Este era un parque cuyo más grande deseo era convertirse en un ser humano, como los que corrían divertidos tras las palomas, dormían en sus bancas o se besaban en el quiosco. Ser algo más que solo un testigo de la vida sepultado por las cagadas de los pájaros.
A los edificios que se encontraban a su alrededor les causaba mucha gracia aquel deseo tan estúpido.
—No existe en ninguno de los estantes que contengo, un simple libro que hable acerca de que eso sea posible. Eso sí, hay extensos volúmenes sobre padecimientos psicológicos que explicarían mejor tu condición. Dijo La Biblioteca, sin que nadie le preguntara, pues siempre le gustaba tener la última palabra.
—¡Si alguien debe vivir soy yo! Exclamó orgulloso El Palacio Municipal mientras presumía las guirnaldas de colores y la iluminación especial que le adornaban por motivo de las fiestas patrias. En mi corazón se escriben las leyes y se toman decisiones en pro del bien común. ¿Qué mejor nuevo ser, que uno con alta conciencia cívica?
—¡Sí, claro!, contestó La Avenida Principal, esas importantes decisiones como las de arreglar los cráteres en mi cuerpo o pavimentar mis calles. ¿Cuántos accidentes podríamos haber evitado? Vaya que usted lo merece señor municipal.
—Ya, ya. Dijo La Escuela, haciendo callar a los demás edificios tratando de meter orden, como si se encontrase dentro de uno de sus bulliciosos salones. Todos aquí servimos para algo. Es normal que Parque desee hacer algo más con su existencia que…
—¡Dios mío! ¡Dios Mío! ¿Por qué me has abandonado? La Catedral tomó a fuerza la palabra aprovechando el tañido de su campanario para hacerse escuchar. La pintura se descarapela de mi fachada como se desprende la carne de los leprosos. Hermanos míos, motiven a sus inquilinos a recuperar la fe, para que regresen al camino de dios, y con su diezmo darle una manita de gato a mis débiles columnas.
Así eran todos los días para Parque. Sentir la rodilla del romántico futuro marido. Probar el aguarrás derramada por un brindis entre mendigos. Escuchar el chapoteo divertido de los niños en los charcos que dejaba tras de sí la lluvia. Percibir el cálido abrazo de los orines de los borrachos y la amarga lágrima del amor no correspondido. Anhelar con cada metro cuadrado de su ser el tener sus propias piernas para correr. ¿Y qué recibía? El reproche y la burla de sus vecinos… esos hijos de la mampostería.
Cierta noche, mientras el viento mecía las plantas y árboles de sus áreas verdes con mortal melancolía, la vio. Reflejada en el agua de su fuente, una bruma de polvo de colores sin forma le habló terrepáticamente. Las vibraciones del mensaje alcanzaron sus cimientos. Le dijo:
Yo soy El Gran Arquitecto, La Sombra del Big Bang. Estuve ahí cuando el universo fue creado. En mi seno yacen las partículas de todo lo que conforma la materia y conozco los planos, todo lo que existe y lo que no. He escuchado tu clamor hijo mío y vengo a revelarte esta gran verdad. Para ser humano tienes todo, pero necesitas el elemento de la vida: Sangre. Haz que corra como ríos sobre ti y te bautizaré con el don de la humanidad.
A la mañana siguiente, Parque empezó su encomienda. Hizo uso de toda la fuerza que podía concentrar, levantó varios de sus mosaicos provocando que varios transeúntes se tropezaran y cayeran. No hubo sangre. Sacudió los árboles para que los pájaros cagaran y la gente resbalara, pero ni una gota del preciado líquido apareció.
Al siguiente día cambio la estrategia. Movió de lugar las rampas y numerosas fracturas expuestas le bañaron de sangre de los skaters. Levantó protuberancias en las escaleras del quiosco y se desnucaron varios enamorados, quedaron con exposición de materia encefálica.
Poco a poco se volvió más sanguinario. Por las noches esperaba a que todos los mendigos y borrachines agarrarán las bancas como camas, para atraparlos con el metal con el que estaban confeccionadas, y exprimirles hasta la última gota de hiel en su abrazo constrictor.
Ni humanos ni edificios se percataban de que dormían con el enemigo. Los accidentes que sucedían de manera tan frecuente se atribuían a la pésima cultural vial del transeúnte y a los pleitos entre indigentes por la posesión de las bancas más cómodas.
Parque había absorbido mucha sangre, pero el milagro prometido no sucedía. En su desesperación se tornó impaciente y un día durante un desfile militar desató su furia a la luz del día. Proyectó hacia arriba las varillas que formaban sus múltiples jardineras, con tal fuerza que el monumento a la madre al lado del quiosco se resquebrajó de arriba a abajo, y como si fuera un pulpo de centenas de brazos, las varillas se lanzaron contra los asistentes al desfile perforando cuerpos de hombres, mujeres, niños y ancianos en un último embate contra y en pos de la humanidad.
Miles de personas cayeron inconscientes presas del desangramiento de los cuerpos, mientras todos los edificios presenciaban con horror el suceso, incapaces de hacer nada pues ellos solo eran espacios vacíos que nunca aprendieron a tener control sobre sí mismos y solo sabían hablar entre ellos.
Cuando no hubo ni un alma en pie. El suelo del parque crepitó. En el centro, se abrió una grieta que se fue haciendo más grande hasta parecer un par de labios rocosos, como intentando besar el cielo. Después de un rato, la boca de piedra se retrajo, dejando tras de sí una silueta humana echa de magma ardiente.
Había nacido John Parker.

Manuel Bravo es un diseñador web originario de Tierra Blanca, Veracruz. Residiendo actualmente en Cancún, Quintana Roo. Padre de Azul, novio de Paty. Amante de la weird fiction y el realismo sucio. Gusta de encontrar el horror en las cosas mundanas.