Para mi mejor amigo.
Acompañado por los primeros compases de un bolero que ya no recordaba, Kevin deslizó su abrigo cuidadosamente planchado del perchero y se lo colocó mientras admiraba su figura en el espejo de la pared. El rostro avejentado de un atractivo semental de setenta y seis años le devolvió la mirada; siempre con una sonrisa radiante, sin dejar que la edad afectase mucho a su espíritu.
Detrás de él, en el umbral de la puerta, Mateo, su hijo, lo observaba con una expresión que combinaba cansancio y preocupación a partes iguales. Como si las ganas insaciables de su papá por vivir esos últimos años a su manera fueran su mayor dolor de cabeza.
—Sabes que no es necesario que vayas en taxi ¿Verdad? Yo mismo puedo llevarte en la camioneta —ofreció por decimocuarta vez esa mañana, y Kevin suspiró, con los ojos clavados en el techo, como si le pidiera al cielo un poquito más de paciencia.
—No es necesario. Sé ubicarme muy bien por mi cuenta, gracias —respondió con una calma que sonaba a testarudez— Además, no es como si fuera la primera vez que piso un aeropuerto.
—Pero la última fue hace casi cinco años, papá. No puedes siquiera creer que conservas la misma fortaleza de entonces ¿Qué pasa si te sucede algo en el camino y yo no estoy cerca para ayudarte? ¡Es una locura! Y ni siquiera sé por qué quieres hacer este viaje ahora…
Mientras Mateo desgranaba un discurso sobre los peligros que acechaban a las personas de su edad cuando se aventuraban solas, Kevin, impasible, seguía recogiendo sus pertenencias. Allí, en su minúscula habitación de la residencia de ancianos, había un olor fuerte a jabón de lavanda y a lejía que se le atascaba en la nariz. Sobre la cama yacían dos maletas con una cantidad exagerada de mudas de ropa doblada y nuevos productos de aseo aguardando a ser usados. Kevin sabía que había empacado todo lo necesario, aunque la imagen de tanto equipaje pudiera parecer exagerada. Había un par de orejeras para el viaje en el bolsillo de adelante, junto con el regalo de su mejor amiga envuelto en una bufanda y unos audífonos en caso de que se aburriera demasiado.
Cuando el silencio de su hijo inundó la habitación, Kevin se irguió, clavando su mirada en Mateo con una mezcla de determinación y fastidio.
—Soy consciente de que ya estoy viejo, a pesar de que no lo aparente; y bien sabe Dios que por eso te dejo mandarme la mayor parte del tiempo… pero esta semana no. Ya te lo dije, Mati. Para mí esta semana siempre será importante.
Mateo se masajeó el puente de la nariz con los dedos. Desde su infancia, recordaba que su padre nunca había mostrado demasiado interés en las celebraciones familiares que solían inundar su hogar en Hialeah. Los primos venían de todas partes, cargados de comida para alimentar no a un ejército, sino a varios batallones. Mateo aún podía evocar las luces del patio danzando al ritmo de los sonajeros que colgaban del techo con cada brisa de aire, las risas de la familia que resonaban en el ambiente, el olor a cerveza fría, su otro padre cargándolo sobre sus hombros mientras la conga santiaguera llenaba el aire, y, siempre, Kevin, distante, con una sonrisa en el rostro, pero una mirada perdida en un horizonte invisible. Como si anhelara algo que ya no tenía.
A veces le costaba entender a su padre, y sabía que esa era una tarea que tal vez nunca lograría, porque eran seres muy distintos en carácter y en historia. Pero eso no le daba carta blanca para dejar de preocuparse por él.
—Al menos llévate el bastón. —insistió, como una última baza, pero esta sugerencia pareció colmar la paciencia de Kevin, quien se giró bruscamente, gesticulando con las manos mientras su voz se elevaba en una protesta.
—¡Te dije que no necesito tal cosa! Válgame Dios, si tú y tu esposa exageran con su preocupación hacia mí. En mi vida me he roto una pierna y ustedes no me lo estarán anunciando ahora.
Finalmente, Mateo alzó las manos en señal de rendición. Se había dado por vencido, sin fuerzas ya para intentar razonar con la testarudez de su padre.
—Haz lo que quieras, papá. Total, no hay quien te haga cambiar de opinión —dijo con un suspiro que resonó como un eco de su propia frustración.
—Pues claro que lo haré —aseguró Kevin con orgullo, al tiempo que se estiraba para agarrar la maleta con ambas manos y cerrar el cierre sin dirigirle la mirada a su hijo—. Venga, Mati, haz algo productivo y llámame al taxi, que ya llego tarde.
