Llamado a la puerta

Los resortes del sofá liberan un quejido que suena como el lamento de voces viejas y quebradas. Es la enésima vez que me doy vuelta buscando la posisión más cómoda. Llevo mucho tiempo intentando abandonarme al sueño profundo, pero hasta ahora no he podido pasar de una duermevela que me arropa como bruma dispersa. 

En medio de toda esa ensoñación inquieta, veo aparecer formas e imágenes que se mezclan y se confunden. Recuerdos vagos de aquellas muertes, de los cuerpos amoratados, mutilados y lacerados por mis manos o por alguna que otra herramienta dura, afilada o caliente. El crujir del hueso a golpe de mazo. La piel cediendo a la hoja de afeitar, con la suavidad de un velo de gasa que se deshilacha y revela una realidad roja de fibra muscular, tendones, venas cerúleas y vísceras oleosas. Huelo de nuevo la carne quemada de una cauterización. Y también escucho sus gritos, el llanto, las súplicas desesperadas. Debo reconocer que fue divertido, y pese al sopor que me invade, recupero algo de la antigua excitación. Un remanso de ese ritmo cardiaco acelerado, de ese bombeo sanguíneo en mis oídos; de la adrenalina que experimentaba de pies a cabeza al tomarlos desprevenidos en alguna calle solitaria, someterlos y subirlos en la furgoneta para llevármelos al cobijo de la noche. Aunque lo mejor venía después, cuando llegaba la hora de liberar toda esa tensión. La cálida oleada de goce al producirles tormento, al mirar la vida escapando de sus rostros distorsionados por el terror. Siempre terminaba agitado, ruborizado, bañado en transpiración.

Pero eso fue hace mucho tiempo y ahora todos descansan en lo profundo de aquella fosa, bajo la casa.

Si tan sólo pudiera conciliar el sueño. He olvidado cuándo fue la última vez que conseguí dormir, dormir de verdad. Y estas malditas rememoraciones que lo hacen todavía más difícil, que se agolpan en mi mente embotada, en los espacios recónditos de mi memoria, donde sigo escuchando sus lamentos como ecos lejanos. Y algo más: golpes, un toc, toc suave y constante. Golpes que irrumpen en mis recuerdos… No, no vienen de adentro, sino de fuera. Alguien llama a la puerta.

Lentamente, con pesar, abro los ojos. Las brumas veleidosas se despejan un poco. Todo sigue igual: colillas de cigarrillos aquí y allá; restos de comida rápida; viejos diarios amontonados y latas de cerveza esparcidas por el piso. Las paredes están manchadas de moho y el propio sofá desprende un olor a humedad. Un foco polvoriento parpadea de manera intermitente y su luz tiende sombras caprichosas por toda la estancia. En torno a él danza una polilla, zumbando con su fuerte aleteo. Da vueltas. Se aleja un poco y vuelve al objeto de su devoción, hasta estamparse con el cristal caliente. Entonces retrocede, pero sin abandonar su baile ritual en torno a la luz. Es como si intentara rendirle culto, sumida en un trance que tarde o temprano la llevará a la muerte.

¿Por qué he abierto los ojos?

Ah, ya recuerdo. O mejor dicho, me lo recuerdan aquellos golpes que vuelven a dar contra la puerta. No se me ocurre quién podrá ser. No soy de los que suelen recibir visitas. Es decir, claro que tuve invitados, pero ninguno vino por voluntad propia. Y desde luego ninguno se fue. Todos reposan allá abajo.

Ahora soy demasiado viejo y lento para ir en busca de más invitados, conduciendo de noche los kilómetros de carretera que separan esta vieja casa de campo de la ciudad. Así pues, ¿quién busca romper mi apacible soledad?

Me quedo inmóvil por un momento, esperando.

Silencio completo.

¿Habré imaginado los golpes? Quizá sólo fuese un engaño del ensueño. Esa dimensión ambigua donde las barreras entre el mundo físico y el mundo onírico parecen desmoronarse, permitiendo que ambas realidades se acerquen y se toquen.

Convencido de que mi mente me ha hecho una mala broma, vuelvo a cerrar mis párpados, que pesan como un par de lozas. No obstante, aquellos golpes regresan. Esta vez más apremiantes.

Decido por fin levantarme. El sofá protesta con una última queja chirriante por la ruptura de la quietud soporífera en la que me hallaba.

Camino hasta el pasillo de manera torpe, tambaleante, como un infante que recién da sus primeros pasos. Sigo el sonido de los golpes, a cada momento más imperiosos. 

Mientras me acerco a la puerta, me froto el rostro somnoliento. Poco a poco la bruma se despeja y mi vista se aclara. 

Entonces, apenas siento el tacto frío del picaporte, me doy cuenta de lo que ocurre. Un sudor gélido, como gotas de escarcha fundida, comienza a perlar mi frente llena de surcos. El sopor da paso al aturdimiento y a un repentino escalofrío que me recorre cual descarga eléctrica desde la nuca hasta la base de la espalda. 

Petrificado, me quedo con la mano extendida mientras sigo escuchando los golpes tras la puerta, que no es la de la entrada principal, sino la del sótano, aquella que lleva a las profundidades de la casa.

Toc, toc, toc… golpes cada vez más vehementes, cada vez más numerosos y llenos de desesperación.

1 comentario

  1. Ufff que bárbaro José
    Me hiciste sentir todo. Que buena atmósfera y tensión manejas. Muchas felicidades

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