Tomé la carta que me dejó, si es que se le puede llamar “carta” a un mensaje incompleto. Volví a leer las únicas dos líneas escritas con la esperanza de hallarla terminada, de que mágicamente aparecieran las frases ausentes, pero la hoja siguió igual: blanca en su mayoría, como si las letras se hubieran desvanecido en la niebla.
Sería impensable, en plena cordura, creer que en una carta inconclusa puedan brotar las palabras que la remitente muerta no logró escribir. Es en este razonamiento donde encuentro el dilema que me tiene tan inquieto: creo que me estoy volviendo loco. La idea de perder la razón me causa temor, pero lo que en verdad me aterra es la posibilidad de no haber notado que ya la perdí.
Dicen que la incertidumbre es corrosiva para el alma y la mente. En parte tienen razón, pues entre las muchas cosas que me han quitado la paz estos últimos días está el no saber por qué lo hizo; aunque existe un pensamiento que me estremece aún más: la posibilidad de que en el fondo ya conozca sus motivos. Quizás por eso dejó la carta a medias, para que sea yo quien termine de escribirla, quien redacte el motivo por el cual mi madre se quitó la vida.
Podría pensar que una de las razones detrás de su decisión fue la lejana y poco afectuosa relación que sostuvimos por casi treinta años, pero la realidad es que ambos vivíamos en paz con ese acuerdo. Durante mi infancia, hubo un momento en el que percibí que mi madre cambiaba: se volvió menos paciente con mis preguntas, más hermética y totalmente ensimismada. Fue entonces cuando comprendí que a ella le gustaba tener sus secretos, así que yo aprendí a tener los míos por igual.
Debido a esta dinámica en nuestra relación, me sorprendió su insistencia por hablar conmigo, justo el día de su muerte. Me hice el desentendido las primeras cinco veces que llamó, pero el teléfono sonó una sexta. Ella nunca era tan insistente, así que decidí contestar.
Me preguntó cómo estaba con su voz rasposa. Se escuchaba aletargada. La banalidad de su interrupción me resultó irritante. Pensé que me llamabas por algo urgente, le dije. La escuché inhalar de su cigarro. Aclaró su garganta antes de volver a hablar: La semana pasada comenzaron la limpieza de la barranca, ¿tú crees? ¿Qué clase de comentario era aquel? Mamá, si no es nada importante preferiría devolverte la llamada después, impuse, molesto por haberme interrumpido en horas de trabajo. Colgué.
Esa noche le marqué, pero no contestó. Era común que mi madre se fuera a dormir más temprano de lo usual, así que no le tomé mucha importancia y me fui a la cama. Fue la primera vez que soñé con esa mujer, la que ahora se me presenta cada noche, sin falta.
Su silueta se materializó de entre las sombras en un rincón de mi habitación. Su avance hacia mí fue desconcertante, casi irreal, como si se tratara de una marioneta movida por hilos invisibles. Me sobresalté al notar su cercanía. Froté mis ojos para poder enfocarla mejor: ella no caminaba, flotaba. Las puntas de sus pies apenas rozaban el piso. No venía sola. Sujetaba la mano de una criatura: un gato enorme y gris que, erguido en dos patas, también se alzaba sobre el suelo, mirándome.
Desperté con un agotamiento inusual que me mantuvo consternado durante los siguientes días, con la sensación de que algo no estaba bien. Me descubría apretando la mandíbula y experimentando temor constantemente. Siempre he sufrido de períodos de ansiedad, pero eso se sentía diferente. Estaba claro que tendría que incrementar la dosis de pastillas para dormir.
La noticia del fallecimiento de mi madre llegó un día después del suceso, gracias a una supuesta amiga suya: una señora que vivía en la unidad habitacional que estaba cruzando la barranca. Ella ayudaba a mi madre con la limpieza, me explicó por teléfono, y halló su cuerpo cuando entró a laborar a la casa.
No quisiera ser insensible, pero es que en verdad me impresionó mucho, joven, fue lo que me dijo para justificar sus morbosas descripciones. Su mami estaba ahí tirada, toda vomitada con un montón de pastillas a un lado. Tenía los dedos de sus manos bien agarrotados, como si fueran garritas, y los ojos abiertos, casi blancos. Si era capaz de arrojar semejante descripción por teléfono, no quería ni pensar en todo lo que podría estar diciendo a los vecinos. Imaginarla imitando la expresión de mi difunta con tal de tener la atención de unos cuantos me llenaba de rabia. Conozco a esa clase de personas.
