Al nacer la noche

Llegué a Tepeyanco en el auto nuevo que mis padres me obsequiaron al terminar mis estudios de especialidad en cirugía. Busqué el hospital en donde iba a trabajar, di varias vueltas entre las calles sin encontrarlo. Le pregunté a un señor que salía de su casa:

–Disculpe usted, ¿dónde está el Hospital General?

–Dos calles adelante y a mano derecha; es una construcción grande con dos portones de madera, no tiene letrero, empuje la puerta y entre. Si toca, nadie le abrirá, patrón.

Me di cuenta de que ya había pasado dos veces por ahí, así que después de estacionarme, entré. Al final del pasillo se encontraba una mujer sentada atrás de un escritorio. Me dirigí a ella y me presenté. Con amabilidad, me condujo con el director del hospital. El doctor Gutiérrez era un hombre ya entrado en años, con cabello cano y escaso; tenía apariencia cordial.

–¡Bienvenido, doctor!, tiene usted mucho trabajo que hacer aquí, el médico al que sustituye renunció y tenemos muchos pacientes. ¿Cuándo puede usted empezar?

–Mañana mismo, doctor, voy a buscar dónde vivir y me instalaré hoy.

–Aquí en la calle de atrás, en una casa amarilla, hay una señora que renta cuartos y da de comer a sus inquilinos, algunos compañeros médicos viven ahí.

–Gracias, doctor, mañana a las siete treinta de la mañana estaré por aquí, mientras me gustaría conocer el hospital.

­–La señorita Yolanda lo llevará a recorrer las instalaciones.

Después de conocer el hospital y los servicios, me retiré. Llegué al lugar que me indicó el director, donde me recibió doña Juanita, una señora mayor y con apariencia de estar muy cansada. Después de mostrarme el cuarto me dijo:

­–Doctor, por la noche no salga a la calle, pasan cosas raras por aquí desde hace tiempo.

A la mañana siguiente, después de bañarme bajé a desayunar, me puse mi bata blanca y me fui caminando al hospital. Me sentía entusiasmado por ser mi primer día. Al llegar, saludé al director que ya me esperaba y me acompañó al quirófano; me presentó al anestesiólogo, al ginecólogo y a dos enfermeras. Era poco personal.

Los equipos médicos eran casi nuevos, todo de primera. El quirófano de cirugía y la sala de ginecología eran muy modernos.

Después de darme la bienvenida, el anestesiólogo y las enfermeras me informaron, que ya tenía un paciente listo para cirugía. Me preparé en el vestidor y me lavé para empezar mi trabajo; era una apendicitis.

Mientras preparaban al paciente, me di cuenta de que éste tenía dos cicatrices en forma circular a unos ocho centímetros del ombligo. Le pregunté qué le había pasado y contestó que no sabía, un día despertó y le dolía el vientre. Las enfermeras no dijeron nada, como si ocultaran algo. La instrumentista y el anestesiólogo me dijeron que podía empezar la intervención.

Al término de la cirugía, ordené practicarle un estudio de rayos X al paciente, antes de pasarlo a su cubículo. Quería saber el porqué de esas raras cicatrices. Todo indicaba que había sido una laparoscopía.

Por la tarde, hice otra cirugía; se trataba de una vesícula. La paciente era una mujer joven, madre de dos pequeños. Tenía varias piedras y lodo biliar. Al revisarla, me percaté de que tenía las mismas cicatrices que el paciente anterior. Tampoco sabía qué le había pasado: cuando despertó le dolía mucho el vientre y notó esas dos heridas, pero a la semana ya no le daban molestias. También la envié a rayos X.

Terminé mi turno y regresé a mi cuarto a descansar. Bajé a comer. Doña Juanita me sirvió y mientras disfrutaba de unas ricas calabacitas rellenas, le hice unas preguntas:

­–No veo gente en la calle, ¿por qué no salen?

–Doctor, mucha gente se ha ido del pueblo, los que se quedan salen a trabajar al campo; otros trabajan fuera, pero regresan a casa y se encierran.

–¿Qué pasa que el pueblo se ve tan solitario? Usted me dice que no salga muy tarde.

