Dos grandes nubes de forma aplanada tapaban al sol, el viento sopló y separó ambas nubes, haciendo aparecer al sol entre ellas, brillante y límpido. Los tres elementos semejaban a la distancia una gran concha marina abriéndose y dejando ver en su interior una enorme y brillante perla.
Papá y yo vimos esa escena desde el interior de la pick-up vieja y descolorida. Ambos hemos estado viajando por días en esta carretera, que parece ser lo único que desentona con el paisaje de arena, matorrales y piedras. A nuestro lado hay un gran cerro, cuyos cortes dejan ver la tierra, parda naranja por franjas.
No hemos parado mucho en estos últimos días. Papá dice que debemos dejar lo más pronto posible estas tierras y solo lo lograremos avanzando lo más rápido posible. Sé que en algún momento tendremos que parar a comer algo y a descansar. Atrás dejamos pueblos vacíos, donde la naturaleza ya tomó el control. En uno de ellos encontramos provisiones como latas sin etiquetas, velas y baterías para las lámparas, no más.
Cuando buscábamos entre muebles viejos y cajas de madera, encontramos un pequeño gato rayado. Sus ojos eran grises y su pelo estaba revuelto. Salió y me miró con esa carita inocente de cachorro. Me acerqué a él despacio y no huyó. Entonces lo cargué y lo abracé. Pude oír su ronroneo muy quedo, pero continuo. Papá me descubrió con el pequeño en brazos.
-¡Hijo, déjalo ahora mismo!
La orden de mi padre me hizo saltar, pero no bajé al gato.
-Es tan pequeño…-alcancé a decir. Y lo abracé contra mi pecho.
Papá me miró con ojos tristes, pero su voz era firme y decidida:
-¡Déjalo, no podemos llevarlo! Apenas tenemos comida para nosotros. ¿Cómo podríamos mantenerlo vivo?
-Yo le daré de mi ración -protesté.
Su expresión lo dijo todo. Bajé despacio al gato y lo dejé sobre el suelo. Papá ya estaba saliendo del local. Empecé a caminar despacio, despidiéndome con la mirada del gatito. Él me miró extrañado y trató de seguirme. Tuve que hacer una seña para que se detuviera y cuando lo hizo, eché a correr. Tenía ganas de llorar, pero me aguanté.
Subimos los materiales encontrados a la cajuela de la camioneta y papá abrió la puerta de mi lado. Subí y me senté con los brazos cruzados, en señal de disgusto. El subió por la otra puerta y cerrándola me miró. Creí que me iba a regañar, pero en vez de eso, me echó una sonrisa y una mirada conciliadora. Arrancó la Dodgey retomamos la carretera.
Seguimos por varios kilómetros sin decir palabra. El sol ya estaba en el zenit y el calor arreciaba. Bajé un poco la ventanilla de mi lado y pegué la cabeza al cristal. Veía el monótono paisaje de arena y matorrales, pero pensaba en el pequeño que habíamos dejado atrás.
Todo lo que nos rodea parece estar abandonado, muerto. A los lados de la carretera a veces hay montones de cosas, tambos metálicos y basura como muebles, cajas de cartón, viejas macetas y más. La gran infección acabó con todo, bueno casi todo. Algunos sobrevivientes aun recorremos los caminos buscando una zona segura para volver a empezar.
Papá es muy tranquilo, pero sé que en su interior esta muy preocupado y tiene miedo, Miedo de que nos contagiemos de alguna forma, miedo de que los asaltantes nos atrapen y nos quiten la camioneta y lo poco que tenemos en ella.
Esa noche, nos detenemos en un paraje tranquilo a descansar un poco. Bebemos agua, mordisqueamos unos trozos de pan que aun guardamos y dormimos. Yo duermo más, porque sé que papá se quedará despierto un buen rato hasta que no pueda más y el sueño lo venza. Él siempre está cuidándome. Yo dormí muy bien y tuve sueños. Otra vez vi ese cielo negro, con pocas estrellas, en el que nadaban (o volaban) hermosos peces ángel color rosa y plateado. Movían sus colas y sus aletas casi transparentes y abrían y cerraban la boca, como bebiendo el cielo que les rodea. Fue un sueño feliz.
