergüenza ni pudor posó desnuda para la estatua de la Diana Cazadora.
La misma Diana, a la que alguna vez, uno de esos gobiernos retrogradas y fascistas que acreditan en que por ser mujeres no existe un estado intermedio entre ser prostitutas o santas, la vistió con ropa interior.
Los ojos y los oídos me pesaban como si les colgaran piedras, como las piedras de mi vesícula. Me sentía tipo “opio en las nubes”, como decía Fernando Molano. Mis amigas que estaban de visita asistían a aquella narración con la boca a medio cerrar y a medio abrir. Les brillaban las pupilas. Cuando mi madre terminó, buscaron en sus smartphones para comprobar que pese a su incredulidad todo era real. Todo, incluyendo lo del brasier fascista.
Y así funcionaba aquello de inventar o de hacer crecer la realidad. A veces era real y a veces no. Nunca supe bien de qué dependía. Por eso, cuando mi madre decía que sólo se ama a una sola persona en la vida, pensaba que era alguno de sus decires para infundir miedo o respeto, como ella le llamaba a ese trato distante del que disfruta; pensaba que eran palabras que se irían con el viento y que nunca se volverían realidad.
Sin lugar a duda, mi experiencia contradecía esa sentencia que, incluso ahora, suena a amenaza. Durante la juventud creí amar a mucha gente. Pues amantes son los que aman, o eso decía mi maestro, el poeta Raúl, a quien después de enseñarme cómo usar los verbos en pasado no volví a ver jamás, y quien por su adicción al amor terminó literalmente convertido en una melcocha dulzona que acabó por envenenarlo. ¡Ay, Raúl! Estoy harto, decía uno de sus versos que más me gusta, de que no me crean/ que las dos me sean necesarias/ de no poder mandar a la chingada a ninguna/
Jodido
Traicionado
Jodiendo
Traicionando
Para mí, esos versos eran la prueba de que uno podía amar a más de un hijo de vecino al mismo tiempo. Pero es posible que Raúl compartiera ciertas premisas sobre el tema del amor con mi madre, porque también le gustaba conjugar el verbo traicionar en la primera persona del singular. La traición, como bien advierten los evangelios, sucede en la mesa donde se cena y, ¡ay!, de quien la ejecuta, pues está escrito en ellos, le valdría mejor no haber nacido. Lo que Raúl y mi madre no comprendían era que la traición no requiere de una multitud, yo sabía que conmigo misma era suficiente; mi vesícula ya me lo había demostrado. Carne traidora.
Al igual que el perdón y el juramento, la gente acredita que la traición es algo que no se puede hacer solo. Creen que se necesitan al menos dos personas y a veces, incluso, hasta tener a Dios como testigo. Dicen por ahí que “los juramentos nacieron al mismo tiempo que los hombres se engañaron”. Para ser honesta, todo esto me tenía sin cuidado, porque como recita el poema de Raúl donde confiesa que padece de un “corazón loco” (igualito que en aquella canción donde un hombre trata de explicarle a su corazón, sin tener éxito, que se puede querer a dos mujeres a la vez):
y todos nos vamos a morir
y si no lo aceptas
te vas a morir
pero más pinchemente
Así pasé treinta años amando sin límite, como se diría, amor todo terreno. Amé a todos los hombres que deseé, a todos los que fueran hermosos. Estaba convencida de que el amor tenía infinitas formas, que cada amor era único y de que eso lo hacía especial. Lo mejor era que todo ese amor y todos esos hombres cabían en el mismo lugar: en mi corazón, en mi cuerpo, en mi cama, en mi vida.
Una risilla se me escapa del pecho, hablando de traición, pues mucho de todo eso era una mentira que me gustaba contarme y que disfrutaba escuchar. En mi vida no cabía nadie. Mi vida era como la cocina de mi madre, grande, grande, pero donde sólo había lugar para ella. Si alguien se atrevía a entrar para calentar una tortilla o sacar algo del refrigerador, se arriesgaba a recibir un insulto a tres mil decibeles o a ser empujado hasta el quicio de una puerta que por cuestiones arquitectónicas (que no vienen al caso) daba hacía la nada.
