Lo que pagas, poeta, no es la renta,
es el salario de tu prisión.
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Las llaves cuestan lo doble
si son de entrada y salida.
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No presumas a nadie tus recibos,
ese lastre de tu pesadumbre cotidiana,
que nada tiene que ver
con tu pasión por no hacer nada.
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Eres tu propio carcelario,
tu recluso vigilado,
eres grieta en la pared,
un cuadro mal colgado.
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Eres un condenado a vivir
que ya no cuenta los días de su Calvario.
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Cuando un peregrino es sedentario
sabe entonces que de nada servía
tirar la piedra y correr hacia otro lado.
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No sigues tu sueño,
solo rompes tus papeles cada verano,
para firmar un nuevo y elegante contrato
que derrita la tinta en tus manos.
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No dejes la llave abierta,
porque el agua puede ser la envidia de tus pasos.
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Ve a la comisión de luz y liquida tus atrasos,
pide una pizza antes de treinta minutos,
prende la televisión
y olvida cómo la soledad hablaba por tus poros
y cómo absorbías el dolor y el llanto en cada flor.
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Te seguirá la angustia hasta el cuarto de baño.
¿De quién es el vómito que hay en las losetas?
¿Cuándo cambiaste el color del edredón azul?
¿Qué te regaló tu madre cuando te escupió de casa?
Tú no sabes cocinar,
no sabes comer
ni ser sano.
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Tus alimentos más sabrosos son el alcohol y los tacos.
Como nadie te alimentó,
nunca pides postre,
solo disfrutas cómo se quema la tortilla en el comal,
lejos de la casa que no existe de tus padres,
más allá del panteón que no conoces de tu abuela,
en medio de las luces de tus hermanos huecos.
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No es un sol
ni fue una enredadera
lo que te ha llevado
a vivir en un edificio de veinte pisos,
con el calentador que apesta,
el refrigerador que baila,
la puerta que cruje,
el cuadro roto,
la avena con gorgojos,
el aceite barato para freír los huevos
de una infancia gris
que ya ni a pasto sabe.
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No quieres reír ni verte al espejo,
porque sabes que esa mueca hueca
saldrá de ti como una rata de la alcantarilla,
apenas viva por las migajas que come
de tu hombro torcido
como si fuera a levantar el vuelo.
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El cielo no se alborota en tu pared rutinaria,
las rejas de la azotea no guardan los versos de tu gracia.
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La pantalla plana
con su interruptor brillante
te recuerda cuánto aborreciste alejarte de tu arte,
pero también que mañana
habrá función de fútbol en el cine,
ahí donde tu indiferencia hizo nido
y se olvidó de tu palabra.
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Miéntele al señor de la tienda,
al que hace malabares en la esquina,
al que te vende la cerveza
y a quien aún se acuerda de tus cuentos.
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Diles que escribiste un poema donde hablas de la distancia,
de lo duro que es migrar con tu libertad a cuestas,
de lo divertido que era cuando todos estamos en la alberca,
cuando Alejandro estaba vivo y Javier le componía poemas.
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No presumas tu agonía,
no seas un célibe ecuánime,
anda rudo por los pasillos
y revienta todo a tu paso.
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Nadie merece tu saludo,
porque ya sabían a dónde ibas desde antes,
pero no se quedaron a esperar a que llegaras.
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No, señor,
yo no pago la renta,
yo escupo billetes donde hubo una palabra,
cuando recuerdos haya,
mientras me quede pena,
donde el olvido vaga.
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Y cuando voy a clases,
enseño la magia de la primavera,
la bella esencia de la literatura eterna.
Yo no me rindo, señor,
no han acabado con mi paciencia,
ni las rentas ni las quincenas,
aún tengo un poema bajo el ombligo,
pero por favor no se lo digas a ella.

Daniel Zetina es Licenciado en Letras y Maestro en Producción Editorial por la UAEM, estudia el Doctorado en Literatura en El Colegio de Morelos. Escritor con más de 20 libros publicados. Dirige Ediciones Zetina desde 2004. Docente en la Escuela de Escritores Ricardo Garibay. Su columna Un escritor en problemas sale los viernes en La Unión de Morelos.