Era una tarde fría de noviembre. El viento arrastraba hojas secas por la banqueta del antiguo barrio del centro, y nosotros esperábamos, de pie, impacientes, la llegada del sacerdote. Vendría a realizar el exorcismo en la casa de mis tías. Desde la muerte de Mary, la más joven; Lupita, la mayor, había sido trasladada a una estancia para adultos, para no quedarse sola, sobre todo después de los extraños sucesos que habían ocurrido allí.
Cuando el sacerdote llegó, quitaron la cadena de la puerta y entramos. El sonido del candado se oyó seco, metálico, como si algo se quebrara por dentro. El aire espeso, nos recibió con olor a polvo viejo, cucarachas muertas y humedad rancia. Apenas pude respirar. Al avanzar por el pasillo, me golpeó un tufo agrio, mezcla de cebolla y ajo podrido. Rezongué, cubriéndome la nariz.
—Es por los menjunjes —explicó, Naye, la cuidadora—. Los pusieron debajo de las camas, dizque para espantar los malos espíritus.
—Saca todo y tíralo —le ordené, sin pensarlo.
El eco de mis palabras se perdió entre las paredes.
Cuando mis hermanos, Roberto y Laura, preguntaron quién iría a la bendición de la casa de las tías, un silencio incómodo nos envolvió. Nadie quiso hablar. Al final fuimos los tres y Naye.
La sala principal nos recibió con un frío distinto, profundo. Los muebles estilo victoriano estaban cubiertos con sábanas amarillentas que colgaban como mortajas. La coqueta con su espejo roto, reflejaba imágenes distorsionadas. El sacerdote se detuvo y formamos un círculo.
Mientras manipulaba su móvil, preguntó si la casa había sido bendecida antes. Nadie supo responder. Entonces pidió saber por qué deseábamos hacerlo ahora. Todos nos miramos, expectantes, como si cualquiera de nosotros temiera pronunciar lo que de verdad pensaba.
La primera en hablar fue Nayhelli. Se acomodó el suéter y dijo que ella coordinaba al “personal de servicio”: la señora del aseo y las cuidadoras de los distintos turnos. De cinco quedaban solo dos. Las otras habían renunciado. “Por miedo”, dijo.
El sacerdote arqueó las cejas.
—Explíquese.
Nayhelli tomó aire y empezó su relato:
—Esa semana me tocó cubrir todos los turnos de noche, porque mi hijo vino del norte y quería pasar el día con él. No me preocupaba… las hermanitas Lupita y Mary —de setenta y cinco y setenta y dos años— dormían profundo después de tomar sus gotas de CBD. Toda la casa quedaba en silencio. Pero la segunda noche… —hizo una pausa breve— el teléfono fijo comenzó a sonar.
La mujer bajó la voz, como si el recuerdo le oprimiera la garganta.
—Tenía órdenes de contestar siempre, porque era el único medio de comunicación. Me levanté y fui a la sala. Cuando tomé el auricular, estaba caliente. No le di importancia. Dije “bueno… bueno…”, pero lo único que escuché fue una respiración horrible, como de alguien que no podía llenarse los pulmones. Colgué.
El sacerdote la observaba sin pestañear.
—A la media hora volvió a sonar —continuó Nayhelli—. Me levanté de mala gana… y fue lo mismo. Toda la noche. El maldito teléfono sonó hasta que la señorita Lupita me dijo: “Tate quieta… yo iré.”
La acompañé, pero apenas llegamos, me corrió: “Vete pa’l cuarto.” Me quedé en el pasillo, escuchando.
—¿Qué quieres? —le oí decir.
Hubo un silencio.
—Mira, mira… pos ¿cuándo te dije eso? ¿Tas loco o qué?
Otro silencio, más largo.
—Ven si quieres… ya sabes cómo serás recibido, maldito.
Dicho esto, Lupita arrojó el teléfono al suelo. Las piezas del auricular se separaron y rodaron hasta mis pies. Lo recogí temblando y las coloqué sobre la mesita lateral. Luego nos fuimos a acostar, pero no pude pegar un ojo.
La noche siguiente, el teléfono ya estaba otra vez en su lugar, sin daño alguno. Cuando volvió a sonar, la respiración seguía ahí, igual de asquerosa, más húmeda, más cerca. Esta vez la bocina caliente me quemó la oreja. Grité. Lupita, furiosa, ordenó dejarlo sonar hasta que reventara. El tormento terminó pasadas las tres de la mañana.
La tercera noche, temblando, doña Lupita me dijo:
—Corta los cables.
