Enigmas

Mi permanencia en este lugar se agota. Los días, horas, instantes han transcurrido muy rápido. Es tarde. Estoy en la casa de uno de mis tíos, ellos decidieron continuar su vida sin salir del pueblo. Ahora son ancianos y solos. Sus hijos, al igual que yo, también migraron a la ciudad.   

El calor agobiante de la habitación, como buen casero, me invita a salir y respirar el crepuscular viento fresco. Salgo de casa sin olvidar la llave de la puerta. Cruzo dos calles y aprecio las banquetas limpias, sin carros estacionados fuera de las casas. La calle principal, empedrada y con tierra suelta, conduce al centro del pueblo que está iluminado con luz blanca amarillenta que emana de las lámparas encendidas en los postes; cientos de insectos coleópteros y palomillas son atraídos y revolotean a su alrededor. En lo más alto se advierte el tenue brillo de las estrellas.

 Continúo mi lenta caminata. Me detengo al llegar a la casa de mis padrinos; ambos murieron. No tuvieron hijos. El lugar es un paraje solo y abandonado. Me da la bienvenida el viejo portón de madera apolillada. Mi papá me contó que ese portón,  en algún día fue una obra de arte. Lo hicieron del tronco del cedro rojo, un enorme y frondoso árbol añejo traído de uno de los pueblos de la montaña. Costó cientos de pesos. Fue hecho por el mejor carpintero, reconocido y famoso por su habilidad para hacer portones de gruesos maderos. Él vivía en un poblado cercano, de allá lo trajo en carreta tirada por dos caballos.

Han pasado más de cien años. Ahora, la casona permanece abandonada con el portón sin llave, pero conserva candado y aldaba. Por el ojo de la cerradura se ve al interior. En el patio hay jardineras y una antigua y melancólica fuente de piedra de cantera rosa. Los vecinos cuentan que, a principios del siglo pasado, mucho antes que fuera comprada por mis padrinos, en esa casa vivió una joven pareja. Tenían una pequeña hija, siempre vestida de encajes de colores pastel, muy bien abrigada y cubierta de la cabeza con un gorrito rojo, del que sobresalían sus brillantes rizos dorados.

En la sala de la amplia estancia permanece colgada la foto de aquella familia integrada por el papá, un joven elegante y de buen porte; la mamá, joven y bella que dejaba escapar su virtuosidad, y la niña, tierna y delicada. La foto había sido tomada en el jardín, donde antaño paseaban animales que engalanaban los amplios espacios verdes; era común ver al venado macho con astas enormes entre pavorreales que paseaban parsimoniosos; imponían temor con sus nocturnos graznidos.

Parecía que reinaba la felicidad por todos los rincones. Nada más lejos de la realidad. Al poco tiempo, cuando la niña tenía quizá tres años, enfermó de disentería. Los esfuerzos de los médicos cercanos fueron insuficientes. La niña murió. A los tres meses posteriores al suceso, la mamá enfermó de viruela negra y corrió la misma mala suerte. Sus tumbas están al fondo del jardín, bajo la sombra de grandes cipreses. El papá, entristecido abandonó la casa, nadie supo de su paradero, ni de su destino, ni dónde terminó sus días. Nunca volvió.

La abuela contaba que la gente del pueblo veía a una mujer vestida de blanco, como un fantasma caminando sola, con la cabeza baja y aprisionando con ambas manos un pedazo de tela roja; al parecer era el gorrito de su niña que oprimía contra su pecho. Dicen que la escena era conmovedora. Las personas que la vieron pensaban en la llorona. ¡Pero, cómo pudieron haber dicho eso!, si el fantasma solo paseaba por la calle de enfrente a la vieja casona que respiraba desgracia. Los actuales vecinos dicen que es el fantasma de la señora sin marido, que lleva en el corazón a su pequeña muerta. Eso creo yo. Mis padrinos me lo contaron cuando yo apenas era un niño. Ellos habían adquirido esa casa que fue expropiada y subastada por el gobierno municipal.

Recordar la historia de esta casa me lleva a caminar de a poco hacia la otra esquina, esquina donde vivieron mis difuntos abuelos maternos. Se dedicaron a la compra y venta de granos y semillas. Mi afortunado abuelo acumuló una grandiosa fortuna por sus esfuerzos; se hizo dueño de la cuadra completa, ¡cuatro hectáreas de terreno! Construyó viviendas, viviendas que ahora son sitios comerciales del centro del pueblo. Todos mis tíos son herederos y ahí está el terreno de mi madre con sus árboles rodeados de un pausado arroyo que revive en época de lluvias.

Es noche. La nostalgia me invita a volver con mis tíos a su casa. La casa que me guarece y me da la tranquilidad que brota del pueblo en donde nací; la casa que me motiva a regresar, porque, algún día se ha de volver al lugar donde se nace.

1 comentario

  1. La descripción me llevó a imaginarme la escena de la mujer vestida de blanco posiblemente con el corazón de su hija en las manos.

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