La brecha

El origen de muchos delirios es un latido venenoso.

«En el mismo barco», Rudyard Kipling

Todo se vino abajo en La Cueva de los Alebrijes, con Abigail sentada frente a mí, hablando sin tregua y al borde del llanto, segura de encontrarse en pose­sión de la verdad. En la tensa y contenida disputa que sostuvimos en aquel modes­to café, no hubo la menor insinuación de acuerdo.

Nos conocimos en el congreso so­bre interdisciplinariedad y rigor científi­co aplicado a la investigación en ciencias sociales, de la semana pasada. Fui uno de los conferencistas; Abigail me abordó, clausurado el evento, seducida por las maneras afables y poco enigmáticas que tenía para tratar temas complejos. Qué ternura me invadió, sentados frente a sendos cafés en un Starbucks: se sonroja­ba y pedía disculpas cada dos oraciones; temía estar quedando como una tonta. Aquella criatura delgada y voluptuosa, de ojos almendrados, pormenorizó durante nuestra primera entrevista la investiga­ción que realizaba para licenciarse; inca­paz de transmitir el sentido general de aquel documento, se abochornaba infini­tamente.

—Usted es muy perspicaz —decía, sosteniendo la mirada y esforzándose por aparentar propiedad.

Tentado a decirle que se relajara y fuera ella misma, me abstuve de suge­rírselo. No paraba de adularme; la supu­se rendida al trato cortés y a la agudeza de mis comentarios. Hacia el final de la tertulia, alcanzamos un alto grado de in­timidad. Mis fracasos previos con otras estudiantes rendían ahora un fruto del que me arrepentiría muy pronto, pero que me pareció dichoso en aquel instante de manos entrelazadas y abrazos espon­táneos. Como nunca había llegado tan le­jos, no supe conducirla al motel: preferí postergar el encuentro de nuestros cuer­pos; mejor dicho, el miedo me impidió poseerla aquella primera noche.

La casualidad es una puta esquiva: se presenta sobre el cruce de dos calles una sola vez. Lo aprendería de la manera dura. Me limité a reproducir mi acostum­brada estrategia de intercambiar núme­ros telefónicos y ponerme a su disposi­ción. La escolté en mi sedán hasta un sitio de taxis en el Parque de la Amnistía. Ahí me dio un beso. Se tomó su tiempo, jugueteó con su lengua entre mis dien­tes, y abandonó el vehículo dejándome expuesto a salvajes trepidaciones bajo la bragueta. Mientras se alejaba, me quedé observando los dos gráciles asteroides dispuestos sobre sus piernas largas.

Esa misma noche, acostado junto a Carlota, me llegaron invitaciones de Fa­cebook, Twitter, Instagram y, como ha­bíamos acordado, el borrador de su tesis. Comencé a revisar el archivo y me desen­tendí, prudentemente, de las invitacio­nes: mis redes sociales estaban configu­radas para que solo el limitado número de colegas y familiares, a quienes acep­taba eventualmente, tuviera acceso a las fotografías con mi esposa.

Abigail envió al filo de las diez un lar­go mensaje en el que, en resumidas cuen­tas, aseguraba haberse pasado una tarde noche maravillosa junto a mí: no podía esperar para repetirla. ¿Me era posible reunirnos exactamente dentro de una se­mana? No respondí enseguida. Decidido a contestar hasta la mañana siguiente, según yo con la intención de producirle mediante tal artimaña cierta romántica angustia, silencié nuestro chat de What­sApp, y revisé sus fotografías online en tanto Carlota veía películas con los audí­fonos puestos. Pude recrearme la pupila, apreciar a mis anchas el cuerpo de Abigail en traje de baño, dentro de una piscina y sobre una silla plegable; caracterizada como Gatúbela, extendía las garras y si­mulaba un gruñido cuando comenzaron a replicarse las salvajes trepidaciones de la tarde, esta vez bajo mi pijama.

No hice el menor esfuerzo por re­primir el libre curso de la imaginación. Pronto tuve los ánimos completamente erguidos, y busqué la manera de darles gusto con lo que tenía al alcance. Retiré cuidadosamente a Runa, que hasta en­tonces había permanecido en mi regazo, colocándola sobre la alfombra. Sortilegio, acurrucado entre Carlota y yo, opuso ma­yor resistencia, pero finalmente conseguí desalojarlo de la cama. Comencé a llamar la atención de mi esposa acariciándole los muslos.

