Marco, Marco, Marco

El amor más puro y enfebrecido

es en ocasiones el que no puede ser.

Emily Brontë

Regresé a casa con un libro en la mano y tu beso en mi boca. A partir de ese momento supe que el único lugar en el que lograría encontrarte sería en mis recuerdos. Es por eso que me empeño en reproducir una y otra vez las memorias a tu lado, buscando esas migajas que alimenten mi famélica cordura. Tu forma de mirarme, las sonrisas siempre a la distancia, y esos abrazos que se prolongaban sólo un poquito más para no levantar sospechas. Esos son los fragmentos que recojo y junto para reconstruirte en mi mente, como si fueses un muñeco roto de porcelana. Mi muñeco. Mi Marco… su Marco.

De entre toda esa colección de tortuosos recuerdos, la visita a la librería es mi favorito, pues fue la última vez que te vi. Si me concentro lo suficiente puedo sentir la densa y calurosa humedad que se respiraba ese día. La gente apuraba el paso buscando refugio en las esbeltas sombras que proyectaban los edificios viejos del centro. No tú. No yo. Era casi el mediodía y caminábamos a paso lento, prolongando nuestro paseo, tratando de estirar el tiempo. Congelarlo de ser posible. Sólo tú eras nítido a mis ojos, pues mi alrededor se desdibujaba en la humedad: un paisaje urbano pintado en acuarela.

Durante el trayecto me fui acercando a ti. Hombro con hombro, logré que mis dedos rozaran tu mano. Continué con la plática como si no me diera cuenta de lo que intencionalmente estaba provocando. El roce era eléctrico, lo podía ver en tu rostro, pues dejaste escapar una ligera sonrisa. Tus ojos se iluminaron y, libre de todo razonamiento, tomaste mi mano. La aspereza de tu palma contrastó con la suavidad de la mía. “Escapemos juntos”, deseaba proponerte.

Noté el momento exacto en el que cambiaste tu expresión. Tu alegría se vio aplastada por el peso de tu responsabilidad, de tu futuro compromiso. Me soltaste la mano como si una araña hubiese pinchado tu dedo anular, aquel dedo donde llevarías una sortija, símbolo de la promesa que le hiciste a esa mujer y que, vestido de gala, cumplirías al siguiente día.

—Ya casi llegamos —señalaste en dirección a la librería, tratando de justificar la abrupta manera en la que dejaste mi mano a la deriva.

—¿Podemos ir más despacio?

—No creo, —miraste el cielo— al parecer se nos está acabando el día soleado.

Unas nubes grises comenzaban a invadir el firmamento.

Llegamos a la librería y te adentraste por los pasillos en búsqueda del libro que deseabas obsequiarme: mi regalo de despedida. Te seguí con la mirada mientras recorrías los estantes y te descubrí mirándome. Cientos de libros enmarcaban tu figura. Cientos de historias que sólo a tu lado deseaba descubrir. “Quédate conmigo, Marco”, murmuré a lo lejos, deseando que mi voz se convirtiese en un susurro eterno para tus oídos.

De entre todos los libros fue uno el elegido. Lo retiraste del estante y, a la distancia, te observé tomar la pluma que llevabas en el bolsillo de tu camisa. ¿Escribirías una dedicatoria? No. Era demasiado arriesgado tener evidencias de lo nuestro. En su lugar sólo subrayaste un par de líneas antes de cerrar el ejemplar y caminar en mi dirección.

Ya frente a mí, me entregaste el libro y… algo más. Un pequeño sobre dorado, plastificado, que guardabas dentro de tu saco. La invitación.

—Sería sospechoso si no te presentas a la boda mañana.

Que bajeza la tuya. Y sin embargo, seguí ahí a tu lado. Cumbres Borrascosas descansó sobre mis manos. Te agradecí con desencaje. Sujetaste mi cintura y te acercaste a mí. Cara a cara deseabas compensar tu lastimoso comentario. Brontë, Austen y Du Maurier fueron las atestiguantes de ese beso que nadie debió ver, ese beso que era una disculpa, una declaración y un adiós al mismo tiempo. Mis damas de honor guardarían el secreto de ese arrebato entre sus prisiones de papel, tinta y polvo.