Fui a la cocina, revolví los cajones y encontré un cuchillo filoso. Me acerqué al aparato, sujeté los cables con una mano. Sentí una descarga que me quemó la piel; solté el cuchillo, que cayó de punta sobre mi pie. El grito se me ahogó en la garganta. Lo arranqué de la herida y, con rabia, empecé a desfibrar los cables. Las hebras se pegaron a mis dedos como si tuvieran vida. Chispearon, se retorcieron. Y cuando al fin los corté, el teléfono estalló en una llamarada que prendió la manta del suelo.
Corrí por el agua de las flores de la Virgen y la arrojé sobre el fuego, que siseó como si respirara. Después cubrí el aparato con una cobija hasta que se apagó.
—¿Y después? —preguntó el sacerdote.
—Después —respondió Nayhelli—, al día siguiente el teléfono estaba otra vez nuevo. Sin un rasguño.
El cura palideció, pero no dijo nada.
La cuarta noche, cuando volvió a sonar, Lupita se levantó bramando: ]
—¡Maldito teléfono! Yo iré.
La oí gritar insultos, y al llegar a la sala la vi estrellar el auricular contra el espejo de la coqueta. Lo que reflejó el espejo, por un segundo, no fue su rostro, sino una sombra detrás de ella. La abracé, temblando.
—¿Me vas a contar quién es? —le pregunté.
—No es nadie —dijo.
La llevé a la cama. Rezó el rosario con voz temblorosa. Primero susurraba, luego murmuraba más fuerte, y terminó gritándome que rezara con ella. Mary dormía profundamente.
Rezamos juntas, una y otra vez, hasta que el sonido de la puerta principal nos hizo callar.
Alguien había entrado.
Los pasos resonaron por el pasillo, lentos, pesados. Abrieron cajones en la cocina, los cerraron. Luego avanzaron hacia el cuarto del fondo. El silencio duró unos segundos, apenas los suficientes para que el miedo se hiciera carne.
Y los pasos regresaron, despacio, hasta detenerse frente a nuestra puerta.
Por debajo vi una sombra. Los pies.
No sé si eran humanos.
—¡Reza! —me gritó Lupita— ¡Más fuerte!
Y recé, hasta que los rezos se convirtieron en gritos.
Los pasos se alejaron, pero la puerta principal nunca volvió a abrirse.
Nos dormimos con los ojos abiertos.
El sacerdote escuchaba en silencio. Ni siquiera parpadeaba.
Cuando Nayhelli terminó su relato, él soltó un suspiro profundo, como si el peso de algo invisible le hubiera caído sobre los hombros. Entonces guardó el móvil, se persignó y pidió:
—Traigan un balde con agua, sal entera… y algunas flores naturales de tallo largo.
Naye obedeció. El sonido del balde arrastrándose por el suelo resonó hueco, metálico, como dentro de una cueva.
Así comenzó el sacerdote el ritual de exorcismo. Sostenía una pequeña Biblia en una mano mientras consultaba el móvil en la otra —quizá buscaba algo que confirmara sus sospechas—. Su voz: grave y pausada, comenzó a llenar la casa.
“Oh Dios, que separaste la luz de las tinieblas, aparta de este lugar toda sombra y toda presencia que no provenga de ti. Bendice esta agua y esta sal, para que donde sean rociadas, desaparezca todo poder del enemigo y reine la paz del espíritu. Que ningún espíritu impuro se atreva a permanecer donde caigan estas gotas consagradas.”
El aire se espesó. Un olor a humedad y a vela apagada nos envolvió. El sacerdote trazó la cruz sobre el balde de agua y la sal de grano.
“En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo —añadió—, que este hogar quede libre de oscuridad y engaño.”
El agua burbujeó suavemente, como si respondiera.
Entonces comenzó la procesión. El cura avanzó por los pasillos, esparciendo la sal y rociando agua bendita con una azucena.
“¡Jesucristo, inca al pie de tu cruz y amarra con fuerza a Satanás!” —clamaba.
La voz retumbaba en las paredes, y cada gota que caía parecía chispear en el aire.
Entramos en la cocina. Sobre la mesa había un par de tazas vacías, frías, y una bolsa de arroz desparramada. El agua bendita salpicó los objetos y el suelo, el ambiente se tornó más denso, como si la casa contuviera la respiración.
Salimos al patio. La humedad se sentía pegajosa. Avanzamos hasta el cuarto del fondo. Allí, el aire estaba helado.
Fue entonces cuando recordé el día en que llegué de la escuela y escuché a mi madre contar, con la voz quebrada, cómo había encontrado a mis tías —y a la vecina, doña Carlota— tiradas en el piso, inconscientes, enterradas en ropa sucia, de heces, de horror. Dijeron que fue un asalto. Pero nunca hubo ladrones.