Sin engaños. Mi madre tenía razón en sus profecías amorosas porque como dice una de mis canciones de infancia, “casi todos sabemos querer” y la verdad yo no amaba a nadie. Ese sentimiento me resultaba banal e indigno. Nunca me pareció un problema querer porque “querer es gozar, la gloria y la paz”. En cambio, amar, a decir del príncipe de la canción José José, parecía opresivo pues “todo lo da, todo lo da”, o peor aún, como sentencia de cadena perpetua, “no conoce el final”.
Esto tal vez explicaría por qué mi canción favorita de desamor termina con un ritmo guapachoso, sabroso, que nadie se resiste a bailar. Juanga, el divo de México, cantando con una voz transparente y cristalina, “no te quiero ver, no te quiero más”. Y detrás de él, mirándolo un poco con envidia y un poco con mucho deseo, un mariachi entero de hombres bigotones y bien machos. Todos meciéndose de un lado a otro como hipnotizados por la lentejuela rosa que brilla con el movimiento tremendo de los hombros de Juan Gabriel. Esto también explicaría por qué siempre tenía un pie afuera y una puerta de emergencia, por si me cansaba, me aburría o tenía que salir corriendo luego de ver entre las manos de alguno de aquellos hombres un anillo de diamantes que avecinaba una propuesta matrimonial que sonaba a puro contrato esclavista.
Y así, como no guardaba ni coleccionaba amores, tampoco acumulaba objetos ni recuerdos. Gozo del privilegio del olvido, del placer de la desmemoria, del si-te-vi-ni-me-acuerdo, de la amnesia que sabe a fresas agrias con chocolate amargo. No se confunda esto con la-chancla-que-yo-tiro, no. No es desprecio u orgullo, ardor o despecho. Sino pura y sincera desmemoria. Ni fotos, ni papelitos, ni objetos. Dicen los indios del norte que a los muertos hay que olvidarlos, correrlos, decirles que ya no están vivos, ignorarlos si te hablan, porque si no lo haces te llevan con ellos. ¿A quién le gustaría ir solito a un lugar que nadie conoce?
Como dice mi madre, nunca nadie ha regresado para contarnos cómo es la muerte. Ni Jesucristo, quien tuvo la oportunidad, pudo hacerlo, porque antes de decir una palabra, un rayo de luz se lo llevó al cielo y con él se fueron todas nuestras esperanzas. A los muertos nunca hay que volver a llamarlos por su nombre. “Tan tristes los muertitos”, me dijeron una tarde las mujeres que vivían junto a las costas del mar de Cortés, “de irse tan solos y tan pobrecitos, de no estar más con nosotras”.
Debo aclarar que esta falta de espacio también era una cuestión logística. En aquel tiempo, mi casa y mi vida cabían en una maleta, incluyendo la biblioteca. Era como una planta sin raíces, hepática, sin flores ni semillas. Exótica y preciosa. Por eso mismo, aquello de conservar flores secas, anillos de compromiso de oro rosa, cartas dulces, notitas sueltas, era difícil, porque no tenía donde guardarlas.
***
Ciudad de México, 14 de febrero de 2020.
Esfumado U,
Cuando me negué a tirar o, en el mejor de los casos, a regalar el canasto que me diste el día de mi cumpleaños, sospeché que algo andaba mal. Intuí una traición, una entrega de mí misma a aquellas profecías de mi madre. Una traición, sí, imperdonable, gestándose entre mis huesos, creciendo ahí donde me faltaba un pedazo de carne, echando raíces, silenciosa, transformando en tierra fértil lo que alguna vez fue pura roca volcánica, creando, lenta y taciturna su propia atmósfera para reproducirse.
Sospeché aún más cuando conservé la carta que estaba dentro de aquel canasto tejido de colores. Ese pedacito de papel donde me decías que la mujer que tejió aquellas palmas perdió a su hijo, jovencito, porque acabó con otros 42 muchachos, como luego de muchos años de investigación llegaríamos a saber, en medio de una pelea entre narcos, sicarios, militares y este pinche gobierno. Y lo único que le quedó a aquella mujer, decías, era su recuerdo y sus esperanzas. Como miles de madres en este país, ella también anhelaba encontrarlo, sino vivo, porque ya habían pasado muchos años desde la última vez que lo vio, al menos encontrar sus restos para enterrarlos y tener donde llorar.