Antes de separarnos, acaricié tu mejilla y jugué un poco con tu cabello. Evitaste mi mirada, pues tus ojos iban de un lado a otro, nerviosos, inspeccionando el lugar en busca de algún testigo indeseable. No me importó. Con mis dedos dibujé un hilo invisible en el aire y lo trencé a tus rizos, anudando la imagen de mi rostro, de mi cuerpo, mi boca y mi sexo a tu cabeza. “No me olvidarás, Marco”. El cielo tronó anunciando una tormenta.

Salimos de la librería con prisa, hasta que los dos recordamos que esa sería… la última vez. Frenamos el paso a media calle. No importaba si la lluvia mojaba nuestras ropas. El día, que antes era luminoso y cálido, se había vuelto gris, y la gente ya no huía del sol, sino de la amenaza de un diluvio. No hallé las palabras para despedirme. Te miré y forcé una sonrisa que seguramente se vio triste y patética.

—Nos vemos mañana —y extendiste tu mano con frialdad, como si te despidieras de una persona desconocida.

“Sabes que no iré.” es lo que hubiese querido decir, pero me quedé en silencio, sin estrechar tu mano. Mi negativa te fue indiferente y, dando media vuelta, te alejaste de mí. Me quedé inmóvil, sintiendo un lacerante pinchazo con cada paso que dabas. Verte lejos me inundó el alma con una abrumadora desesperación y antes de perderte de vista, grité.

—Marco. ¡Marco! ¡Quédate a mi lado, por favor!

Te detuviste un instante para girar la cabeza y mirarme de reojo con cierto desaire. Una pareja se detuvo sorprendida al oírme gritar. “Que persona tan loca, tan desquiciada”, debieron haber pensado. Sentí vergüenza, pero no arrepentimiento. Era mi última oportunidad, mi último ofrecimiento. A lo lejos te vi mover los labios. El sonido de un “perdóname”, o quizás un “te amo” fue taponado por el estruendoso aguacero.

Continuaste tu camino sin mí.

Llegué a casa con el corazón aplastado y la ropa empapada de lluvia y lágrimas. Al día siguiente moriría cualquier posibilidad de que fueses mío. “Tus labios se presentarán desbordantes de vida ante el altar porque besaron los míos”, pensé. No me enorgullezco, pero tampoco me arrepiento. A mí no me importaría que antes hubieses besado otras bocas si pudieras ser mío por el resto de mis días. La envidio y me detesto.

Aún escurriendo de agua, me dirigí a mi viejo escritorio con tu regalo en mano. Tratar de protegerlo de la lluvia fue absurdo. Sus hojas se convirtieron en un engrudo de palabras sin sentido. Con desesperación trate de rescatar algunas páginas, buscando aquella donde me dejaste subrayado tu último mensaje. Fue inútil. Esas últimas palabras, dedicadas exclusivamente para mí, se habían perdido para siempre.

Lo único intacto entre esa pasta de papel era la invitación. La sostuve entre mis manos con la intención de romperla, quemarla, pisarla, pero sabía que eso no te haría volver. En su lugar, abrí el sobre y recorrí con la yema de mis dedos el papel, sintiendo su textura granulada. En bajo relieve y entintado de dorado estaban escritos tu nombre y el de ella.

Marco y ella.

Nunca Marco y yo.

Jamás Marco y él.

Hay días en los que repaso ese recuerdo con fidelidad, respetando cada doloroso detalle con devoción. Pero hay otros en lo que decido mover los hilos a mi antojo. Es entonces cuando cierro los ojos y regreso a la librería. Te veo a ti, Marco, caminando entre miles de historias, erguido y arrogante. Me encuentras en ese laberinto de estantes y tus ojos se enternecen al mirarme. Extiendes tu mano, no como un saludo, sino con la intención de tomar la mía para no volver a soltarla jamás, sin importar si los demás nos observan con disgusto. Escucho las reacciones de sorpresa de la gente cuando sellas el arrebato con un beso largo. En mi fantasía, tú me eliges. “Marco… Marco… Marco”. Repito tu nombre como un embrujo, como una invocación. Que mi imagen quede impregnada en ti. Que mi voz sea el único llamado al que responde tu deseo. ¿Y para mí? Que tu último beso me siga acompañando durante la oscuridad.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *