¡Eres una bruja!

¡Eres una bruja! Esa fue una frase que recuerdo haberle dicho a mi madre en un momento
de furia absoluta. Esas palabras reproducían el odio que en aquellos momentos yo sentía
hacia mi figura materna. Ese odio me duró varios años.


Yo fui una adolescente que creció bajo dos mandatos: el de mi abuela y mi padre, y
el de mi madre. Esta última fue una niña que conoció a mi papá, y eso determinó su futuro.
Siendo apenas una joven de 15 años, se casó con él. Al poco tiempo, me parió. Luego tuvo
que asumir una maternidad impuesta, que no se detuvo hasta tener a mis tres hermanos.
Poco me cuidó, o eso creo, porque nos recuerdo sucios. O tal vez era mi abuela quien nos lo
decía y hacía visible ese maltrato. No me gustaba estar a su lado, ni caminar junto a mi
madre. Detestaba tener que salir con mis hermanos y verla ahí, cargando con todos
nosotros. No quería que la gente me señalara al ver cómo mi madre era una coneja. La
señora coneja que tuvo tantos hijos. La odiaba por eso también.


Yo no podía ser ni tantito parecida a esa mujer. Siempre me esforcé por marcar la
diferencia. Ella no estudió porque no pudo; yo, en cambio, quise hacerlo. Ella fue madre
siendo una niña; yo me lo planteé muy tarde. No quería ni siquiera sus lunares, que eran su
herencia en mi mejilla; así que me los hice quitar. No quería, no quería. Cuando vino la
separación de mi padre, también la odié, por abandonarnos. Y luego llegó su regreso y
también la maldije por eso. ¡Te odio, te odio! Y así hasta cansarme de decirlo. ¿Por qué
regresaste? ¿Por qué?


Y entonces llegaron las ausencias de quienes no supieron estar: de mi padre, de mi
abuelo, de los hombres que no supieron acompañar. Y fue en ese momento cuando me di
cuenta de la presencia de esa mujer a la que tanto odié, que estaba ahí… para salvarnos. Y
así lo hizo. Nos cuidó, nos sacó adelante, nos arropó con lo que pudo: con sus frituras que
salía a vender para darnos de comer; con las sobras que le daban sus patronas para
alimentarnos un día sí y otro también; con los catálogos de cosméticos y otros productos,
que todos los días salía a repartir para traer dinero y pagar las cuentas que se acumulaban.

Y en medio de esa tormenta… me di cuenta de esa mujer. Era mi madre. Una mujer que sí
me amó, pero no pudo demostrarlo porque no supo cómo. Una mujer que sí me cuidó, pero
a su manera. ¿Cómo podía hacerlo? ¡Era una niña también cuidando a otros igual que ella!
Y sin embargo, lo hizo. Nos sostuvo con las fuerzas que no tenía, con los restos de ternura
que pudo rescatar entre el cansancio, la pobreza y los regaños de una vida que nunca eligió.
Yo, que tanto la rechacé, que tanto me esforcé por no parecerme a ella, hoy me descubro
con sus gestos, con sus silencios, incluso con su manera de cargar el dolor sin mostrarlo. A
veces me miro al espejo y la veo en mí. Me asusta. Me conmueve. Me duele.


Hoy la nombro sin rabia. La nombro con una ternura que me costó años construir. Y
en ese acto, en ese nombrarla de nuevo: mamá, mamá Mica, también me reconcilio
conmigo misma. Hoy esa figura antaño vista con rencor es la reivindicación de una
acompañante, de una hermana, de una mujer bruja que, como tantas, sobrevivió al fuego sin
dejar de sostenernos con las manos quemadas.

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