Mi cuerpo nació en 1968, circunstancia que consta en mis documentos oficiales y será recordada por quienes me sobrevivan. En las biografías de todas las personas, el año de su nacimiento aparece como un dato que enmarca su existencia, pero ¿qué significa tal accidente? Nada o casi nada me dicen –desde una perspectiva íntima, personal– los acontecimientos históricos de ese año, la música que sonaba en ese entonces, la moda, los objetos, artículos de uso común de los que no tengo recuerdos y que conozco sólo por fotografías y películas, registros de un pasado del que sin embargo fui contemporáneo. El nacimiento biológico es menos significativo que otros nacimientos.
Estoy en un autobús y voy rumbo a Cuautla, sentado junto a la ventanilla y a un lado de mi madre. En mi mente o en la radio del conductor –del que estoy cerca– suena una canción de Silver Convention. No es la primera vez que recorro tales parajes, ya que es costumbre familiar pasar varios fines de semana al año en el solaz de una propiedad mantenida como casa de campo. El regocijo del camino siempre fue para mí uno de los alicientes de aquellas escapadas, como ahora, que me encuentro en un estado de concentración, por momentos cercano al éxtasis, al contemplar el paisaje que se despliega ante mi mirada, la mirada sorprendida de un niño a quien la combinación de la música e imágenes del Valle de Cuernavaca lo aíslan de la cotidianidad (si la música está en mi cabeza, me entretengo al “escuchar” variantes de las canciones que autoprogramo y reproduzco en mi mente).
De pronto, el autobús pierde velocidad e inopinadamente se abre la escotilla. Sube un hombre joven, un muchacho de cabello claro y crespo, con un bigote poblado aunque no excesivamente, un bigote en el que se corona el aliño de toda su figura: el traje impecable, la corbata en su punto, ciñendo un cuello esbelto en cuya piel se nota el brillo de sudor incipiente. El joven ha pedido un aventón al conductor y se acomoda de pie al principio del pasillo, pues no queda ningún lugar vacante (tiempos aquellos cuando un aventón a un desconocido en plena carretera era algo, si no habitual, sí un acto considerado mucho menos riesgoso que hoy día).
Al subir mencionó el nombre de un pueblo, ya no recuerdo cuál, al que evidentemente iba para asistir a una reunión, tal vez una boda, tal vez el cumpleaños de su padre, aunque el traje y también un arreglo floral, pequeño y vistoso, hacían pensar más en una boda. Flores naturales, seguramente recién compradas, pues no se les veían atisbos de agostamiento; flores radiantes… creo estarlas viendo a pesar del tiempo transcurrido, y lo veo a él con una nitidez que niega los años de distancia, con una nitidez que casi me permite tocarlo, hacerle una seña, buscarlo con mi mirada y descaradamente sostenerla para así enviarle un mensaje, sonreírle y ofrecerme a ayudarlo con su pequeña pero incómoda carga pues, en efecto, se le veía incómodo con la macetita en la mano. Desde mi asiento no dejaba de contemplarlo, perdido ya el interés por los paisajes, que seguían desfilando ante mis ojos. La canción sonaba en las bocinas –o en mi cabeza– y con esa música de fondo pensaba, más bien sentía, una inquietud, un malestar. Algo me atormentaba: ¿qué?… Iba de vacaciones a una casa con piscina, iba con mi familia, pero de pronto aquello no bastaba, de pronto me sentía incompleto, experimentaba una sensación de carencia, de vacío, que era casi física… Era física. Fui consciente de los latidos acelerados de mi corazón y de un sudor que no se parecía al habitual, al que se siente al correr o al caminar en un día caluroso. Ese otro sudor que aumentaba al mirar a aquel muchacho y no poder tocarlo, no poder tocar aquel cuello, aquella piel que se adivinaba tersa, ni sentir en mi tacto la finura de su bigote ni la sedosidad de su cabello crespo, claro, tirando a rubio. Dentro de poco se bajaría del autobús, que reanudaría su trayecto, alejándome de él para siempre. Qué desesperación aquella, qué inmensas ganas de decirle algo, de preguntarle su nombre, de saber su domicilio o su ocupación, datos que de nada me servirían como no fuera para hacerme una ilusión de familiaridad con aquel completo extraño que, sin embargo, me había cautivado. Qué frustración la de sentir tantas cosas, tan intensamente, y saberme condenado al silencio. Porque era impensable decir nada. ¿Cuándo había visto que un hombre sintiera aquella clase de afecto por otro? Demostraciones como esa siempre eran motivo de burla o de condena. Me bastaba recordar los comentarios sarcásticos de mis compañeros de escuela para saber que no podía dar un paso en falso: a esa temprana edad (aún no cumplía los diez, aunque de pequeño siempre aparenté tres o cuatro años más) comencé a practicar el oficio de equilibrista: aprendí a medir la intensidad de mis miradas, su duración, a fingir indiferencia por alguien cuando en realidad me consumía el interés. Un equilibrio a veces precario, mas siempre imprescindible, pues el precio por caer era la humillación.
Se veía guapo con aquel traje, aunque me hubiera gustado más verlo luciendo ropa informal, con una camisa desabotonada, tan común en aquellos años, y un chaleco a juego con el pantalón. ¿No había visto así a Andy Gibb hacía poco? Claro. Ahora sonaba I Just Wanna Be your Everything. No estaba seguro de cuál había sido la causa y cuál el efecto: si la canción que emitía la cabina me hizo imaginarlo con aquel atuendo o si la evocación de la imagen trajo la canción a mi cabeza, pero era la música que ahora sonaba. Ya me veía con aquel joven en un automóvil, dirigiéndonos por una carretera panorámica como aquella hacia quién sabe dónde, cantando junto con Andy Gibb…
Al fin el autobús se detuvo y, tras unas palabras de agradecimiento, el desconocido bajó. Era una placita pintoresca y, al mismo tiempo, carente de interés turístico. El chofer se entretuvo unos instantes, aprovechando la parada para limpiar y acomodar el espejo retrovisor. Desde mi ventanilla contemplé a mi admirado ya sin pudor, sabiendo que no volvería a regocijarme observándolo. Estaba en una esquina de la placita, sobre una banqueta de adoquín, y parecía desorientado, volviendo la cabeza hacia un lado y hacia otro. Un segundo antes no se me habría ocurrido, pero ahora deseaba que me mirara, que reparara en mí. El deseo se multiplicó tanto como mis latidos se aceleraron, pues a mi ansiedad se sumaba la inminencia del arranque; el chofer ya instalado de nuevo en el asiento y pisando el acelerador antes de poner la primera velocidad. Un segundo bastará. ¡Voltea! ¡Mírame! Y ocurrió cuando ya se iniciaba el arranque: como si con mi pensamiento lo hubiera llamado, me contempló directamente y curvé mis labios impúdica, exageradamente para que no hubiera lugar a dudas, para que con esa mímica supiera que me había fascinado, que le enviaba un beso de saludo y despedida. El autobús cobró velocidad, no tanta que no alcanzara a ver la perplejidad de su sonrisa en la que se traslucían a partes iguales la sorpresa y la diversión.

Rodrigo Cortéz. Lic. en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UNAM. Lic. en en Educación por Tec-Milenio. Ponente en congresos nacionales e internacionales con temas relacionados con la literatura y la redacción académica. Ha sido docente en el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM). Actualmente se desempeña como docente y coordinador de Humanidades y Ciencias Sociales en el Colegio Victoria Tepeyac, preparatoria.
Autor de Los días anónimos (cuentos), Pasados y futuros (cuentos), La duración del presente (novela),
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