Basta con que un hombre odie a otro
para que el odio vaya corriendo hasta
la humanidad entera
Despierto por los ruidos que vienen de afuera. Un gran estruendo. Llueve y relampaguea. Me levanto y llego a la gran escalera de piedra que desciende serpenteando. Bajo y escucho el golpeteo de las contraventanas por el aire exterior que se cuela. Los relámpagos no cesan. Ya estoy en el piso inferior, parado sobre la alfombra y alcanzo a ver entre las sombras los grandes muebles de caoba y la lámpara de araña en hierro. Parece que me he quedado sin luz, por la lluvia. Cuando la luz inunda la sala distingo también los oleos enmarcados en dorado antiguo, los espejos, los tibores de cerámica y los helechos distribuidos por la habitación. Me dirijo a la puerta principal, cerrada con la gruesa tranca de madera. La puerta tiembla con el empuje del viento y los relámpagos. Todo cruje. Escucho ruidos en la puerta, como si alguien estuviera allá afuera. Recorro la trabe de madera lentamente hasta quitarla. Abro la puerta, luchando contra las ráfagas de viento, que la empujan hacia mí.
Afuera todo es confusión. La lluvia cae pesadamente. El viento arrastra hojas y ramas. La gran luna, ahora rojiza, está parcialmente cubierta por las nubes y tras de ellas, los relámpagos explotan y se extienden por todo el cielo.
Bajo la mirada y encuentro frente a mí y sobre el suelo, un cuerpo empapado y encogido ¿Quién puede ser? Inmediatamente mis sentidos se ponen en alerta. Me agacho un poco para poder tocar el cuerpo y girarlo. Ahora puedo ver el rostro de un hombre joven, con los cabellos revueltos y escurriendo agua. No lo conozco. Miro hacia ambos lados y no veo a nadie más. Es hermoso, parece un ángel herido. Inmediatamente siento la necesidad de ayudarle, de protegerlo. Quiero saber que le ha pasado. Si, solo puede ser un ángel.
Lo arrastro de los hombros y lo llevo al interior. Cierro la puerta con dificultad y paso la trabe. Busco una toalla y lo seco le seco el rostro y el pelo empapado. Regreso y le quito la manga para lluvia que lo cubre. El torso está húmedo. Los pantalones están mojados. Ya he puesto mis dedos sobre su cuello para percibir su pulso. Es débil, pero es seguro que vive. No parece estar herido. Lo cargo con dificultad a una habitación del piso de abajo. Lo dejo sobre una cama, lo arropo y salgo. Regreso a la cama a tratar de dormir. Mañana podré saber más sobre mi huésped involuntario. Afuera la tormenta continúa.
Otro día amanece. El día es brillante, pero aún se siente frío. Me dirijo a la habitación donde duerme el extraño. Entro con sigilo y me percato de que aún duerme. Me acerco y le toco un hombro, llamándole. Con esfuerzo gira la cabeza y abre los ojos. No alcanza a emitir palabra, pero su rostro ahora es sereno. Voy a la cocina y preparo algo de comer: unas rebanadas de pan negro, mantequilla, unas lonchas de jamón y café endulzado. Regreso con una charola y la coloco en la mesilla de noche. Le ofrezco la comida. Come algo, pero su cansancio es mayor que su hambre. No profiere palabra, pero me sonríe y eso me ilumina. Se gira y vuelve a cerrar los ojos. Lo dejo dormir.
Realizo mis tareas del día a día, dejándolo descansar. Por la tarde, le traigo nuevamente algunos alimentos. Acepta comerlos, pero no dice nada. Solo me mira con unos ojos enterrados en el rostro, donde alcanzo a ver agradecimiento, pero hay miedo aún. Me pregunto quién es este extraño ser a quien he recibido en mi casa y porqué está en ese estado. Lo dejo descansar y cierro la puerta de la habitación. Pronto oscurece. Cuando estoy sentado en la sala, me percato de unas luces que parecen moverse hacia la casa. Poco a poco se hacen más claras: es una turba que con antorchas se dirige hacia aquí. Cierro la cortina. Me quedo parado a un lado de la ventana, viéndolos acercarse. Empiezo a sentir un temor que crece dentro de mí. Me doy cuenta de que esa visita tiene que ver con el extraño ángel que he alojado en casa.
En poco tiempo, están en el porche. Por las voces me doy cuenta que son muchos. Hablan, vociferan entre sí. Oigo fuertes golpes en la puerta y el corazón me brinca dentro del pecho. No abro. Solo escucho. Alguien grita desde fuera: “Sabemos que está adentro, entrégalo y no habrá problemas”. No me equivocaba, lo quieren a él. Miro por una ranura entre el marco de la ventana y la cortina. Son muchos, traen consigo antorchas, pero también machetes y algunos solo cargan palos. Me armo de valor y grito desde dentro: “No sé a quién buscan. Aquí solo me encuentro yo. ¡Es mejor que se vayan!”. Se oyen voces y gritos afuera. Temo por mi seguridad, pero no puedo entregarlo. En ese momento me doy cuenta de que el ángel está parado a unos metros de mí, envuelto en una frazada. Tiene una expresión de terror. Me mira un instante y por fin dice: “Me quieren a mí”.