Desperté y papá ya estaba calentando agua para hacer una infusión. Después de beberla, acompañada de otro trozo de pan integral, recogimos todo y volvimos a la carretera. La mañana es caliente y luminosa. Seguimos algunos kilómetros por el camino. Nada nuevo.
Papá prendió la vieja radio y escuchamos una canción, probablemente una cantante negra acompañada de un grupo de Jazz. El sonido era poco claro, lleno de ruidos. En eso estábamos cuando papá puso su vista en la carretera y dio un fuerte frenón. Sali arrojado hacia al frente, pero alcancé a meter las dos manos para frenarme. Me papá solo preguntó si estaba bien. No contesté, pues estaba absorto viendo lo que estaba al frente de nosotros: una barricada hecha de viejos muebles, botes metálicos y alambre de púas nos cerraba el paso. No había nadie tras la barricada, o al menos no lo vimo.
En ese momento aparecieron tres figuras de la nada. Tres hombres con sombreros de fieltro y pistolas en mano. Al mirarlos un poco más cerca, pudimos observar sus rostros. Eran totalmente deformes. Tenían llagas y pústulas en la frente, las mejillas y el cuello. Sus trajes estaban raídos y polvosos. Sus manos parecían hinchadas. Eran tres hombres que ya habían sido infectados por el mal. Nos hicieron la seña de que bajáramos del auto, sin decir palabra.
Papá me detuvo con la mano contra el asiento. Me hizo callar y abrió la puerta de la guantera con mucho sigilo. Los hombres ya estaban más cerca de nosotros. Entonces sacó su pistola de la cajuelita, le quitó el seguro y sin mostrarla, la dirigió a los extraños. Sabía lo que tenía que hacer: me tiré al suelo del auto, agazapado junto al sillón. Solo escuché los disparos de la pistola de papá, aunque a la distancia también los de las armas de los tres infectados y el ruido que hacen los cristales al romperse. No sé cuánto tiempo pasó, pero cuando me levanté vi a mi padre abrazándose del volante del coche. El parabrisas estaba lleno de hoyos y había marcas de las detonaciones por todos lados. Sentí pavor, toqué a papá en la espalda y el giró la cabeza para decirme con cierta parsimonia:
-¿Estás bien, hijo?
Yo sólo contesté:
-Si, papa ¿y tú? -y me solté a llorar.
Me abrazó y me dí cuenta de que no había recibido ninguna bala. Estaba intacto. Nos abrazamos y sacudimos los fragmentos de vidrio que teníamos en la cabeza, en el cuerpo, en el asiento y abrimos las puertas del auto. Bajamos lentamente y vimos en el suelo a los tres infectados, con perforaciones y mucha sangre en el pecho.
Regresamos al auto y con unos trapos, limpiamos lo más que pudimos los pedazos de vidrio. Papá quitó el resto del parabrisas con ayuda de una barra de hierro. Y terminó de limpiar. Estábamos salvados, por ahora. Retomamos el camino por el que veníamos sin hablar, pensando en cuánto más tardaría un nuevo ataque y si al final, llegaríamos a un lugar donde no hubiera infectados y pudiéramos vivir en paz, como antes de la gran infección.

Luis G Torres nació en la CDMX, hoy avecindado en Cuernavaca Morelos desde hace años. Es egresado de la Escuela de Escritores Ricardo Garibay, de Morelos. Ha participado en cursos y talleres de cuento con Frida Varinia, Daniel Zetina, Miguel Lupián, Alexander Devenir, Gerardo H. Porcayo, Roberto Abad, Efraim Blanco y otros. Ha publicado en una treintena de revistas electrónicas. Otros cuentos están incluidos en antologías nacionales y latinoamericanas. En 2021 publico en INFINITA su primer libro: Pequeños Paraísos perdidos, y el año de 2022 Sin Pagar boleto, cuentos y narraciones de viajes por México. En febrero del 2023 presentó su tercer libro de cuentos INQUIETANTE, bajo el sello de Infinita. En enero de 2024 presentó su más reciente libro de cuentos, titulado OMINOSO y este 2025, completó la trilogía con el libro IneXorable (Ambos en editorial Lengua de Diablo). Colabora activamente en la revista LETRAS INSOMNES.