Aunque me resultaba profundamente desagradable, hice un gran esfuerzo por tratarla con amabilidad, ya que era quien me entregaría las llaves de la casa de mi madre y, además, el proceso de entrega del cuerpo ya estaba avanzando gracias a ella. Eso me daba alivio, pues no deseaba quedarme más tiempo de lo necesario en aquel lugar.
Me tomé unos días de descanso en el trabajo y salí rumbo al pueblo. Fueron hipnotizantes las cuatro horas manejando cumbre arriba. Los faros del auto se abrían paso entre la neblina, la cual mostraba el camino a cuentagotas. Impaciente, esperaba el instante en que aquel viejo hogar se mostrara ante mí. Habían transcurrido quince años desde mi última visita, ¿o habían sido más? No recuerdo bien. Cuando se trata del pueblo mi memoria se difumina, como si su eterna bruma se hubiera filtrado en mi cabeza.
La casa era más pequeña de lo que recordaba. Ver los mismos muebles que usé durante mi niñez me provocó una sensación de irrealidad: como un extraño visitando un museo, observando piezas pertenecientes a una época lejana. Un objeto colocado en el centro del comedor llamó mi atención, pues se sentía completamente fuera de contexto. Era una piedra de tamaño mediano, lisa y sorprendentemente pesada. Debajo de ella, la infame carta inconclusa que me dejó.
Respiré hondo para aligerar la pesadez en mi pecho. El olor a humedad y tabaco aumentaba la sensación de estar en un lugar avejentado, claustrofóbico. Esa añejada fragancia era la misma que impregnaba la ropa de mi madre… y sus abrazos, de los cuales recuerdo pocos. Abrí las ventanas para dejar escapar mis memorias encerradas en esa casa, y también para ventilarla.
Ese primer día me concentré en darle continuidad a los trámites necesarios para la entrega del cuerpo, y poder así preparar el entierro. Sin embargo, el proceso que había iniciado la supuesta amiga de mi madre estaba estancado. Unos inquietantes hallazgos que se hicieron durante la limpieza de la barranca tomaron prioridad, me dijeron. A pesar de eso, me las arreglé para movilizar el papeleo, apelando a las penosas circunstancias del fallecimiento de mi madre.
Exhausto, regresé a descansar al que alguna vez fue mi hogar. Lo primero que percibí al entrar fue una rancia pestilencia en el aire. El hedor era tan agrio que me provocó nauseas casi al instante. Provenía de la barranca que se encontraba a escasos cien metros de la casa.
Me apresuré a cerrar las ventanas, pero decidí dejar la puerta de la entrada abierta para que el desagradable olor pudiera salir. La barranca había sido el vertedero de basura de las personas que vivían a los alrededores, además de servir como una clara división entre dos colonias: la Unidad, una colonia de obreros, y la Progreso, donde gente de clase media-baja aspiraba encontrar una vida mejor. Y digo aspiraba porque para mi madre esa vida nunca llegó.
El voladero de la barranca era el punto de reunión de los niños que vivían en la Unidad. Mi madre me tenía estrictamente prohibido ir a jugar ahí, con ellos. Suficientes esfuerzos hago para pagarte la escuela como para que vayas a aprender malas mañas con aquellos vagos, recitaba con la boca humeante y un cigarro en la mano. Iré solo un ratito, mamá, por favor. Ella siempre se negaba, así que yo siempre me escapaba.
Mi madre fue una mujer estricta, pero no por eso menos amorosa. Ella sabía perfectamente que clase de hombre deseaba hacer de mí, sin embargo, algo falló en su minucioso plan. De un día para otro mi presencia comenzó a irritarla, lo podía ver cuando cambiaba su expresión al mirarme. Se notaba ausente y siempre estaba pensativa. Dejó de saludar a los vecinos y de hacer cosas que antes le importaban mucho. Gustos y actitudes que antes la definían dejaron de ser significativos para ella.