Le contesto que no lo entregaré y lo jalo hacia el interior. Lo llevo al sillón de la sala y le pido que se mantenga calmado. “Por qué te buscan? ¿Qué quieren de ti?”. El agacha la cabeza. Solo alcanza a decirme: “Viejas rencillas, odios inexplicables”. Afuera, el ruido de la turba enfurecida aumenta. El tono de los visitantes crece. Se convierte de un rumor indefinido en un manojo de vociferaciones. Me inquieto. Siento la boca seca y mi corazón late más rápido. Veo que a mi acompañante le tiemplan las piernas y hace un rictus que denota temor. De repente, oímos un golpazo en la ventana: han lanzado piedras y con ellas, han perforado el cristal. Estamos perdidos. Lo tomo de los hombros y lo jalo hacia las escaleras. Ambos subimos con dificultad, llegando al descanso de la escalera. Desde ahí observo la escena completa: Han roto el resto del vidrio y dos hombres empiezan a entrar a la casa, ayudados por el resto. Lo siguiente será que ellos mismos quiten la tranca y abran la puerta de par en par. Tiemblo. Apuro al extraño y nos encerramos en mi recamara. En mi puerta de grueso roble no hay una tranca, pero si una cerradura grande y fuerte con un pestillo largo. Lo paso de lado a lado y nos vamos hacia la cama. Trato de calmarlo, pero creo que ambos estamos muy descontrolados ya. Son muchos y nosotros solo dos. Están armados y tienen el fuego de las antorchas. Llevamos las de perder. Ya están fuera del cuarto, pegan con los puños sobre la puerta. El ambiente es confuso. Mi protegido y yo estamos acurrucados sobre el suelo, en una esquina sin saber qué hacer. Desde afuera oigo sus voces: “¡Entrégalo, no podrá escapar!, ¡Salgan ya!”. El extraño esta encogido en sí mismo. Tiembla. Le pido que se tranquilice, le abrazo y siento que tiembla. Me dirijo al armario de mi cuarto. Abro ambas puertas y busco en la repisa superior.
Abro la puerta de mi habitación, con mi rifle cargado bajo mi brazo. Tomo el arma y la dirijo a la turba. “Nadie va a entrar aquí, fuera de mi casa”, alcanzo a decir con voz entrecortada. Mi boca está seca y veo un poco borroso el panorama frente a mí. El grupo que está afuera me mira con sorpresa y recula. Lentamente dan unos pasos hacia atrás. En sus caras hay odio. Sus caras están deformadas por la ira. Han dejado afuera las antorchas, solo portan machetes y palos. El ser se incorpora y se queda sentado en el suelo. El primero de los agresores, se adelanta y me amenaza con el machete que trae en mano, dando gritos. Le apunto y cuando brinca hacia mí, le disparo directamente. Cae extendido sobre el piso. La sangre hace un gran charco alrededor del recién caído. El grupo vocifera cosas inteligibles y avanza un poco más hacia adentro del cuarto. Yo echo para atrás, cubriendo a ese ser indefenso. Volteo a verlo y entonces me percato de que una de sus extremidades ha desaparecido, simplemente se desvaneció. Instintivamente volteo cuando un segundo agresor se me acerca, armado. Le doy un tiro en la frente, certero, y cae. Primero, la turba emite una exclamación al ver el cuerpo, después se envalentona y me mira con odio. Un nuevo atacante se acerca…
Cada vez que disparo a uno de ellos y cae muerto, una parte del cuerpo del extraño se esfuma, desaparece: primero un brazo, después una pierna, la cabeza, el tórax. Finalmente desaparece totalmente frente la mirada incrédula del resto del grupo. Yo mismo no entiendo que pasa, pero me mantengo firme, rifle en mano. Se oyen murmullos. No es fácil asimilar algo así: el extraño ha desaparecido con cada tiro de mi arma. Hablan entre sí, con expresiones de asombro. Yo vuelvo a dirigir mi rifle contra ellos, retándolos.
Alguien, grita a todos: “¡Vámonos!”. El grupo obedece sin chistar. Frente a mi sorpresa, empiezan a moverse lentamente. Van bajando las escaleras mascullando expresiones raras. Nadie sabe que pasó. Sobre el piso y al fondo de la habitación yace la manta con que se cubría el extraño ángel: un pantalón viejo y roído y una camisa en las mismas condiciones. Nada más.
Luis G Torres nació en la CDMX, hoy avecindado en Cuernavaca Morelos desde hace años. Es egresado de la Escuela de Escritores Ricardo Garibay, de Morelos. Ha participado en cursos y talleres de cuento con Frida Varinia, Daniel Zetina, Miguel Lupián, Alexander Devenir, Gerardo H. Porcayo, Roberto Abad, Efraim Blanco y otros. Ha publicado en una treintena de revistas electrónicas. Otros cuentos están incluidos en antologías nacionales y latinoamericanas. En 2021 publico en INFINITA su primer libro: Pequeños Paraísos perdidos, y el año de 2022 Sin Pagar boleto, cuentos y narraciones de viajes por México. En febrero del 2023 presentó su tercer libro de cuentos INQUIETANTE, bajo el sello de Infinita. En enero de 2024 presentó su más reciente libro de cuentos, titulado OMINOSO (En editorial Lengua de Diablo). Colabora activamente en la revista LETRAS INSOMNES.