Kevin salió de la residencia por el camino de las palmitas, un sendero de ladrillo decorado con hileras de palmas corcho y arbustos de ixora roja que parecían abrazar el camino. Detrás, su hijo lo seguía a zancadas con el equipaje en las manos, apurado. Él no sabía que Kevin no quería decir adiós, ni siquiera un simple hasta luego. Las despedidas, aunque fueran por breves períodos, siempre habían sido una tortura para él. Una herida que, después de tantas experiencias, prefería evitar a toda costa. Por eso esperaba que su partida fuera lo suficientemente rápida como para no tener que ver a ninguno de sus amigos del hogar, que de seguro ya estarían jugando al dominó en las mesas del solar, como cada tarde.
Él no los extrañaría. Porque según decían, quien no recordaba, no extrañaba. Y Kevin era un maestro en el arte de no pensar en las cosas que se echaban de menos. Era una habilidad que su gente había perfeccionado a lo largo de los años para espantar a la nostalgia, esa sombra que siempre acechaba en los rincones de la memoria.
El avión despegó del aeropuerto a las tres y media de la tarde, y durante todo el tiempo que permaneció dentro de esa bestia metálica, se permitió, al menos por una vez, sentir la impaciencia por lo que le esperaba del otro lado del mundo. Aunque en realidad anhelaba estar en un lugar completamente distinto.
Pero no. No iba a permitir que la emoción lo dominara. No cuando ella lo estaba esperando en la ciudad de los adoquines de la que tanto le había hablado, seguramente enfundada en esa ridícula túnica que ahora le había dado por vestir, con sus ojos brillantes que ocultaban tantas historias fascinantes.
Ella.
Delia.
Su mejor amiga. La chica a la que alguna vez le había prometido que caminarían juntos por los adoquines de Londres. Esa confidente a la que no veía en persona hacía tanto tiempo que ya había perdido la cuenta de la última vez en que se habían saludado más allá de una pantalla.
Ambos se conocían desde jóvenes, Kevin ya no recordaba muy bien cómo había sido, pero la suya era una amistad de esas que trascendían las barreras del tiempo y la distancia. Tenía la certeza de que, incluso después de años sin verse, la complicidad de un instante a su lado sería suficiente para demostrar que seguían conservando ese lazo de hermandad que los había unido en la juventud.
Por eso, apenas sus pies tocaron las calles a la mañana siguiente y sin apenas una gota de sueño en su sistema, Kevin agarró el regalo entre sus manos callosas y caminó solo desde su hotel hasta la nueva cafetería cubana del Soho, El Coco Loco. Percibió el aire de cubanía tan pronto como se detuvo en el umbral, como si un pedazo de su isla se hubiera trasladado hasta allí.
Una emoción que llevaba reteniendo por mucho tiempo comenzó a florecer en su pecho, como si su corazón hubiera estado hibernando.
Las paredes, todas, estaban cubiertas de imágenes de su tierra. Ventanas que mostraban todo aquello que echaba de menos y no se permitía recordar: las personas en los balcones, la furia del mar más cristalino que jamás había visto, el verde salvaje de las montañas, los tambores, los colores… Casi podía percibir el aroma de la paella en el aire, pero era solo el olor de los platos que salían de la cocina. Los camareros no eran conscientes de que llevaban entre sus manos los recuerdos de muchos de los comensales que estaban sentados en las mesas del interior, aromas que invocaban imágenes, imágenes que se transformaban en memorias guardadas en viejas estanterías cubiertas de polvo y olvido.
Y entre todas ellas, esperándolo sentada al fondo de la cafetería, estaba Delia con la sonrisa más ancha del mundo. Casi tan ancha como ella misma.
—Dichosos los ojos que te ven, compañero ¿Qué me traes esta vez?
Kevin alzó el paquete entre sus manos. Dentro, resguardados como tesoros, yacían dos regalos.
—Café cubano y galletas María —susurró, con una sonrisa que le iluminaba el rostro como un amanecer. De inmediato, abrazó a Delia con fuerza, aspirando el aroma familiar de su colonia de flor de naranjo. Sintió el anhelo de escucharla hablar sobre libros, la urgencia de su voz narrando mundos imaginarios, porque nadie jamás había logrado transportarlo a nuevas vidas con la misma magia que ella. Nadie jamás lo había recibido con un abrazo tan enérgico, tan lleno de vida—. Perdona la tardanza. Tuve que cambiar de vuelo a última hora. Mateo por poco y no me deja salir de la residencia.