Los hijos, le gusta repetir a mi madre, son un pedazo de uno mismo y cuando te los arrancan como si fuera carne muerta tirada a la basura, como mi vesícula, lo que se siente es un dolor que sólo quien parió puede entender. “¿A dónde van los desaparecidos?”; escuchaba en mi cabeza. “¿Y por qué es que desaparecen? Porque no todos somos iguales. Busca en el agua y en los matorrales”, susurraba una voz, recordando esa canción de Rubencito Blades.
Tantas veces pensé en tirar ese cachito de papel donde decías “se me arremolinan los sentimientos”. Donde decías que ahí, en ese canasto, que ahí, entre aquellos colores, podía guardar mis esperanzas, como las de aquella mujer. Esperanzas tejidas con sus manos morenas, esperanzas que te fueron concedidas a ti y que decidiste regalarme. Aún ahora no entiendo por qué me diste algo tan valioso, aún ahora, luego de jurar ante Dios que nunca volveré a pronunciar tu nombre, aún ahora por las noches, antes de que el sueño termine por vencerme, me pregunto cuáles eran esos sentimientos que se te arremolinaban y que nunca pudiste pronunciar.
Como sea, intenté tirar el canasto con todo y carta. Y yo que desechaba todo sin remordimientos, siempre me arrepentía. Me invadía una mezcla de culpa con un deseo de conservarlo. Cuando me cansé de aquella rutina de programa barato de televisión donde lo tiraba para luego, vuelta un mar de llanto, sacarlo de la basura; lo escondí. Lo escondía, escondía el canasto, pero no lograba olvidarlo. Era como si su imagen de colores tejidos se hubiese quedado en mi cabeza, como el chicle que un día se pegó en mi cabello infantil de sirena.
Cuando niña, mi madre me obligó a compartir la cama con una de sus hermanas. Una noche, la Negra, como le decían, se quedó dormida y entre ronquido y ronquido se le escapó el chicle que siempre traía entre los dientes. En aquel entonces, mi madre tenía una obsesión con mi cabello, juraba ante las incrédulas vecinas que yo deseaba parecerme a Daniela Romo y me obligaba a cantar como ella, “yo no te pido la luna” o “mira que-e-e-e-e-e-e-el día que de mí te enamores”. Lavaba mi cabello lunes, miércoles, viernes y domingo, lo perfumaba y lo peinaba durante treinta minutos diarios.
Muchos años después, corté aquel cordón capilar que me unía a ella y a Daniela Romo, esperando con aquel conjuro separarme del mundo que mi madre dominaba con sus dos pares de ojos. Tomé las tijeras y de un tajo amputé aquel cabello negro, grueso, largo. Muerto entre mis manos se lo entregué y desde entonces ella juró nunca volver a tocarme. Todavía guarda esa trenza infantil en el cajón derecho de su tocador.
Pero el día en que el chicle de la Negra se me pegó en el cabello, mi madre no lo cortó. Desesperada me cubrió de aceites y con un peine de cerdas delgadas jaló con fuerza y enojo. Yo sentía dolor, mucho dolor, le pedí que parara, el chicle no cedía y tuve que aguantarme el llanto, un llanto que ella no quería escuchar y que durante las horas que duró aquel trance, acalló con gritos y maldiciones.
Bueno, pues como ese chicle, así de pegado se me quedó ese canasto en el corazón.
Ese era el motivo por el cual, luego de un par de días, sacaba el canasto de su escondite y lo acariciaba con la punta de mis dedos. Recordaba a la mujer que lo tejió, a su hijo desaparecido, a miles de desaparecidos, a ti desaparecido y me daba una tiricia romántica que había visto en otros y de la cual me había burlado con mucho gozo, estaba enferma, yo, de una mirada perdida, de falta de hambre, me punzaba el alma cuando te recordaba.
Odio hacia a ti era lo que sentía entonces, por tus pocos huevos, por dejarme sola en este barquito de papel destinado a hundirse, sin rumbo, en medio del mar, en medio de los matorrales, abandonada, tirada como basura, como un pedazo de carne muerta, triste, también desaparecida, desaparecida contigo. Contigo que preferiste irte a buscar los miles de cuerpos sembrados a punta de violencia y sangre en este país y que de tanto buscarlos terminaron soñando que eran flores hundidas en la hierba, así como en el maleficio de la mariposa.