Le hice el amor pensando en Abi­gail. Era la exuberante tesista la que me manoseaba la entrepierna, sirviéndose del desparpajo con que me había suje­tado las manos y abrazado espontánea­mente en el café. Nada tenía en común con Carlota, habitualmente distante y rí­gida, mecánica hasta el extremo de con­tagiar su apatía. Me vine como recordaba apenas haberlo hecho, bastante tiempo atrás. Para Carlota tampoco estuvo mal:

—Tenía rato que no lo hacíamos así —reconoció o eso me pareció escuchar o eso imaginé, dejándome llevar por mi na­turaleza inventiva aún alborotada.

A esta cualidad agradecía la sensa­ción alucinante de continuar escuchan­do dentro de mi cabeza los estertores de Abigail. Y me decía que, si así había resul­tado el mero sucedáneo, su cumplimien­to no podía irle en zaga.

El agradable peregrinaje por las praderas de la esperanza y el sueño se vio interrumpido por un áspero comentario de Carlota:

—¿Ya te vas a dormir?

Ante mi silencio, agregó:

—Nada más me alteras y me dejas sola.

Asumí una postura de costado. Des­de el alfombrado, Runa y Sortilegio me observaban, serenos. En sus expresiones inmutables reconocí cierta censura. Mo­lesto porque la actitud de Carlota con­trariaba mi satisfacción plena, me quedé dormido, procurando solazarme con el recuerdo lozano de Abigail.

Desperté a la mañana siguiente; amparado tras la puerta corrediza del retrete, luego de haberle dado un indo­lente repaso a las fotografías de Abigail, respondí afirmativamente su mensaje. ¿Conocía La Cueva de los Alebrijes, cerca del parque Benemérito de las Américas? Más tardé en formular la pregunta que ella en contestar: nos veríamos en el café, en seis días, a las cuatro de la tarde.

El día del encuentro, aparqué el se­dán en un estacionamiento de cuota y me encontré en el sitio acordado treinta mi­nutos antes. Abigail se presentó dos horas tarde. Quise largarme todo el tiempo de la espera; sujeto por el deseo, permanecí observando, a través de la única ventana del local, un escaño de concreto húmedo. Un almendro lo amparaba a medias de la menuda llovizna. Entre las plúmbeas nu­bes asomaban a ratos serpentinas de sol asperjadas de iridiscentes destellos, que me dediqué a estudiar minuciosamente para matar las horas muertas; cada vez que me asaltaba el impulso de marchar­me, interpretaba aquellos resplandores como señales favorables y declaraba para mis adentros: Ten calma, llegará pronto. Así dejaron de ser las cuatro y la cinco. Minutos después de las seis, reconocí su esbelto perfil, recortado bajo el dintel del acceso. Intentó disculparse:

—Cualquier espera es mínima, tratándose de ti —espeté, aunque no creo haber disipado completamente de mi voz el tono de reproche.

Terminé de disculparla tan pronto me percaté que se había pintado el cabello y su atuendo daba muestras de un equi­librio concienzudo. Los jeans entallados y la negra blusa escotada armonizaban perfectamente con el mullido chaleco im­permeabilizado de color lavanda. Incluso los pendientes y el collar laminados en oro hacían juego con su paraguas amari­llo. Se había esmerado por mí. Se lo hice notar, mientras le besaba una mejilla y deslizaba el asiento para que se sentara:

—Quería verme hermosa para ti —dijo.

Fallaron todas mis previsiones. Durante aquel paréntesis entre un en­cuentro y el siguiente, Abigail me había estado bombardeando con mensajes cu­yas respuestas lacónicas me dictaba el cálculo. Ella desplegaba un vasto arsenal y yo me limitaba a contestar con mono­sílabos, persuadido por la ocurrencia de producirle angustia romántica. Extraña­mente, no quería mentirle, y, como ya he declarado con anterioridad, mi pericia en las maniobras del engaño era exigua, por no decir nula. En lugar de sondear a mis colegas de la universidad, más doctos en esta compleja disciplina, acudí a las re­miniscencias de mis lecturas juveniles. Me pareció que bastaría el influjo de una intensa pasión para que Abigail aceptara estar conmigo, a pesar de Carlota.