Delia dejó escapar una risa breve, llevándose una mano al rostro sonrojado mientras con la otra se quitaba el gorro y la bufanda.
—Y tú solías decir que era yo la que siempre llegaba tarde.
—Bueno, por una vez debías compartir ese mérito con alguien, ¿no? —bromeó Kevin, con una chispa de picardía en los ojos.
—¿Y dejar que se convierta en una costumbre? ¡Ni hablar! —exclamó ella, con un falso dejo de indignación. De inmediato, tomó las manos del anciano entre las suyas, igual de arrugadas pero tan cálidas, y las apretó con ternura—. ¿Cómo has estado, mi viejo amigo?
Kevin hizo un gesto con los labios, intentando minimizar la preocupación que se escondía tras la pregunta.
—Cómo has estado tú, querrás decir. Se te ve bien. ¿Es agradable ese nuevo lugar al que te fuiste? ¿Te has adaptado?
—Para nada —negó ella, con un ademán gracioso—. El pueblo es lindo en esta época del año, sí, pero mi vecino parece declararme la guerra cada vez que prende la regadera del patio, y ahora con esa niveladora que pasa todas las mañanas se me llena el porche de nieve. ¡Ya podrás imaginar lo peligroso que es cuando el suelo se vuelve una pista de patinaje artístico!
—Mira nada más, casualmente mi hijo estaba mencionando hoy lo propenso que soy a que se me rompa una pierna a esta edad.
—Pues eso no me gustaría en lo más mínimo. Aunque tengo que aceptar que me reí mucho cuando le sucedió al tirano de mi vecino la semana pasada —susurró Delia, con una mirada traviesa, provocando que su amigo soltara una carcajada espontánea.
—Tienes que parar con esa maldad, Dede. Cualquiera diría que fuiste tú quien le provocó la caída.
—Tal vez… si tan solo fuera una bruja con el poder de mover cosas.
—Pues si fueras una bruja no me sorprendería en lo más mínimo. La risa y la personalidad ya las tienes —agregó en tono burlón, y el manotazo juguetón que le siguió en el hombro lo recibió con una carcajada.
Pronto, ambos estaban bromeando de lo lindo, con las mejillas encendidas como tomates maduros por aguantar la risa. Ya no les importaba el bullicio que pudieran generar en un lugar público, esas inhibiciones se habían quedado atrás con los años. Ahora, reír juntos era un bálsamo, una forma de celebrar el reencuentro.
En un momento dado, Delia tuvo que secarse las lágrimas que se habían escapado de sus ojos. Sentía que, si pasaba un segundo más riendo, su corazón explotaría de tanta felicidad.
—Setenta años en las costillas y sigues igual de tonto que siempre, Kev.
—Bueno, mamita, ¿Dónde estaría mi encanto si no fuera así? —respondió él, guiñándole un ojo con picardía.
El camarero llegó apenas cinco minutos después para tomar su orden. A esas alturas, ambos habían compartido más historias en persona de lo que lo habían hecho por llamadas en los últimos cinco años. Delia pidió un café mulato y Kevin un cortadito, lo usual, pues ninguno había cambiado sus gustos. Ni siquiera tras haber visitado tantos lugares y probado tantas cosas nuevas. ¿Té inglés y Coca Cola americana? ¡Bah! El café caliente era la vida misma, un ritual sagrado que los conectaba con su pasado.
—¿Recuerdas cuando solíamos hacer esto mismo en Cuba? —preguntó ella cuando, tras darle un sorbo a su mulato, dejó la taza sobre la mesa y se dedicó a admirar el ambiente del local, como si buscara en él un espejo de su propia memoria—. Claro que las tazas eran mucho más pequeñas, pero el café tenía un gustito…
—Propio de nuestra tierra —la interrumpió él, con una sonrisa nostálgica—. Sí, nunca en la vida he vuelto a probar algo como eso.
—¿Mejor o peor?
Kevin fingió pensarlo detenidamente, con los ojos entornados y una mano apoyada en la barbilla.
—Supongo que mejor en el sentido de la preparación, y bueno, peor porque no es allá.
—¡Pero la compañía es la misma! —exclamó Delia con una mirada brillante que lo atravesó como un rayo de sol.
—Siempre con algunas sillas vacías —lo escuchó suspirar, y al instante, ambos volvieron a perderse en los recuerdos de lo que había sido y lo que habían dejado atrás.
