38C-Pasillo

En los aviones se camina

para entrar en ellos,

para salir de ellos

y para ir al sanitario.

¿Se puede caminar sin salir del asiento?

Un bebé de una cabeza enorme

avienta su bebitud a todos los pasajeros.

Una cabeza enorme de un bebé que habla,

a su modo, las lenguas de sus padres.

Un bebé se levanta y babea, y grita,

y canta horizontes que aún desconoce.

En el mito del lenguaje, el conocimiento puro,

la conciencia infinita,

la esfera con la que se explaya

no es un símbolo, es un juguete.

El padre, avergonzado, ofrece disculpas

al joven sentado a su derecha.

38C, asiento de pasillo.

El bebé no llora; sonríe

y respira como una ballena afuera del mar.

El hombre negro, sentado a la derecha del joven,

también le sonríe

y conoce la tragedia de sus ancestros

a través de este intercambio.

El bebé no sabe; babea, sonríe

y gruñe con su cabeza enorme.

Los pasajeros que no han visto

al bebé

se sorprenden y murmuran;

bullen los juicios y las etiquetas.

El avión es un cementerio de ideas.

El padre del bebé voltea a la ventanilla;

sabe que allí ha de encontrar el cielo,

la tierra firme y la soledad de su esposa.

El bebé es rubio, por si acaso.

La ternura la tiene ganada.

Tres hombres altos se enfilan al sanitario.

Uno lavará sus manos con cuidado,

otro dejará las ruinas de su miedo en la taza,

el último contemplará su pene

con el mismo descaro con que ha visto

a la madre del bebé.

Hay ventajas en ser el joven del asiento 38C-pasillo.

La única trampa de estar aquí -y allí-

es que la señora del 39D-pasillo

no para de toser ni de hablar como una cotorra

del bosque de Guaynabo.

Soy india, taína, vecina de Utuado

y vine a Puerto Rico a miral mi pai enfelmo;

aquí no tengo cajo por eso me devuelvo pa’Niuyelsi.

Hay otra ventaja de ser el joven

del asiento 38C-pasillo:

reconozco las voces de los otros

como los ecos de las cuevas de Camuy.

Aquí se puede ser espeleólogo,

y colectar estalactitas

y estornudos.

El bebé se ha dormido.

El padre le acaricia la frente

mientras el techo se convierte

en el zepelín ardiente de sus sueños.

Una flatulencia, un peo, una pluma, un gas.

No hay conversaciones que calmen

las turbulencias digestivas.

El avión tiembla como flan de coco.

La señora vuelve a gritar:

soy taína, ¿oíte?, a mí nadie me da ná, ¿oíte?,

let me see, cabrona, I have three girls.

Oh!, all of them are beautiful.

Yes, like their mother. I agree with you. The mother is beautiful.

El sobrecargo se esmera por que el marido

de la señora no le entienda.

I don’t wanna stop in San Francisco.

It’s wasted time. E’to e’ el estado de Washington.

E’que yo no sé polqué hay dó Washinton.

En las dos veces, la señora ha dejado la úvula

pegada en la garganta

para pronunciar lo que según ella

es la pendejá de los United.

Las pestañas de la anciana de la cara enorme

se cruzan con las pestañas nulas

del bebé de la cara enorme.

Ambos reconocen el retorno

a ese estado prelingüístico

y por un segundo

se encuentran en la misma vida.

Ni signo ni símbolo: solo un balbuceo.

El bebé suelta cada nervio

y cada músculo

El bebé es libre, sus pies lo saben.

El bebé sale a buscar amigos.

No son sus padres.

Nadie puede negar que, con una cabeza enorme,

habla del origen del mundo:

que no es rojo

ni moreno

ni rubio.

De Mientras afuera llueve. San Juan: Ediciones Famboyán, 2019.

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