Creía que, a través de la honestidad con al menos una de las partes involucra­das, lograría anticiparme a las demandas futuras de más tiempo; también a las consecuencias trágicas de una infideli­dad. Pero no era solo eso, sino también cierta ternura superviviente hacia Car­lota. Tampoco descarto la satisfacción que me hubiera aportado ventilar entre mis colegas un catálogo de dos mujeres simultaneas, más las que se fueran su­mando.

Primero hablé de su tesis en tér­minos elogiosos, sin excederme. El tan ansiado segundo motivo de la entrevista me impulsó a revelarle con pasmosa ino­cencia:

—Estoy casado. No tiene que ser una razón para no tratarnos cariñosa­mente.

Aguardé una respuesta, estudian­do su expresión desencajada. Luego de algunos segundos, asumió súbitamente una actitud rígida. De su ojo izquierdo se descolgaron unas cuantas lágrimas mez­cladas, no me cabe ahora la menor duda, con destellos de orgullo y dignidad. Sus palabras fueron categóricas:

—Si quieres estar conmigo, debes terminar con tu esposa.

Taladraron el espacio desde sus la­bios hasta mis oídos. Estoy seguro del pa­pel que jugaron: no solo se empotraron en el aire, transmitiéndome su mensaje, sino que, en aquel principio del fin, abrie­ron una suerte de fisura casi impercepti­ble en el espacio comprendido entre su cuerpo y el mío, algo así como la insinua­ción de una línea irregular y prolongada, verticalmente dispuesta y suspendida en el aire.

—Si quieres tenerme, tendrás que terminar con tu esposa —repitió.

Permanecí en silencio, porque in­vertía mis esfuerzos en desentenderme del extraño asunto que, de alguna mane­ra, escoraba el cuerpo de Abigail. No es que Abigail estuviese contorsionándose para evitar confrontarme con la mirada o intentase ocultar sus lágrimas; todo lo contrario, ella procuraba desafiarme observándome fijamente. La nueva dis­posición de su semblante obedecía a una repentina alteración del espacio en el que sosteníamos nuestra disputa.

Los ingenieros y arquitectos suelen representar las proyecciones de su ima­ginación sirviéndose de la perspectiva isométrica. Más o menos de esta forma se me presentaba ahora el semblante de Abigail, cuyo rostro miraba, ignorándolo por completo, hacia donde levitaba la fi­ de la perspectiva.

A su vez, yo había ganado un campo de visión mucho más amplio, cuyo cen­tro era eso hacia lo que todos los objetos convergían. Hacia aquel incipiente abis­mo se inclinaban los rostros y espaldas de los comensales. Era el vértice desde el cual todo provenía, una suerte de hori­zonte del que perpetuamente emergían cuerpos y al que los cuerpos afluían: las lámparas del techo, los cuadros y paisa­jes en las paredes, la caja registradora, las puertas de la cocina y de los servicios. Los meseros enfilaban hacia esta inflexión, haciéndose a cada paso más angulosos, para reaparecer inmediatamente en el extremo opuesto de la curvatura, robus­teciéndose sus miembros conforme se alejaban de esta y se aproximaban a mí.

En algún momento dejé de escu­char. Abigail me hablaba y yo era cons­ciente del cáustico movimiento de sus labios. Destrozaba, una a una, todas mis especulaciones: el andamiaje del cálculo con el que había pretendido pasar por las armas a la bella tesista.

Por lo que alcancé a comprender, hablaba de la dignidad que merecía como persona. Aunque hasta el momento no tengo del todo claro si sus palabras me llegaban como amortiguadas porque la brecha trastornaba la acústica del entor­no, o porque el fastidio de ver frustradas mis especulaciones me había herido el amor propio. Podía sentir el rostro con­traído en un rictus cínico, como no dan­do crédito a lo que estaba escuchando y quisiera, a través de las cejas enarcadas y una media sonrisa, imponer mi voluntad sobre la virtud de Abigail.

El remordimiento de no haberle añadido a mi comportamiento un matiz conciliatorio me empuja a suponer que, de haberlo hecho, todo hubiera vuelto a la normalidad tan repentinamente como se originó la brecha. En cambio, permití que Abigail continuara hablando hasta desahogarse.

Cuando terminó, declaré con una nota de frío orgullo:

—Lamento que tengas una menta­lidad tan primitiva.

Me erguí, vacilante, porque con el nuevo campo de visión, dividido en dos paneles, no estaba muy seguro de la orientación que debía imprimir a mis pasos. A mis espaldas, Abigail gritaba mi nombre. Estuve a punto de derribar a un mesero que, valiéndose de un escorzo, lo­gró mantener erguida una enorme charo­la de aluminio. Abigail acentuó la noche con un último arpegio:

—¡Cabrón!

