Microondas

Hay hambre en las calles, y eso me hace temblar. La hambruna está entre los callejones, en los hogares, y no es por falta de alimento. Nuestros recursos escasean.  La electricidad fue la primera en marcharse, y finalmente, junto con toda la civilización, el gas.

¿Quién diría que eso nos volvería unos salvajes? Yo no…yo no…

He estado vagando de ciudad en ciudad, a ver qué encuentran mis manos; si tiene una textura suave y caliente, es comestible. Por lo contrario, de comer alimentos pasados, podría intoxicarme.

Recuerdo algunos periódicos, pues me cobijé con ellos para dormir. En lo que me caía el sueño, me dediqué a leerlos. Los medios acusaban a las invasiones empresariales por la calidad de aire y el empobrecimiento de las plantas. Hicieron su movida para limpiar su imagen. Saturaron las comidas con más químicos, pero su fabricación demandaba más recursos naturales. La comida era más rica, hubo nuevos sabores. Pero cuando se fue la luz, los que se pudrieron fuimos nosotros.

Camino entre el musgo y los cuerpos en putrefacción, y recuerdo cómo solían ser las tiendas y los parques. Su silencio me trae paz, de cierta forma. Gracias a Dios, los primeros en irse fueron los bebés y los niños. Sus cuerpos necesitaban los nutrientes del alimento para su desarrollo. Después, los viejos cedieron ante la falta de azúcar, hierro, calcio y demás vitaminas. Y desconozco si aún hay mujeres, o adolescentes siquiera…, pero pienso que están vivos. Deben de estar ahí, sufriendo, aunque hace tiempo no he visto ningún rostro vivo. Solo hay caras caídas.

La última vez que vi una cara, me contó de una civilización cerca de la costa. Me dijo que habían montado una granja de insectos. En su tiempo, había leído una columna acerca de comer cucarachas y hormigas. En su tiempo, sonaba asqueroso. Ahora lo veo como una oferta que rechacé de la forma más estúpida. Fue por mera vanidad. No merecemos comer insectos.

Y ahora el silencio de la noche se extiende. Algunas criaturas del diablo merodean entre las sombras, comerían cualquier cosa que atrapen. Me muevo en busca de refugio. Tiene que ser un lugar apartado, no muy cerrado, y tampoco abierto, como dormir bajo el puente. Entrar a una vivienda, es arriesgarse a ser saqueado, o en el peor de los casos, despertar en una jaula.

Miro a mi alrededor. En el centro de la ciudadela, logro divisar un rasca cielos. Las ventanas están rotas; y los pilares, infestados de humedad. El viento tambalea el edificio, pero no cae. Es mejor que nada.

En la planta baja, un cadáver con una pistola me da la bienvenida. El arma está cargada con… una… dos… tres balas. Eso me basta. De mi mochila, saco cinta gris y mi linterna de manivela. Las adhiero con cinta a la pistola, por si necesito una mano libre. Doy un profundo respiro y me aventuro por cada uno de los pisos.

Quizá el edificio era una central de envíos. Encontré muchas cosas; en el piso 17, hay megáfonos, algunos con baterías y otros con la bocina dañada; en el piso 32, las escaleras están destruidas, por lo que tuve que subir por el área de conserjería; ya en el piso 40, me planté por qué no me quedaba ahí a descansar, y en ese momento escuché una patrulla de esos demonios, y seguí subiendo. Y en el piso 58, en una sala de conferencias, vi el paraíso. Hay alimentos, muchos. Tambien hay un microondas, y al lado un refrigerador. Es demasiada comida para mí. Salí de la habitación y marqué la pared con grafiti. Dibujé una cruz para señalar la tierra santa. Y ahí descansé. Pero no del todo, la curiosidad por descubrir las demás habitaciones me invade. ¿Era ésta la torre de Babel?

Sigo subiendo, y en ello, cruza a mi mente una idea: No registré el sótano. Bajo de inmediato, aprovechando la poca luz que deja la luna llena. Y al llegar, lo veo. Hay decenas de baterías eléctricas. Y al lado, colgado en la pared, hay un mapa con una serie de instrucciones para regular la energía. Sólo distribuyo la electricidad al piso donde me hospedaré: el 58.

Subir y bajar escaleras me agotó. Apenas llegué a mi refugio, comí los alimentos, incluso cuando ya estaba satisfecho, seguí comiendo. ¿Pero todo esto para mí? ¿Qué hice yo para merecerme tal divinidad? No puedo ser el único que goce del paraíso, de este rascacielos. ¿Y cómo será vivir en el último piso? Los demás deben saber de este lugar. Nosotros, los sobrevivientes, no pecamos contra el planeta ni contra las creaciones de Dios. Quizá yo sea su nuevo profete, quienes les guíe a una nueva era.

El frío se cuela por las ventas, apenas lo siento. Allá afuera debe de ser peor. No puedo más. No debo ignorar las almas bondadosas del vacío. Me levanto de mi lecho, tengo que hacer los preparativos. En la habitación, la única luz encendida es la del microondas. Los demás tienen que descubrir ese brillo.

Todo está listo. Subí todos los megáfonos al piso santo y los coloqué apuntando al exterior. Pinté un camino para señalar al a seguir. Ahora me desvisto, mientras veo al sol asomarse por el horizonte. Me baño en vino y aceite. Tomo la pistola y disparo las tres balas. El sonido es proyectado por los megáfonos, las ondas sonoras sacuden el polvo y los espejos. Todos ya deberían de haber volteado. Están por venir. El microondas está contando hacia atrás. Cuando suene la alarma, el pitido tambien se escuchará por toda la ciudad. Y si las señales no los guían, lo hará el aroma de la comida, o mi sombra proyectada en el asfalto; mi cuerpo virgen y en bendita gracia.

Los escucho venir y cuento: uno… dos… tres… In nómine Patris et Fílī et Spíritus Sanct. Esto es mi cuerpo, que es entregado por ustedes; hagan esto en memoria mía.

*Publicado en Maremoto Fanzine, N. 01 Septiembre / Octubre 2018, waves / ondas.

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