Eran antiguas reuniones en lugares que ya no existían, con amistades con las que cada día tenían menos comunicación. Las fotografías que guardaban en cajones como reliquias se disolvían ante sus ojos. Angel y Laura eran los únicos con los que aún mantenían el contacto, aunque los habían visto poco desde que se mudaron a Angola debido a su trabajo como profesores de medicina. Sin embargo, no recordaban la última vez que habían tenido noticias de Tanya e Ingrid, lo cual sentían que, en algún momento de sus vidas, debería haber importado. En ese punto, ya no sabían realmente si seguían donde mismo, o si siquiera estaban vivas. Pero ya qué más daba. El tiempo era implacable, borrando rostros y nombres en su lento pero constante avance.
De fondo, empezó a sonar música tradicional, con sus trompetas y sus bongós, y Kevin observó cómo Delia movía los hombros al compás, con una soltura y una confianza que antes no había visto en ella. Era como si el presente la hubiera vuelto más atrevida, más libre.
—Esto te trae recuerdos, ¿verdad? —susurró ella, transportándolo a un tiempo diferente donde la mujer que tenía delante se presentaba como un torbellino de cabellos oscuros y mejillas rechonchas. De nuevo, solo estaban ellos dos en aquella cafetería, y la escuchaba repetir las mismas palabras que cuando apenas contaba con sus inexpertos veinticuatro años—. Siempre los últimos, Kev.
Él dejó que sus labios se curvaran en una sonrisa breve y tenue. De alguna forma, era cierto. Ellos eran los sobrevivientes.
—He oído hablar de tu nuevo libro —agregó, cambiando de tema abruptamente y sorprendiéndola con la mención de su trabajo.
Normalmente, cualquier oportunidad para hablar de su faceta como novelista encendía el espíritu de Delia, pero esa mañana no se mostraba tan entusiasta como en otras ocasiones, ni siquiera con el reciente éxito de su biografía personal llevada al papel.
—Ah, claro. Fue más trabajo de las niñas que mío, realmente, dado que ya no puedo hacerlo. Ya sabes.
Kevin asintió porque, en efecto, lo sabía. La fortaleza era un rasgo que ninguno de los dos poseía ya en su esplendor original.
—Es curioso, ¿Sabes? Que sigas refiriéndote a ellas como “niñas” cuando en realidad son mujeres adultas con familias propias.
—¿Y eso qué? Para mí siempre serán mis niñas —se quejó ella, arrancándole una sonrisa de asentimiento ante la verdad de aquel hecho.
Si no le fallaba la memoria, Aubrey y Sarai debían tener cuarenta y cinco y treinta y ocho años respectivamente. Él había estado en el hospital durante el parto de la segunda y era el padrino de la mayor, así como Delia lo era de su Mateo. Cuando eran pequeñas, solía llevárselas de vacaciones con él y su familia a Hialeah, aunque habían sido criadas como damitas europeas y tenían manías propias de los niños de allá, detestando el calor y la música alta. Pero gracias a esas visitas, habían aprendido muchas de las jergas de sus ancestros e historias sobre la cultura cubana que él había compartido con inmenso placer.
Aún guardaba las risas de sus ahijadas en un lugar sagrado de su corazón.
—Sí. Ellas son maravillosas.
—Lo son —admitió Delia con un dejo de melancolía en la voz—. También echan de menos a su tío Kev. Se preguntan por qué ya no vas a verlas.
—Quiero… pero no me atrevo.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—¿Es por la misma razón por la que aún no has leído mi nuevo libro? —preguntó Delia, y al no recibir respuesta, asumió que había vuelto a tocar ese punto sensible que lo afectaba más profundamente que al resto del grupo.
No era un secreto, al menos no para ella, que su mejor amigo le temía más al tiempo que a la muerte misma. Según él, esta última golpeaba solo una vez. El tiempo, en cambio, desgastaba, cambiaba y marchitaba, escapándose de sus manos como arena fina. Un enemigo invisible, y sin embargo, sentía su presencia muy dentro, tan parte suya como cualquier órgano vital.
Para Delia era distinto, pues había aprendido a ignorar lo negativo y centrarse en la belleza de envejecer. No se permitía darle muchas vueltas, pero Kevin había visto y experimentado más que ella, incluso siendo algunos años menor. Por eso, de todos sus amigos, había sido el que más se había quedado atrás.
—Siempre el último, Kev —volvió a decir ella, y sus palabras resonaron con tal significado que el corazón se le estrujó.
—Dede…
—¿Mm? —ella alzó el rostro para mirarlo—. ¿Qué pasa?
—Esta mañana mi hijo me dijo que venir aquí era una pérdida de tiempo. No entendía por qué insistía tanto, si siempre he dicho que detesto las reuniones.
—No parecías odiarlas tanto cuando yo estaba ahí para acompañarte.