Traje mis pensamientos de vuelta al presente. La peste que se filtró dentro de la casa se había esfumado, así que me dirigí a la entrada para cerrar la puerta. En el piso, a punto de cruzar el umbral, había una pluma de ave. Era más grande que la palma de mi mano y de tonalidades grises. La aparté con el zapato y cerré la puerta para ir a dormir.
Esa fue la segunda noche que ella se presentó ante mí. Siempre que recuerdo esa pesadilla me descubro tenso y mordiendo mis nudillos, no porque haya sido particularmente aterradora, sino porque fue esa la ocasión en la que logré reconocer a aquella mujer.
Las pastillas para dormir tardaron en hacer efecto a causa de la acumulación de estrés y emociones por las que atravesaba esos días. Me hallaba en un limbo entre la vigilia y soñolencia cuando escuché como se abría la puerta de la casa. La pestilencia proveniente de la barranca anunció su llegada: la mujer que flota.
Antes de que entrara en la habitación, escuché unos lastimosos maullidos. Esta vez no sólo venía acompañada de la extraña criatura, sino que además sujetaba algo con los dedos: un objeto pequeño y liviano que se movía ante cualquier movimiento ligero. Se acercó y lo dejó caer sobre mi pecho: era una diminuta pluma gris llena de pelusas perteneciente a un polluelo. La luz filtrada por los sucios cristales de la ventana reveló su rostro en la oscuridad. Yo la conocía…
Su nombre era Constanza, ¿o Concepción? No recuerdo bien, pero su apellido era inolvidable: Pájaro. Ella era residente de la Unidad y era conocida en las colonias aledañas por haberse convertido en una incómoda figura, pues rondaba las casas, llorando y gritando, dando de graznidos como un cuervo. Siempre sucia. Siempre desaliñada. La viva imagen del sufrimiento, decían. Sin embargo… yo no la recuerdo así.
Concepción, o Constanza, doña Pájaro, era la mamá de un niño con el que solía jugar cerca de la barranca. No entiendo cómo olvidé a este particular personaje, pero ahora que empiezo a recordar, la puedo visualizar caminando a través de la neblina, siempre acompañada por su gato llamado Resortes, ¿o era Rechoncho? No lo sé. Ese animal me ponía los pelos de punta.
Hay dos lugares donde recuerdo haberme encontrado a doña Pájaro. El primero: yendo a recoger a su hijo en el voladero de la barranca. Cada que su niño salía a jugar, ella llegaba por él acompañada del animal. El segundo lugar fue frente a mi casa, cuando la gente decía que ya estaba loca.
En esa ocasión, me abordó mientras me encontraba distraído jugando con unos insectos en la banqueta. Ella traía el cabello sucio y enredado, y su ropa olía a sudor. Creo que me quedé pasmado, pues lo siguiente que viene a mi memoria es tener sus manos sobre mi cara. Mirándome a los ojos, me preguntó desesperada: ¿Lo has visto? Yo sé que sí. Ayúdame a encontrarlo, por favor. Mi madre corrió a gritarle que me dejara en paz, ahuyentándola como si fuera un perro sarnoso. ¿A quién anda buscando, mamá? Ella no respondió, pero estaba convencido de que buscaba a su gato Resortes, ya que nunca más se la vio acompañada de su mascota, y vaya que eran inseparables.
La devastación emocional que su locura causó en sus familiares provocó que la fueran abandonando, de uno por uno. El primero en irse fue su hijo: el niño con el que solía jugar en la barranca. Casi de inmediato se lo llevaron con su abuela paterna para evitar que su madre le hiciera algún daño. Al menos eso escuché de boca de mi madre. Y es que una mujer en ese estado ya no era capaz de cuidar a un niño pequeño, al contrario, representaba un peligro para el menor.
El segundo en esfumarse de la vida de doña Pájaro fue su marido, quien a los pocos meses de iniciada su terrible crisis mental, la abandonó. Ya mayor, supe que el señor tenía otra mujer en la colonia Progreso, la que está cruzando la barranca. Quizás esa fue la verdadera razón por la cual doña Pájaro perdió la cabeza: el saber que su esposo llevaba rato amando a otra. Eso me parece una idea más coherente, pues no creo que su demencia haya sido a causa de la desaparición de su gato. De haber sido esa la razón, no le hubiera hecho lo que le hice a su Resortes ¿Rechoncho? Re-muerto más bien.