Supe encontrar la puerta y dirigir­me en la creciente penumbra hasta el es­tacionamiento público.

Media hora más tarde, tan pronto advirtió el grado de mi desconcierto, Car­lota me sometió a un exhaustivo interro­gatorio. Como no era capaz de explicar la naturaleza del mal que me aquejaba, y prefería soslayar la causa, fingí cansan­cio para retirarme a la cama; extendido sobre las colchas, simulé dormir. Al poco rato, advertí que Carlota arrellanaba su cuerpo sobre mi pecho. Ella no sospe­chaba el terror que me embargaba mien­tras lloraba. Yo daba rienda suelta a los ronquidos simulados para convencerla de la profundidad del sueño, pero deba­jo de los párpados vivía una pesadilla: el contorno de la brecha continuaba nítida­mente trazado sobre el lienzo oscuro de los ojos cerrados; peor aún, sus bordes se ensanchaban como si se dispusiesen a engullirme.

Siempre fui un escéptico de las re­ligiones, pero en la reciente noche de vigilia repasé mentalmente todas las en­señanzas desoídas durante los domingos de la infancia, procurando encontrar inú­tilmente en la fe los pies y la cabeza de la inaudita circunstancia. Tampoco ha­llé respuesta entre los diversos filósofos devotos y seculares ni en las teorías de la cuarta dimensión y el gran desgarra­miento.

Llegó la luz, y las condiciones conti­nuaban agravándose: abierta en vertical, desde el cielo infinito hasta el profundo infierno, la brecha se encontraba a don­dequiera que mirase. Ahora veía a las personas y a los objetos completamente de perfil.

Carlota debió notar mi extrema inquietud. Reemprendió el exhaustivo interrogatorio, ¿estaba bien?, ¿me dolía algo?, ¿quería ver a un médico?, además de hacer una descripción pormenorizada de lo que, minutos más tarde, corroboré en el perfilado espejo del baño: cargaba un rostro completamente exangüe, sudo­roso y compungido, como si una visión del más allá me estuviera amenazando de muerte.

Si era un castigo lo que estaba su­friendo, tenía que haber un motivo. Como una revelación, o un último esfuer­zo de mi vana imaginación, lo hallé o creí hallarlo hace un momento en la natura­leza de la poesía. La solución solo podía estar en el espejo de este otro espejo infi­ nito: el universo; es decir, en el reflejo de ese algo mucho más profundo e inapren­sible para la humana cordura. Si el poeta es un pobre remedo de un dios creador, o de una serie de demiurgos creadores, al­guno de estos habrá practicado conmigo, triste personaje, una hipérbole. ¿Por qué o para qué? Solo puedo vincular ideas y retazos de ideas.

Dentro de la poesía mítica existe un sitio de privilegio para la moral, y, aun­que a través de diversas corrientes de pensamiento el hombre no haya logra­do señalar la censura que, por contraste, hace permisible una cantidad limitada de acciones, entendemos que algo debe estar prohibido. Yo, criatura de un au­tor, para mi desgracia, moralizante, debo constituir el ejemplo mediante el cual se desea ilustrar la distancia ominosa entre mi pensamiento liberal y el pensamiento virtuoso de Abigail, así como las conse­cuencias de una acción censurable. Por intentar corromper la buena conducta de una mujer inocente, ahora me espera este abismo que sigue abriendo sus fauces y me engulle más y más. ¿Se trata acaso de una confesión tardía de arrepentimiento por lo que intenté hacer con Abigail? ¿O quizá por el trato brusco y desleal dis­pensado hacia mi esposa?

Dejándose llevar por su estado de alarma, Carlota me increpa:

—Runa y Sortilegio son una mejor compañía de la que tú has sido los últi­mos seis meses.

Agradezco sus palabras porque re­presentan la señal de que permanezco aún en el plano consciente. Los maulli­dos de Runa y Sortilegio acompañan el rumor, cada vez más distante y angustia­ do. Se le imponen con la regularidad de las brazadas de Caronte.

Pude haber dado con la explicación verdadera, o con una explicación artifi­ciosa del mal que me aqueja. Pueden ser también los delirios de un desquiciado. Como quiera que sea, mis palabras no constituyen un testimonio, sino el es­fuerzo para hacer más

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