Acorralados

Un grupo de niños y jóvenes corren en la milpa, esquivando las plantas de maíz, ya secas. Los surcos se desbaratan con el fuerte pisar de los jóvenes. El sol es un disco ardiente en el cenit, que todo parece quemar.

En las caras de los que corren se refleja un terror intenso. Huyen chocando unos con otros, trastabillando sobre la tierra floja y tratando de asirse a las secas matas de maíz. Lo hacen con la boca abierta, tragando aire y polvo. Se oyen expresiones de algunos, apurando al grupo:

-¡Huyan, no se detengan!

-¡Cuidado, se están acercando!

Un buen tramo atrás de ellos, los perseguidores se dispersan para abarcarlos por diferentes flancos. Son hombres acostumbrados a cazar presas sin descanso ni piedad alguna. Algunos portan machetes, otros, palos o cinchos. Son hombres maduros, ataviados con botas y sombreros. Sudan copiosamente.

Los más pequeños se quedan atrás. Eustoquio los apura:

-¡No se queden atrás!, ¡Cirilo, ayúdame a cargar a los pequeños!

El aludido se detiene y con cara de fastidio carga a un pequeño en brazos y continúa corriendo. El líder, que es Eustaquio, levanta en brazos a una pequeña que está cubierta de polvo, mocosa y despeinada. La persecución parece no tener fin.

El sol arrecia. Todos están sudando, jadean y tropiezan.

Los captores ya han abierto filas, adelantándose a los jóvenes, para cerrarles el paso. Una imagen desde arriba mostraría que se está formando un círculo alrededor de ellos, que casi se cierra.

Quien dirige la captura grita con voz fuerte y clara:

-¡Todos, a mi señal!

Se oyen balbuceos y afirmaciones entrecortadas. Nadie se detiene, aunque ya el cansancio está haciendo mella en los captores igual que en los jóvenes que tratan de escapar.

Otro pequeño cae al suelo. Su carita casi se sumerge en la tierra floja del surco. Se levanta, pero queda con las rodillas enterradas en la tierra, llorando. Mira a sus compañeros pasar, pero ya no puede seguirles el paso. Eustaquio baja a la niña que traía en brazos y se la entrega a un compañero. Se acerca al pequeño recién caído, lo sacude un poco con la mano abierta y se lo echa a la espalda. Cargándolo, vuelve a retomar la carrera.

Los hombres los han rodeado por completo. Los jóvenes se detienen, están en un grupo al centro, cubriendo a los pequeños. Todos tienen expresiones de pavor. A la señal de uno de ellos, los hombres prenden unas antorchas que traen en sus bolsas de lona. El jefe da un grito y baja el brazo desde arriba de su cabeza hasta la posición más baja que puede, como si diera inicio a una carrera de caballos. Los hombres arrojan las antorchas sobre las sequísimas plantas de maíz, que en un instante arden. Se forma un círculo de fuego, que desprende rápidamente lenguas rojas y columnas de negro humo.

Los perseguidos están muy juntos uno de otro. Miran al fuego a su alrededor, pero no se mueven ni dicen nada. Su cara denota esa expresión de quien sabe que el final está cerca y no hay nada que hacer. El fuego avanza desde el exterior del círculo, en dirección al grupo que se mantiene abrazado e inmóvil. Ya sienten muy de cerca el penetrante olor del humo y perciben el calor de las llamas.

Entonces sucede lo impensable: empiezan a caer grandes goterones de agua. Los atónitos muchachos miran hacia arriba. El cielo está lanzándoles una tupida lluvia, que inmediatamente empieza a sofocar el fuego. Los hombres que esperaban con toda confianza el final de los muchachos, están absortos.

Los pequeños están empapados, pero sus caras son de felicidad. Sin dejar de abrazarse, observan el fuego extinguirse. Miran al cielo y abren la boca para que la lluvia corra fresca y deliciosa por sus bocas sedientas. Unas columnas del negro humo que produce el agua apagando el fuego, suben rápidamente al cielo. Todo está empapado.

Los rufianes no pueden creer lo que ven. Miran fuera del perímetro que marcaban las llamas y no hay lluvia. Todo se miran sorprendidos. Uno de ellos se hinca y se quita el sobrero, colocándolo sobre el pecho. Otros lo imitan.

Los niños empiezan a saltar de gusto sobre los charcos de agua. Sus caras irradian felicidad. Juntan con sus manitas agua y la lanzan al frente o sobre sus caras. Se oye el grito del líder que dice:

-¡Vámonos!

Todos obedecen sin rechistar. Caminan uno tras de otro, el sombrero en mano y con la cabeza gacha. Los recién salvados los miran irse. Entonces, del cielo empiezan a caer un gran número de brillantes pescados. Caen con fuerza sobre el suelo lodoso y todos se entusiasman. Empiezan a recogerlos y los abrazan, como tesoros venidos del cielo. 

1 comentario

  1. Estimado Luis, !que sofoco!, cuánta angustia sentí en pocos segundos. Y luego sentí la frescura de las gotas de lluvia. Pero más sentí la magia de tu escritura. Muchas felicidades!!!

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