Me sentía una pendeja por ser incapaz de ponerle un alto a ese sentir, por no creerle a mi madre, por sospechar que sus palabras eran ciertas, por no tener la razón justo-en-esta-precisa-ocasión, porque (sollozaba sentada en el baño mientras fumaba un cigarro y me echaba otro aguardiente, el último de la noche, me decía engañándome y luego me echaba otros cinco), porque cómo iba a perdonarme el haberme hecho esto.
Si el perdón es un acto lingüístico que sólo sucede cuando alguien más pronuncia un “sí, te perdono”, ¿quién me otorgaría esas palabras? Así de sola estaba, así de sola me dejaste por irte atrás de los desaparecidos.
Era tan frágil, el canasto. Eso pensaba mientras lo sostenía. ¿Qué iba pasar el día que fuese viejo y entonces sí tuviera que tirarlo? ¿Lo haría? Esas preguntas hacían que los intentos por esconderlo de mí misma se alternaran con momentos de mucho cuidado, para que durara un poco más. Temía que como cualquier otro canasto envejeciera hasta desintegrarse. En las noches, luego de esas sesiones de cuidado textil, no podía dormir. En mi cabeza retumbaba José José a todo volumen, “no conoce el final, no conoce el final”.
***
Ciudad de México, 24 de diciembre de 2020.
Interfecto U,
“El otoño tardó en llegar lo que dura el invierno”, cantaba el español con voz de borrachito que nunca te gustó. Cuando fue de nuevo primavera, aquel canasto tenía un lugar en mi oficina, mi gran refugio. Derrotada, sin lograr perdonarme y dejando de lado los cientos de juramentos que hice frente a la Virgencita y Sanjuditas, asumí lo inminente.
Pese a todos mis esfuerzos, aquel canasto había llegado para quedarse y, desde ahora, habitaría el último resguardo que me quedaba de aquellas realidades que inventó mi madre para mí. ¿Qué guardaría en él? ¿La carta donde se te arremolinaban los sentimientos? Ayer la busqué y no estaba, debe estar pérdida entre las hojas de algún libro, desaparecida. “¿A dónde van los desaparecidos?”.
Recordé a la mujer que con otras 42 madres perdió a su hijo, su hijo que seguía desaparecido. A ti desaparecido y a quien yo fui contigo, también desaparecida. En lugar de la carta, encontré dos discos duros y dos USB. Además de risa, eso me dio una cachetada en el lado izquierdo de la cara, cerca del corazón. Tú sabes que no sé poner la otra mejilla, ni como expresión de dignidad, ni como manifestación de buen corazón. Por eso, antes de recibir otro sopapo en el lado derecho, me dio por soltar una lágrima bien gorda que no tenía sabor a sal ni a dulce ni a nada. Lo sé, porque mientras sonreía, recordándome en tus brazos aquella tarde en que la luz del sol parecía la entrada al paraíso, probé lo que restaba de la gota que alcanzó la comisura de mi boca; así como aquel día probé el amor en la tuya.
***
Mi madre decía que los caminos de Dios son misteriosos, ahora sé que sus palabras también lo son. No sólo había conservado el dichoso canasto, sino que en su interior coloqué cada una de mis memorias escritas, cada una de las escasas fotografías que me vinculan con lo que he decidido sea un remanente de mi pasado, cada una de las palabras que me han sido otorgadas, todo lo que fue y lo que será está ahí, codificado en bites, a salvo de mi persistente olvido.
Recordé a mi madre, “en la vida, te guste o no, sólo puedes amar a una persona”. Y entonces, descubrí que era real lo que ella decía.

Isabel María ganó el premio nacional “Terminemos el cuento”, del FONCA en 1998. Luego de 27 años ha vuelto a contar “historias de los pueblos que faltan” en cuentos como “Un día nací mestiza” (Neotraba, 2025) y “Falta de lealtad” (Cuentística, 2024). Es profesora de antropología e historia, y amante de la lectura.
Muy buenos los textos. Esa imagen del cordón capilar me encantó. Saludos.