Me detuve, incapaz de seguir al grupo.
Un zumbido me llenaba los oídos, como si la casa me recordara algo. Mis pies me llevaron solos hacia la puerta principal. Desde allí, vi al sacerdote y a los demás subir al piso superior.
Al mirar una ventana, vi —o creí ver— una silueta blanca. Una mujer sentada.
Mi abuela Amalia, con su camisón largo, el cabello blanco cayendo como una cortina. Su hija detrás de ella, peinándola lentamente, hablándole sin esperar respuesta. El mismo cuadro que tantas veces vi de niña.
Parpadeé, y la figura se desvaneció.
Me quedé quieta, pero los recuerdos siguieron. Me vi escondida detrás del ropero, conteniendo la respiración, escuchando a tía Eugenia buscarme, fastidiada, y marcharse sin hallarme. Yo curioseaba entre los perfumes, las cremas, las fotografías amarillentas de hombres sonrientes, pretendientes perdidos que mis tías guardaban como reliquias de lo que nunca fue. Cuatro mujeres envejeciendo en una casa que se negaba a morir, cuidando a sus padres hasta el último día, mientras mi madre —la más pequeña de las hermanas— se llenaba de hijos al lado de su esposo. Desde entonces yo sabía, aunque nadie lo dijera, que en el fondo mis tías nos guardaban cierto rencor: por la vida que no vivieron, por los hijos que no tuvieron, por la risa de niños ajenos que llenaba las paredes que para ellas solo guardaban ecos.
Desde el piso superior bajaba el murmullo de los rezos. Migajas de sal caían como nieve por la escalera.
El grupo descendió. El sacerdote colocó sobre la mesa los restos del agua, sal y una azucena decapitada.
—Esperen una semana antes de limpiar la casa —dijo—. La sal y el agua deben permanecer. No limpien las paredes ni las esquinas. Quien quiera puede llevarse el resto de sal y agua bendita.
Nadie lo hizo. Los recipientes quedaron allí, abandonados en la penumbra del comedor.
Pasaron tres meses.
Volví a la casa, ahora vacía, para encontrarme con Nayhelli. La última de las tías, Lupita, había muerto, y era hora de preparar el lugar para la venta.
Cuando llegué, ella ya me esperaba afuera.
—¿Cómo estás, Nayhelli? —le pregunté.
—Más tranquila —me dijo bajito, como si temiera que alguien más escuchara.
—¿Por qué más tranquila?
Se sentó en la banqueta y me hizo señas de que me acercara. Miró a ambos lados, y solo entonces empezó a hablar:
—He de contarle lo que pasó en la casa de descanso la misma noche en que se nos fue Lupita.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda, pero asentí.
—Estaba con ella, junto a su cama. Le rezaba el rosario para que se durmiera. Parecía un pajarito dormido. Entonces sonó el teléfono de la oficina, allá afuera. Ese teléfono casi nunca suena. Lupita abrió los ojos, esos ojitos velados, y me miró raro. Yo creo que ya no veía nada. Se quedó escuchando el timbre. Nadie lo atendía.
La voz de Nayhelli bajó casi a un susurro.
—“Naye, ve a contestar el teléfono”, me dijo.
Yo le respondí: “No, señorita, ese teléfono no es suyo.”
Pero insistió, más dulce: “Anda, reina, ve y contesta.”
Yo me reí, nerviosa. “Ándele, ahora me anda con piropos para que conteste… ya le dije que no estamos en su casa, así que se me queda tranquilita.”
Entonces, Lupita sonrió. Una sonrisa extraña, torcida, con algo de burla.
—Ve y dile —susurró— que vinieron mi mamá y mi papá por mí. Dile que ya me voy… ah, y dile también que perdió. Que no pudo llevarse… ni mi sombra.
Y se rió.
Pero, esa risa… no era suya.
Después, se quedó quieta.
Muy quieta.
El timbre del teléfono se apagó al mismo tiempo.
Desde entonces, cada vez que escucho un timbre en la madrugada, aunque sea de un celular, me late el corazón con fuerza, como si el sonido viniera de otra parte.
Como si no se hubiera terminado.

Amparo Ramírez. Nació en Agusacalientes, Ags. Carrera universitaria Lic. En Contaduría Pública. Especialización en Sistemas de Calidad. Empresaria.
Géneros literarios favoritos: Narrativa, poético y dramático
Escritora por distracción, escribo lo que sea, incluyendo temas de crecimiento humano y espiritual (no religioso).