—Exacto —reafirmó—. Porque tú estabas ahí.
Delia le dedicó una sonrisa tranquilizadora, aunque sin poder ocultar su evidente desconcierto.
—Todavía lo estoy —respondió, sin apartar la vista de los ojos marchitos de su mejor amigo, buscando en ellos alguna respuesta, alguna señal.
Este, por su parte, agachó la mirada con una mezcla de vergüenza y dolor.
—No, no lo estás —susurró con la voz rota, como si al pronunciar esas palabras estuviera confirmando su propio miedo.
El silencio que se coló entre ellos fue absoluto, vasto y desolador. Una extrañeza que se extendía como una sombra donde antes había tanta alegría, tanta complicidad. Ninguno de los dos se atrevió a hablar, porque sabían que cualquier tema que sacaran a relucir los haría recaer nuevamente en el pasado. Porque eso era lo que hacían los viejos amigos cuando volvían a juntarse después de tanto tiempo lejos el uno del otro: recordar. Y ninguno era particularmente bueno en ese juego de la memoria, en esas evocaciones que desgarraban el presente.
Delia apartó la vista, y por un instante, Kevin pensó que había sido egoísta al permitirse mostrarse tan apesadumbrado en lo que debería haber sido un día de celebración para ambos.
—Lo lament…
—No lo hagas —lo interrumpió ella, sin darle tiempo siquiera a terminar de formular la disculpa que se le había escapado de los labios—. Es nuestra tradición, ¿recuerdas?
Entonces, como si un resorte interno la impulsara, Delia giró de nuevo la cabeza para admirar la decoración del lugar, como si deseara absorber cada rincón y cada mota de polvo con la esperanza de devolverlos a su hogar. Su verdadero hogar. No América. No Europa. Sino un país, una isla rodeada por el océano más azul. Allí donde el café dejaba su huella en las uñas y el aire tenía el dulzor propio de la caña de azúcar. Donde el sol nacía entre las lomas para pintar el cielo de colores vivos y las nubes descendían del Escambray en forma de una lluvia torrencial.
—¿Quieres dar una vuelta por la ciudad y no hablar de cosas tristes? —cuestionó de la nada, y él no habría podido estar más de acuerdo.
—Sí, eso me gustaría mucho.
Acto seguido, sin apenas darse cuenta, sus cuerpos se movieron al unísono y se levantaron de sus sillas. Salieron a caminar por las calles, con el ritmo de la banda aún grabado en sus almas. Sus cuerpos envejecidos se movían con una sincronía lenta y sorprendente mientras, hipnotizados por la música de los años más locos de sus vidas, marchaban en la compañía del otro.
De repente, la imagen llegó sin filtros, como una película proyectada en el cielo: los dos, sentados en el portal de una casa en el pequeño pueblo donde crecieron, con la voz del Benny saliendo de la radio, una taza de café en una mano y un plato lleno de galletas María en el suelo junto a los sillones.
—¿Ya te diste cuenta, mejor amigo? Estamos caminando sobre adoquines.
Kevin se giró para ver a su querida amiga, y cuando lo hizo, ambos volvían a tener veinte años y bailaban juntos por la calle, sin soltarse de las manos. La ciudad desaparecía, el tiempo se detenía, y ellos se deslizaban como si estuvieran paseando por su natal Cienfuegos.
—De Cuba para el mundo. Adelante, compañero, ¡No te detengas por mí! Londres y el mundo tiemblan ante nuestros pasos—exclamó la mujer, y sola, en mitad de la calle, elevó sus manos al cielo.
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Déborah Pérez Rodríguez (Cienfuegos, 2001) profesora y escritora principiante cubana. Hija de una amante de la lectura, creció entre libros e historias de todo tipo, los cuales la impulsaron a incursionar en el mundo de la escritura creativa desde temprana edad. Fue su profesora de sexto quien la incentivó a participar en concursos de escritura infantil desde los once años, no siendo hasta los dieciséis cuando comenzó a considerar este pasatiempo como algo más serio. En el año 2019 participó en el concurso Mujer, vive tu vida sin violencia a nivel provincial, resultando en el puesto segundo con su historia Vino rojo y, posteriormente, durante la pandemia se le concedió una mención especial en la VIII Edición de la Revista Literaria Pluma. Aunque se destaca por sus relatos y cuentos cortos de temáticas diversas, Déborah también tiene dos novelas terminadas.
En la actualidad cursa quinto año en la carrera de Lenguas Extranjeras, y cuando no está estudiando, le gusta pasar su tiempo leyendo una buena novela, escuchando música de la década ochentera o escribiendo sus historias.