Bolillos para el sargento

El sosegado ritmo de vida que la colonia del Valle mantuvo hasta finales de los años 60, permitía que en las tardes los niños pudieran jugar futbol en la calle sin ser interrumpidos por el paso de automóviles. Quienes habitaban esa colonia, vivían un poco en la periferia de la ciudad de México, tan lejos de los episodios que marcaban el pulso de la nación, como Puebla, Guadalajara o Monterrey.

Pero un día la colonia entró en la vorágine de los grandes acontecimientos que marcaron al país. Ello ocurrió el primero de agosto de 1968 cuando se llevó a cabo la marcha del desagravio, cuyo trazo original iniciaba en Ciudad Universitaria, en el sur de la capital mexicana, avanzaría sobre la avenida de los Insurgentes, daría vuelta en paseo de la Reforma hasta desembocar en el Zócalo. Las autoridades hicieron saber que no les permitirían a los manifestantes llegar hasta el centro de la ciudad, por lo que debían concluir el avance en la avenida Félix Cuevas y, para evitar que nadie traspasara ese punto, habían dispersado ese jueves lluvioso un batallón de infantería del ejército mexicano por las calles colindantes a Insurgentes, desde el Parque Hundido al poniente a la colonia del Valle en el oriente.

Esa tarde un niño de casi once años salió de casa para comprar el pan de la merienda. En la puerta de la calle, al ponerse la gabardina, ve sorprendido que a cada diez metros sobre la acera hay un soldado en posición de firmes. Sus cascos oscuros sujetos al cuello, como surtidores de acero, desbordan hilos de agua hasta desparramarse en los impermeables verde olivo. Sobre éstos, viejos rifles mojados al hombro. Su presencia no es amenazante. Le recuerdan a su abuelo, coronel carrancista, quien le heredó un libro de fotos en sepia con imágenes de su paso por la revolución, herida que aún no termina de supurar en el cuerpo del país; y le recuerdan también al viejo velador que, con gorro de visera y poncho azul, patrulla la calle durante la noche.

Oye chamaco, pregunta uno de aquellos militares, ¿vas al pan? Sí señor, contesta muy serio, engolando la voz, no sea que lo confundan con un mocoso. ¿Podrías traernos unos bolillos? No hemos tragado nada en todo el día. Y antes de oír la respuesta le pone en la mano tres pesos. Cuando regresa con dos enormes bolsas de papel de estraza, uno de los soldados grita a su superior: sargento, ya llegaron los bolillos. Entonces, el hombre que había entregado el dinero toma el encargo y, como Jesús en Betsaida, reparte los panes que colmarán el apetito de aquellos soldados hambrientos, humedecidos hasta la médula, peces atrapados en redes de infamia.

Tan hambrientos y empapados como los estudiantes que aquella tarde, con prudencia, dieron la vuelta sobre Félix Cuevas y comenzaron, unos a dispersarse, otros de regreso a la universidad. Soldados y estudiantes, racimos del mismo sarmiento, jóvenes que con ingenuidad de corderos marchaban con sus prendas de orgullo hacia la hoguera del sacrificio.

4 comentarios

  1. Estampa de la catástrofe, embellecida con frases que resuenan, hondo, en nuestra memoria. Felicidades al escritor Carlos.

  2. Muy impactante este relato sobre un acontecimiento fundamental en la historia de México. Me deja con una sensación de conmiseración por la ingenuidad de los corderos y de pesadumbre por los obscuros hilos que se mueven desde el poder.
    Felicidades al autor por la calidad literaria de su relato.

  3. Qué belleza de cuento. Con sutileza y humanidad, logra entretejer la historia íntima con la historia nacional. El gesto de los bolillos dice más que mil discursos: en medio del miedo, hay ternura; en medio del deber, hambre. Gracias por este retrato tan entrañable y tan nuestro.

  4. Esta última frase me cimbró: “Soldados y estudiantes, racimos del mismo sarmiento, jóvenes que con ingenuidad de corderos marchaban con sus prendas de orgullo hacia la hoguera del sacrificio.”

    Es difícil sentir compasión por los militares en un contexto tal como el de la matanza del 68, es un verdadero logro literario hacer que el corazón del lector se incline hacia allá. Felicidades!

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