Él

Observas los carros pasar, sientes la lluvia impregnando tu ropa, tu cabello. En cuestión de minutos estás empapado. Allí vas de nuevo, alzando el dedo índice, solo quieres que alguno de ellos se detenga. Escuchas el agua romper al contacto de las ruedas que van demasiado rápido y el viento en el crujir de los árboles.

No te rindes, continúas intentando. Comienzas a caminar con la impotencia de no conseguir ayuda. La lluvia se intensifica, y por fin, alguien se detiene. No logras ver su rostro, el chubasco es intenso. Abres la puerta y subes en el asiento del copiloto. Notas un olor como a cigarro. Es un hombre quien conduce.

—¿A dónde con este clima?

—Voy a BlackMoore, gracias por haberse detenido.

—Paso justo en la entrada.

—Está bien, gracias.

Asiente. Te observa detenidamente antes de arrancar. Te ofrece un cigarro y accedes. Entras en calor. Miras por la ventana el follaje que vas dejando atrás. El sonido de la lluvia y la nicotina van relajando tu cuerpo. Terminas de fumar, avientas la colilla. Tus ojos quieren cerrarse. Piensas: no es buena idea quedarte dormido a lado de un extraño. Luchas por mantenerte despierto. Cierras los ojos y los recuerdos vienen a tu mente.

Tu abuela lo quería más que a ti. Desde que tu madre te dejó a su cargo, solo ha sabido cómo joderte la existencia. Chamaco por aquí, chamaco por allá, nunca estuvo feliz con lo que hacías. Tuviste que dejar la escuela pasando los doce. El abuelo te empleó para el cuidado de su granja. Alguien tenía que ordeñar a las vacas, porque el viejo ya tenía malestar en sus huesos. Cada mañana, antes de comenzar el trabajo, te obligaban a rezar. Era una ley, una que no podía quebrantarse. Los domingos te llevaban a la iglesia. ¿Recuerdas cómo te golpeó el anciano cuando cuestionaste sobre la existencia de ese Dios? No te soltó hasta que las nalgas te sangraron.

En tu cumpleaños dieciséis te llevaron a dar gracias al templo. En la celebración, él acudió. ¿Recuerdas cómo te miraba? Te traían de sirviente, atendiendo lo que al señor se le ofreciera. Se suponía que tú eras el festejado.

Fue el 20 de septiembre, fuiste a vender queso de cabra. Regresabas montado en tu bicicleta cuando pasaste por ese lugar. ¿Qué viste con exactitud? ¿Era él y la hija de los Montalvo? Algo así dijiste a tu abuela. Te costó un par de bofeteadas. Te dijo: “Deja de estar de vieja chismosa, el reverendo es la figura del Señor, cómo osas faltarle al respeto a tu Dios, chamaco del demonio”.

Siempre era Dios contra ti, ¿verdad?

¿Con quién lo viste después? ¿Matilda o Lucrecia? Espera, ¿No fue con el chico del establo de los Baskerville? Esta vez lo callaste. Ya no soportabas los golpes, los insultos. Todo empeoró cuando él fue a buscarte. Nunca lo olvidó, sabía que tú sabías su secreto. ¿Qué te dijo? Hijo mío, a veces solo hay que entregarnos por completo a Dios, no somos más que ovejas descarriadas. Qué imbécil. Ni él se creía sus palabras.

Te pidió servirle en el templo. Tú te negaste. Los domingos mientras daba el sermón, te miraba. Sentías como algo te corroía al ser visto. ¿Qué sentías en realidad? Recuerdo que una vez dijiste una palabra con la que lo relacionabas: desnudaba. Eso era. Podías sentir que él te quitaba la ropa desde lejos, desde el púlpito, hablando mientras te ultrajaba en su mente.

Poco a poco comenzó a visitarte con más frecuencia. Qué asco verlo sentado en la mesa con la abuela. Y ella tan ciega, tan, ella. Cómo no se daba cuenta que ese bastardo solo los usaba. Se comía lo poco que tenían para comer. Tu desnutrición era culpa de la pobreza y de Dios, porque todo lo que vendían lo donaban los domingos. Él decía: Dios es justo con los que obedecen.