–Mire, doctor, detrás de la iglesia, hay una casa muy grande y algo raro pasa en las noches, luces de colores bajan del cielo y, en el patio, hay mucho movimiento, gente extraña baja cosas, entra y sale.

Al irme a dormir, me quedé pensando en lo que doña Juanita me había comentado. ¿Qué era lo que pasaba en esa casa? Los doctores que vivían aquí también llegaban y se encerraban en sus cuartos; yo no me atrevía a tocarles la puerta o preguntarles algo.

Por las noches leía un poco, y aquella en especial, no podía dormir. Veía luces de colores a través de mi ventana, pensaba que Juanita tenía razón, pero, ¿por qué pasaba esto?, ¿qué sucedía ahí? El cansancio me venció y desperté cuando la alarma de mi reloj se activó.

Pensaba ir a ver al director para preguntarle qué pasaba en el pueblo, pero una enfermera me alcanzó y me dijo:

–¡Doctor, tenemos una urgencia!

Entré al quirófano y sobre la mesa de operaciones estaba un joven de 17 años, le pregunté su nombre y me dijo:

–Me llamo Ramón, doctor.

–¿Qué te pasó?, ¡cuéntame!

–Anoche salí al patio de mi casa por mi ropa que estaba en el tendedero. De repente aparecieron las luces, y una de ellas me jaló.

Se levantó la bata y me enseñó los dos hoyitos sangrantes que le habían hecho.

Inmediatamente ordené unas placas de rayos X, pero el joven no tenía nada grave, únicamente dos pequeñas heridas que no dejaban de sangrar. Las suturé y lo dejé descansando en el cubículo.

Fui a platicar con el director y al comentarle lo sucedido, me contestó:

–Mire, doctor, aquí entre nosotros únicamente le diré: en la casa que está atrás de la iglesia es donde se encuentra el laboratorio de los extraterrestres, ahí viven. A los pobladores y a los animales les hacen estudios. Cuando a usted se lo lleven, dígales que es doctor y van a platicar con usted, pero no le harán nada, siempre y cuando les conteste sus preguntas.

La verdad, me dio miedo saber que me pudieran llevar, pero podría ser muy interesante ver quiénes eran, y saber de dónde venían. Cuando salí del hospital, llegué a mi cuarto y bajé a comer. Como estaba muy callado, doña Juanita me preguntó por qué me veía tan pensativo.

–Juanita, estoy decidido a ir a ver a los seres raros a la casa amarilla.

–¡Está usted loco, doctor! ¿Qué le pasa?

–De una vez por todas, quiero ver qué quieren esos invasores.

–¡Tenga cuidado, no sea que le hagan algo!

–No se preocupe, señora Juanita, ya veré que hago.

Por la noche dejé mi ventana abierta, quería ver exactamente de dónde venían las luces. No pasó mucho tiempo cuando entró un haz de luz color amarillo intenso, del que salió y bajó un ser alto, con dos luces blancas en lugar de ojos. Me alumbró y al llegar frente a mí, me dijo:

–¡Ven, acompáñame!

Me levanté de la cama y él me tomó del brazo. Le dije:

–Soy doctor, ¿qué quieres?

Pisamos la luz amarilla y caminamos sobre ella, parecía una rampa, llevaba al ovni que estaba estático como a 25 metros de mi ventana. Entramos, se cerró automáticamente la puerta y me sentaron en un sillón muy cómodo. Sentí que el artefacto se movía y descendía en cuestión de segundos; se abrió una cortina y salió una escalerilla, por donde bajamos. Ese ser extraño me dijo:

­–¡No tengas miedo, sígueme!    

Me llevó a un cuarto como oficina en la que estaban otros tres seres parecidos a él, también tenían los ojos con luz blanca como si fueran lámparas. Uno de ellos tenía un brazalete luminoso en el brazo derecho y me preguntó:

–¿Cómo te llamas?

–Miguel Hernández y soy doctor cirujano. Y, ¿ustedes quiénes son? ¿De dónde vienen?

–¡Primero yo hago las preguntas, y luego usted!