Esa noche no dormí nada. La caja de Pandora se había abierto, liberando una marea de recuerdos que antes mantenía guardados en un oscuro rincón de mi mente, y que el amanecer me sorprendió navegando. Me levanté de la cama con premura y, al bajar los pies, hallé la pequeña pluma gris sobre el suelo. Me quedé estático, estrujando la colcha con fuerza. Tenía que marcharme de ahí cuanto antes.
Pude concluir los trámites durante el transcurso de ese día, programando el entierro para la mañana siguiente. De haber sido posible, me hubiera gustado dejar todo hecho esa misma tarde, pero resultaba irrealizable. Un poco más y podré huir de este lugar.
Ya sin ningún otro pendiente más que esperar, me encaminé de regreso a casa de mi madre, apresurado para poder llegar antes del atardecer. La temperatura iba en descenso y la neblina ganaba densidad, ocultando en su blancura veredas y calles por igual. ¡Qué sorpresa me llevé al encontrarme de pie frente a la entrada de la barranca! Ni siquiera el hedor me hizo percatarme del abrupto cambio de dirección. Quizás ya me estaba acostumbrando a él.
Una cerca bordeaba las orillas del voladero. Había letreros que prohibían el paso anunciando las obras de limpieza que se estaban llevando a cabo. En un pequeño acto de rebeldía, salté el cercado para explorar ese lugar que por años oculté en mis memorias. La barranca era una herida abierta en la tierra, un lugar donde los secretos se acumulaban como agua estancada.
La semana pasada comenzaron la limpieza de la barranca, ¿tú crees?, escuché la voz de mi madre en mi cabeza. ¿Por qué había sido tan importante para ella comentar ese detalle el día de su muerte? Nosotros siempre fuimos respetuosos y nunca arrojamos nuestra basura a la barranca.
Bueno, quizás yo si arrojé algo…
La niebla trajo a mi mente el recuerdo de aquella tarde de hace casi treinta años. Como de costumbre, había escapado de casa para ir a jugar con los niños de la Unidad, pero llegué tarde: ya no había nadie. Hallé la forma de entretenerme solo, construyendo castillos con piedras y lodo. Junté las rocas más grandes para crear los cimientos y después apilé las de menor tamaño para alzar las torres. Disfrutaba de hacer altas edificaciones con el único objetivo de derrumbarlas y verlas caer al precipicio.
A lo lejos, una silueta se dibujó de entre la bruma: un niño pequeño y flaco, con la ropa remendada y holgada, que traía a un gato gris entre sus brazos. Era el hijo de doña Pájaro. Con delicadeza, bajó al animal, que traía el pelaje enmarañado y visiblemente sucio. El felino corrió hacia mi castillo, derrumbando una de sus torres más pequeñas de una costalada. Molesto, empujé al gato con fuerza para alejarlo. El animal contestó la agresión con un zarpazo, arañando mi cachete y parte del brazo. ¡Resortes, no!, gritó el mocoso.
Me pasé la mano sobre la mejilla y un dolor ardiente recorrió toda mi cara. Mis dedos habían quedado manchados de sangre. ¡Me sentí tan enojado! Sin pensar, tomé un par de piedras y las arrojé con fuerza en dirección al animal. La primera golpeó su espalda, cerca de donde empezaba su cola. La segunda aterrizó en seco sobre su pequeña cabeza, provocando de inmediato el desplome del felino.
El niño corrió hacia su mascota, casi resbalando hacia el vacío. Estábamos muy cerca del voladero. ¡Lo mataste! ¡Lo mataste! Llorando, cogió al gato entre sus brazos. Comenzó a gritar el nombre de su madre para que viniera a su auxilio. Me invadió un miedo terrible. No quería meterme en problemas o ser castigado. Si mi madre se enteraba de esto las consecuencias serían muy graves.
Le pedí una y otra vez que se callara, pero el mocoso no paraba de berrear. Traté de taparle la boca para que nadie lo escuchara. Movió su cabeza de un lado a otro intentado liberarse; yo respondí presionando con más fuerza hasta que, enojado, el niño mordió mi mano y me empujó con su hombro para no soltar a su mascota. La brusquedad del movimiento lo hizo perder el equilibrio, cayendo de rodillas al suelo y con su gato aún en brazos. Gritó el nombre de su mamá con más fuerza. Desesperado, tomé otra piedra, la más grande que tenía a mi alcance. Necesité ambas manos para sostenerla y, cerrando los ojos, la aventé con fuerza. Los gritos pararon en seco. No sé cuánto tiempo pasó, pero cuando abrí los ojos el niño se había ido. Seguramente me ha ido a acusar, pensé.
Paralizado, observé como la neblina a mi alrededor se espesaba. Me quedé a solas con el gato, quien de nuevo estaba tirado e inmóvil sobre el suelo. Su cuerpo estaba tan cerca de la pendiente que se me hizo fácil empujarlo con el pie y verlo caer hasta el fondo, sin embargo, mi pierna no tuvo la fuerza para moverlo. Era más pesado de lo que aparentaba. Tuve que usar todo mi cuerpo para arrastrarlo hasta la orilla del voladero y arrojarlo. Su cuerpo aterrizó sobre un montón de basura y lodo en el fondo de la barranca. Esa noche hubo una tormenta, lo recuerdo porque llegué empapado a casa. Seguramente el felino fue arrastrado por la corriente junto con un montón de basura y el recuerdo de mi infame conducta.
Mucha gente tiene la creencia de que los niños son crueles por naturaleza, y concuerdo. Creo que de pequeño, uno va ajustando su balanza, su termostato moral. Entre juego y juego los niños experimentan, van tanteando el terreno para distinguir el bien y del mal. No sería correcto juzgar a alguien por un acto cometido durante su formación como ser humano, ¿no es así? ¿¡No es así!?
¡Dios mío! Salté el cercado y me alejé de aquel lugar con las manos temblando. No me di cuenta en qué momento comencé a correr en dirección a la casa. Inútilmente, intentaba huir de las reminiscencias que me acosaban desde mi regreso al pueblo. Entré abruptamente a casa. ¡Mamá! ¡Mamá!, grité mientras la buscaba en la sala, en el comedor, en la cocina. Por fin la hallé sentada en su cama, con un cigarro en mano.
¿Dónde estuviste que vienes todo mojado? Mamá, yo… Dios mío, ¿qué te pasó en la cara? Perdóname mamá. Fue el gato de esa señora, ¿verdad? ¿Otra vez estuviste en la barranca? Yo no fui, mamá, te lo juro. ¿Por qué vienes tan alterado? ¿Qué fue lo que pasó? Yo solo quería jugar, mamá. ¿Qué traes en la mano? ¿Una piedra?
Sí, una piedra mamá. Una piedra con la que cargaríamos el resto de nuestras vidas.
Al día siguiente todo aconteció tal cual lo había planeado. La ceremonia de sepultura fue breve y sin asistentes. Había invitado a la supuesta amiga de mi madre, la vecina de la Unidad, pero no se presentó.
Después del funeral, comencé a preparar mi regreso a la ciudad. No necesitaba una gran despedida, pero aun así me tomé unos minutos de silencio dentro de la casa para honrar la memoria de mi madre. Tomé mi maleta y justo cuando estaba a punto salir, escuché el teléfono timbrar. Esta vez decidí no ignorar la llamada. Escuché una ronca y aletargada respiración al otro lado de la línea. Es cierto mamá, ya se me estaba olvidando. Tomé la piedra que se encontraba sobre el comedor, la metí en mi maleta y emprendí mi regreso.
Enrique León Benavides. Puebla, México, 1987. Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad Popular Autónoma de Puebla. Ha tomado talleres de creación literaria en “La Letra Secreta” y “Laboratorio para Narradores”, así como múltiples cursos en línea. Actualmente es director creativo en una empresa internacional especializada en diseño y branding.
El género literario que practica es la narrativa, especializándose en el terror/horror y la ciencia ficción. Sus cuentos “El último regalo de mamá” y “La Carroña” han sido publicados en dos libros de antologías dentro de la editorial “Alas de Cuervo”, y actualmente se encuentra trabajando en una antología propia. Como amante del género de terror, le emociona poder llegar a lectores que busquen algo macabro e inquietante en un relato.
“A través del terror puedo explorar mis propios miedos: sumergirme en las aguas más turbias de mi mente y hallar los pensamientos más inquietantes que ahí habitan, para luego materializarlos en relatos. Solo así ya no serán míos, sino de quien se atreva a leerlos.”