Hay un hombre en lo alto de una torre. Por encima de las nubes, más allá de donde las estrellas palidecen, él nos observa, él nos escucha. Su hogar yace en el centro de la ciudad. Nadie sube, al igual que nadie baja.
El hombre posee un telescopio, incrustado en medio de su habitación. Cuando mira a través de el, siente cómo los engranajes se mueven bajo sus pies. El mecanismo le permite girar alrededor de la sala, sin levantarse de su asiento, sin apartar el ojo de la mirilla. Quienes observan la rotación desde abajo, creen que son los fuertes vientos que abrazan la torre.
El hombre está sujeto a un par de megáfonos. El eco, antes de pasar a ruido, antes de ser nada, se aloja en la boquilla de cobre y choca contra sus tímpanos. Aquellos secretos que llega a escuchar hacen que despierte su interés. Quiere saber cómo son ocultados, quiere saber qué serán cuando sean revelados. Cuando él nos mira, cierra su ojo izquierdo, apretando los dientes. Cuando él nos observa, su ojo derecho, siempre abierto, se mantiene al margen del cristal. Y sus oídos degustan lo que no puede saborear o sentir.
Las nubes alrededor de la torre no muestran qué hay más allá del cielo. Pocos saben de su mirada. Nadie sabe cuánto ha visto, ni cuánto le falta por ver.
Alguien pega un grito, al este de la ciudadela, en un callejón. El hombre gira, siguiendo el curso de las ondas de sonido. Su ojo observa un par de manos callando los besos de aliento. Unos dedos se arrastras por debajo de una falda degastada. Y la piel, que en un principio era agradable a la vista, cada vez más, es apartada de los rayos del sol, dejándose sofocar por lo que ocultan las sombras. Su ojo intenta cerrarse por completo, mas el margen de la mirilla sujeta sus párpados a lo que en un inicio él buscaba.
Sus oídos sintonizan una melodía que viene desde el sur. Los engranajes de la torre se mueven hasta dar con el lugar de los hechos. Por una grieta en la pared, su visión se cuela en el interior de la habitación. El ojo que todo lo ve se pasea por la sala. Salvo la cuna, no hay muebles que llenen ni cuadros que decoren aquella habitación. Mira en el lecho, y quien se arrulla con la caja de música no es más que un bebé, quien, aún petrificado, extiende sus brazos hacia el cielo. Su ojo escapa de ahí, ignorando lo acontecido, mas su hermano gemelo sueña con aquellos huesos que sobresalían de la piel.
El ritmo del tic tac despierta su atención. Un sonido mecánico lo llama, pide que vaya al norte de la ciudad. El hombre acepta la invitación, aunque no quiera, siempre acepta. Bajo un árbol seco, sobre las flores marchitas, alguien tecla en su máquina de escribir. La hoja, poco a poco, se revela ante sus ojos con una historia cuyas palabras aún poseen la frescura de la tinta y manchones en cada signo de puntuación. El hombre nos está leyendo:
Su ojo izquierdo comienza a despertar. Ya ha tenido suficiente con las imágenes que no ha visto. Quiere buscar su propia realidad. Su ojo derecho comienza a decaer. Desea soñar con el sonido de una estrella fugaz, guiarse hasta allá y perderse en la negrura que se extiende hasta el infinito. Dejar que un astro robe lo más preciado para él, dejar que le conceda lo que otros escritores temieron tanto y no pudieron sanar: la ceguera absoluta.
La hoja, sin llegar al punto final, es arrancada de la máquina y se une a la basura. Su ojo se cuela sin problemas en los desechos, mas no hay conclusión alguna para su búsqueda.
Atado en su trono, el hombre escucha a lo lejos el ronroneo de otra máquina. Incapaz de mantener la mirada en la escena que le trajo sustento, es empujado a un nuevo lugar en donde un motor da energía a una silla eléctrica. Todavía no hay nadie sentando, pero estará ahí para ver cuando se desocupe el asiento. El hombre escucha los pasos de las personas que se avecinan. Quiere escapar de ahí, quiere volver y quedarse en aquellas palabras donde su imaginación siempre será libre. Los guardias atan al prisionero en la silla eléctrica y, aunque las sombras ocultan sus rostros con mascarillas, él se mira ahí, sentando en espera de que el próximo ruido que cruce por su cabeza lo lleve lejos, muy lejos, de donde está ahora.
Uriel Velázquez Bañuelos (22, enero de 1998, Guadalajara, Jalisco) Estudiante de la Licenciatura en Escritura Creativa de la Universidad de Guadalajara, ganador del Primer Lugar en el XI Concurso de Cuento Infantil de la Universidad Autónoma del Estado de México, con la obra “El niño y el mar”; fue finalista en el XII Premio Internacional de Novela Infantil Altazor 2024, con la obra “El pequeño detective”, es autor del cuento “La princesa de los dragones”, publicado en Plaquettes Series Letras Infantiles 2024 por parte de Editorial Winged; y ganador del XIV Concurso Literario Luvina Joven en la sección de cuento con su obra “El hombre monocromático”. Además, Velázquez Bañuelos es columnista/autómata de la revista Penumbria, en su espacio “Mundos Interactivos”, es coordinador del Gran Colisionador de Textos Especulativos, y miembro de la Asociación de Literatura de Ciencia Ficción y Fantástica Chilena, y de la Sociedad Fantásmica.