Abiertos

Dos jóvenes decidieron verse por primera vez en el Café Puntada. Cuando ella llegó, él la esperaba puntualmente en una de las mesas. Se saludaron con un abrazo amistoso y comenzaron a platicar.

– Hey, perdón por llegar tarde – dijo apenada. Nunca había venido aquí y medio me perdí.

– No te preocupes, llevaba poco – dijo sonriente. ¿Qué te parece si vamos a pedir?

– Va, ¿qué me recomiendas?

– Un merthio-latte. Están buenísimos.

Después de ordenar volvieron a la mesa, cada uno con su respectiva taza de café; el líquido era rojizo y la espesa espuma que bordeaba las tazas tenía forma: la de ella de corazón, la de él de curita.

– Wow, mis respetos para el barista – dijo sorprendida mientras veía detenidamente la taza-. ¿Cómo le habrá hecho para hacerle los agujeritos al curita?

– Creo que con agujas.

– ¿Neta? ¿Tú crees?

– Sí. Los puntos se ven más delgados que el grueso de un palillo de dientes.

– Tiene sentido. El arte del mío es muy tradicional – comentó mientras sonreía en señal de broma-. ¿Qué te parece si te cambio mi corazón?

El enmudeció. Dio un trago al café para amortiguar el silencio. La conversación había llegado a un punto muerto: ella se dio cuenta. Comenzó a pensar que su broma le sentó mal, que quizá la malinterpretó; y si bien no debía explicación alguna, sentía la necesidad de recobrar la apertura que había antes.

– ¿Tienes alguna cicatriz? ¿De cuántos puntos? – preguntó abruptamente.

– ¿A qué viene eso? – dijo muy sorprendido. El comentario lo tomó por sorpresa: no pudo ocultarlo; su mano tembló al dejar la taza sobre la mesa-.

– Ah pues mira – levantó el dedo índice y expresó-. El café se llama puntada, pedimos un merthio-latte, usan agujas para hacer el dibujo de la espuma. Así que se me ocurrió preguntarte si alguna vez te habías abierto. Ya sabes… para conocernos un poquito más.

No obtuvo respuesta. El rostro del joven se veía más serio que antes, incluso pálido. Ella decidió tomar la iniciativa ante el silencio cortante.

– Bueno, yo empiezo – dijo en tono optimista y abrió lentamente la conversación-. Cuando éramos chicos mis padres nos llevaban a mi hermano y a mí muy seguido de excursión. Solíamos visitar todo tipo de paisajes: montañas, colinas, playas, praderas, etc. Tú nombra el lugar y yo probablemente estuve allí. Pues, resulta que en uno de nuestros paseos visitamos unas colinas que están fuera de la ciudad, sí…sí, así como te las estás imaginando eran: las clásicas montañitas verdes llenas de pasto; donde uno piensa que puede dormir a gusto de tan acolchonado que se ve. Total, mi hermano y yo correteábamos mientras nuestros padres armaban la casa de acampar; en eso, a mi hermano se le ocurre jugar a ser troncos, ya sabes: rodar cuesta abajo en posición horizontal. Comenzamos el descenso y oh sorpresa, debajo de la llanura una piedra filosa rozó mi rodilla, iba girando tan rápido que ni la sentí; solo que, al pararme, la sangre me llegaba hasta el tobillo. Se acabó la diversión: nuestros padres nos metieron al carro y derechito al hospital. Seis puntadas me dieron. Tu turno – sentenció en un corte.

La mente del joven se nubló, muchos pensamientos lo cuarteaban. «¿Cómo le digo? ¿cómo le digo que albergo un corazón ajeno debajo de esta cicatriz de sesenta puntadas? Qué la realidad que vivo me fue dada como el tiempo aire que se le da a un teléfono celular sin crédito. No puedo contarle lo frágil que fue mi corazón desde el día que nací; lo previsto que estaba mi fecha de caducidad; lo angustioso que fue esperar por un donador; y lo interminable que parecían los días que pasé recuperándome en esa incolora e insoportable habitación. No, no puedo…abrirme así».

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