Patrañas. Esa palabra usabas cuando hablabas de él con Julieta, tu amiga. ¿Qué fue de ella? Tú le contaste lo que sabías, y ella se negó a creerte. Pregúntale a Matilda o a la hija de los Montalvo, le dijiste. Obvio ella no lo hizo. Luego te enteraste. Julieta salió embarazada, tú sabías lo que ocurrió, lo dedujiste cuando a los tres días después de haber hablado con ella, la encontraron colgada en su ático.

Él tuvo la culpa, dijiste. Sólo ganaste una golpiza. Terminaste en el hospital con una costilla rota, y dos puntadas en la ceja. La abuela perdió el control cuando le contaste lo que tú sabías. Te dio con un tubo que el abuelo dejó por ahí, a la mano. Sin remordimiento, solo sentiste el golpe, el metal azotando tu cuerpo.

No hubo tiempo de contar que fue él quien la embarazó. No podías caminar. Tampoco tenías el dinero para quedarte otro día en el hospital. Y fue cuando la noticia llegó hasta ti. Tú le llamaste traición. Los abuelos solo se deshicieron de ti, necesitabas educación y ellos ya se habían cansado de lidiar contigo. Esa noche él fue por ti. Estabas asustado, tu mirada lo reflejaba. No querías que se acercara, que te tocara, pero estabas indefenso. Era el momento perfecto. ¿Cómo lo dijo cuando se sentó en la cama?: Tranquilo, ahora yo me haré cargo de ti. Tu cuerpo temblaba, no pudiste siquiera preguntar qué demonios hacía, a qué se refería.

Lo supiste cuando él te explicó, que no podías saber su secreto y al mismo tiempo estar vivo. Te dio una cama, un cuarto para ti solo en la casa que usaba como suya. Te arropó esa noche. Ahora me perteneces, dijo. Nunca estuviste tan aterrado. Tus abuelos te vendieron al mejor postor. ¿Qué pasó esa noche? Te vi llorar por primera vez. Lloramos juntos, creo que nunca te vi tan desconsolado.

Te recuperaste. Poco a poco, pero lo hiciste. Cumpliste diecisiete, y las cosas cambiaron. Tú querías ser libre, huir a lo desconocido, salir del maldito hoyo en el que te encontrabas. Solo empeoró las cosas cuando le anunciaste que te ibas. Y creo que, de no haberlo hecho, las cosas no hubieran sido como son.

¿Cuántas veces fueron? ¿Cuánto tiempo dejaste pasar sin decir nada? ¿Qué fue lo que te hizo? Ahora recuerdo.

Discutieron. Quiero largarme, hacer mi vida lejos de este maldito pueblo, lejos de Dios, dijiste. Arremetió con una abofeteada, pero esta vez tú respondiste. Cerraste el puño y le diste en la cara. Intentaste huir esa noche, pero no llegaste ni a la puerta. Te azotó contra la pared, sometiéndote rápido. Él era un adulto muy fuerte, lo admito. ¿Qué recuerdas de esa noche? ¿Lo has olvidado? Te arrastró al cuarto. Te quitó los pantalones y cada pieza de ropa que llevabas puesto. Tus gritos se escuchaban, traspasaban las paredes de madera, pero nadie acudió. Te dio un fuerte golpe, y optó por amordazarte. Se quitó la ropa, comenzó a tocarte. Pasó sus asquerosos labios por tu piel, su lengua surcaba cada poro. Sentiste cuando comenzó el ultraje. Cada pausa que a él le causó placer, a ti te provocó un dolor inmenso. Te tomó del cuello, como si te ahorcara, y te susurraba lo bien que se la estaba pasando. Esa risa, ese sonido de su culminación, se quedó para siempre en ti.

Él estaba ahí, inmóvil. Sentado en su escritorio. Dijo: ve y trae todo lo de esta lista. Caminabas como si ya no existieras. Y ahí entendí lo que sucedía. Era cierto. Ya no eras tú. Cambiaste, y eso estuvo bien. No me di cuenta cuando compraste el arma. Regresaste con el mandado, te alistaste para la ceremonia de todos los domingos. Allí estabas, con esa mirada que decía: hoy compro mi libertad. La gente se fue, por fin quedó vacío el santuario de Dios. Él se quedó a rezar un tiempo más. Las nubes anunciaban la llegada de una tormenta, el viento soplaba. El sonido de los disparos invadió el lugar. Estabas tan nervioso que la pistola se escurrió de tus manos. Deseabas que nadie te hubiera visto. No te dignaste en mover el cuerpo, eso estuvo bien. Él se lo merecía.

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