Tenía que aceptar sus términos para no tener problemas, me hicieron preguntas que ellos llamaron de rutina.

–¿Por qué hace cirugías doctor?

Le expliqué claramente cada cirugía y cómo administraba los medicamentos para las enfermedades más frecuentes. Me hicieron muchas preguntas más y todo parecía estar en calma. Pasó un rato y fue cuando uno de ellos me dijo:

–Muy bien, doctor, ahora le toca preguntar a usted.

–¿De dónde vienen?

–De una Galaxia a quince años luz de aquí.

–¿Cómo viajan?

–Usamos los gusanos del tiempo.

Me quedé callado un momento pensando qué más preguntar.

–¿Se han llevado gente de aquí a su planeta?

–Sí, pero tenemos muchos problemas con eso, en un tiempo corto mueren. Nosotros no tenemos un sol brillante como el de ustedes, es por eso que tomamos vitaminas de sus rayos solares.

–¿Ustedes no tienen un sol?

–Sí, pero es negro, se apagó hace muchos años, por eso nuestros ojos tienen rayos de luz para ver en la oscuridad.

–¿Por eso salen de noche y de día duermen?    

–No, no dormimos, sólo descansamos. No más preguntas, doctor, eso es todo, puede usted irse. Le voy a enseñar cómo somos para que no nos olvide. Pronto nos vamos a ir, pero lo invito a venir a mi planeta.

–Gracias, pero creo que soy más útil aquí en la Tierra.

Qué ser tan raro, medía casi dos metros, ojos redondos y con luz, su piel se veía dura como si fuera una corteza de árbol; tenía cinco dedos largos, uñas grandes como garras y todo él era oscuro. El mismo ser que me condujo al ovni, me acompañó a la salida de la casa. Regresé caminando a mi cuarto, vi el reloj y eran las dos de la madrugada. No tenía sueño después de lo que había vivido esa noche. Tenía que descansar. No supe a qué hora me quedé dormido, la alarma del reloj me despertó, me bañé y bajé a desayunar. Cuando me vio doña Juanita, me preguntó:

–Doctor, platíqueme, ¿cómo son los extraterrestres?

–Son feos, Juanita, pero, ¿cómo supo usted que me llevaron?

–Porque, aunque el ovni no hace ruido, las luces brillan mucho, por eso vi cuando lo subieron, ¿qué le hicieron?

–Nada, Juanita, sólo me hicieron muchas preguntas y me dijeron que pronto se van a ir.

–¡Qué bueno! Porque como usted puede ver, esto ya parece un pueblo fantasma, casi no hay gente por el miedo.

Fui a platicar nuevamente con el director y le comenté lo sucedido. El doctor Gutiérrez me dijo que le sorprendía mi valentía y le dio gusto saber que pronto los extraterrestres dejarían el pueblo.

Por la noche abrí mi ventana sin ningún temor, las luces se veían con gran actividad, salían y entraban de la casona amarilla. Transcurrieron tres días. A la noche siguiente con la ventana abierta, empecé a leer. De pronto, entró la luz amarilla y con ella, el ser que tenía el brazalete en el brazo y que me había interrogado.

̶ Doctor, vengo a despedirme y a decirle que, si viene con nosotros, yo lo cuidaría de lo que pudiera hacerle mal.

̶ Gracias, contesté, pero aquí hago falta y no quiero arriesgarme a morir como las otras personas que se han llevado.

̶ Regresaremos dentro de veinte años, tiempo de ustedes, lo buscaremos entonces, doctor.

Estiró el brazo y me dio una barra de metal de unos cinco centímetros, con una argolla, como si fuera un llavero, y entonces me dijo:

–Llévela siempre con usted, así veremos que se encuentra bien y a nuestro regreso, podremos encontrarlo.

Dicho esto, se marchó.

La barra de metal tiene unos grabados muy raros, observándola bien, parece un sistema solar. ¿Será la ubicación de su planeta?.

Han pasado 15 años desde entonces. El llavero está junto a las llaves de mi auto, y yo, sigo esperando su regreso.


Photo by Konstantin Finyuk

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