Hasta donde alcanza la vista, sólo hay dunas, montículos y valles. Pero no son de arena precisamente. Es un tiradero a cielo abierto y la superficie está cubierta de basura. Acercándose más queda claro que lo que cubre el inmenso terreno son desechos orgánicos, objetos que ya no le sirvieron a sus dueños y plástico, mucho plástico.
El sol de la tarde quema todo y hace que de la basura se desprendan gases con olores nauseabundos. Es posible verlos emanando de la superficie. A unos cien metros hacia el fondo, hay un camión que justamente está abriendo su compuerta trasera para arrojar toneladas de basura recién llegada. Alrededor del camión hay un grupo de hombres y mujeres, entre ellos varios niños que esperan ansiosos el cargamento. En cuanto la compuerta se cierra, se lanzan prestos sobre la basura y empleando los palos que tienen unas salientes metálicas, como dedos, escarban buscando cosas de valor.
Llevan al hombro bolsas confeccionadas con sacos algodón o lona, donde guardan lo hallado: vidrio, latas, cartón, objetos viejos de plástico o de cerámica. Nadie pelea por los desechos, solo los recogen y guardan para inspeccionarlos más tarde. También un grupo de perros y aves rodean a los pepenadores.
Entre los trabajadores hay una cuarteta de pequeños, cercanos a los diez años. Trabajan siempre juntos y se auxilian. Perico, el mayor, es el líder del grupo: corte a rape y piel morena manchada de jiotes. María, una niña fuerte, decidida y ruda. Boni, la más pequeña, conocida como la güera, porque es la única que tiene cabello castaño claro. Es pequeña para su edad, delgada y frágil. El último es El Chaquiras –así, sin nombre de pila-. Pelo muy corto e hirsuto, lo que le vale el mote. El sueño es encontrar no solo materiales reciclables, sino algo de mayor valor que haya llegado al basural por milagro o descuido. Cuentan las historias que alguien encontró un día una pulsera de oro. También han aparecido radios en perfecto estado. Tenis como nuevos dentro de una bolsa y otros tesoros.
A unos doscientos o trecientos metros al sur del tiradero, está una construcción de madera, con techado de lámina de acero y una gran puerta, sobre la que hay un letrero sucio y despintado que dice: ALMACEN. Ahí se llevarán lo de valor a venderse. En él hay grandes bolsas conteniendo latas, recipientes de plástico (algunos de botellas traslúcidas y otras de plásticos de colores). También hay montones de chatarra de hierro, pilas de cartones amarrados ordenadamente y artículos eléctricos que ya no sirven, pero que sus piezas serán de utilidad para otros. Los pepenadores entran y salen del almacén cargando lo colectado o las bolsas ya vacías.
Al lado norte del tiradero, a unos cuatrocientos metros, está el mar y sus playas de arena gruesa y piedras. Por la playa transita la gente y es común ver pequeñas carretas improvisadas con polines de madera y ruedas que antes fueron parte de una bicicleta o una carriola. En esos transportes se mueven con mayor velocidad las cargas. En una zona de la playa, un grupo de niños pequeños y mal vestidos, juegan a enterrarse en la arena. Un hombre de mediana edad cruza veloz sobre una bicicleta, haciendo sonar una bocina para alertar a los que caminan por la playa. Las aves marinas vuelan sobre el mar, bajan a gran velocidad y caminan unos pasos sobre el agua, picoteando entre las piedras en búsqueda de alimento.
El grupo de los cuatro ha encontrado ya bastantes cosas y las ha guardado en las bolsas cuando Boni, recoge una bolsa de plástico negro que contiene algo. Perico la llama: ya se van a ordenar lo pepenado a otro sitio. Ella siente curiosidad y deshace el nudo de la pequeña bolsa y mira en su interior. Su cara es de extrañamiento. María le pregunta “¿Qué encontraste, güera?”. La pequeña vuelve a cerrar la bolsa y hace un gesto que significa: “nada importante”. Empieza a caminar atrás de los tres amigos, bolsa en mano. Nadie da importancia a lo que recogió.
Los cuatro caminan hacia el mar. Antes de llegar a él, se encuentran con el río que desemboca en la playa y lo cruzan por el puente de madera. El sol los quema directamente, pero al menos ahí se siente una brisa que refresca y no huele tan mal como cuando están trabajando en el tiradero.
Perico indica donde han de parar, sentarse y cómo acomodarse, dejando espacio alrededor de cada uno, para poder sacar los desechos y organizarlos: “botellas aquí, latas allá, cartón en esta pila y plástico acá”. Ellos juntan los materiales para venderlos en grupo. Todas las bolsas han quedado vacías. Sólo Boni tiene un paquete entre las manos. Esa bolsa oscura que encontró al final de la recolecta. “No has tirado eso?”, preguntan. Boni abraza la bolsa. “Déjanos ver qué encontraste”, dice María con voz demandante. Boni se levanta sin ver a nadie y echa a correr al mar. Llega hasta donde el agua alcanza a las rodillas. Los tres amigos la siguen, la rodean, la jalonean. Por fin la convencen y ella abre la bolsa, mostrando su interior. Su cara es de alegría. Perico se agacha y mira. “¡Es un feto!”, grita. Se hace hacia atrás, con caras incrédulas. “Tira eso, Boni”, dice El Chaquiras. “¡Qué asco!”, dice María.
La niña saca el pequeño humano y lo enjuaga con las olas del mar. Es un niño pequeño y se distinguen perfectamente todas sus extremidades, sus deditos, sus ojos cerrados. Boni lo mira y lo abraza. El resto la observa. Carga al pequeño con ademán materno. Mira a todos y lo besa. Entonces lo coloca sobre la superficie del agua y mira que pronto flota. El resto tiene cara de disgusto, hasta que María dice: “miren, ¡parece que está nadando!”. Están absortos. Boni mira al pequeño, que nada como pez en el agua. Se le acerca, la rodea. Ella está feliz. Nadie entiende que pasa, pero están viéndolo con sus propios ojos. El pequeño feto es ahora un pez pequeño y brillante que nada alrededor de ellos y finalmente, nada hacia las profundidades. Boni lo despide moviendo la mano, llorando de emoción. El resto empieza a caminar hacia la arena. Están confundidos, pero un sentimiento de felicidad los embarga. Los cuatro vieron cómo el pequeño pez desapareció de su vista, bajo el sol de la tarde. Algunas nubes están aborregadas. El aroma de la sal lo inunda todo. Un carro de ruedas, tirado por un caballo, pasa junto a ellos. Las aves marinas siguen buscando alimento, entre las piedrecillas. Los cuatro niños regresan al sitio donde dejaron las bolsas, sin decir palabra alguna.
Saben que no podrán contar lo sucedido a nadie y ese secreto los unirá de por vida. Ese pequeño instante les dará un recuerdo feliz que durará para siempre.
Luis G Torres nació en la CDMX, hoy avecindado en Cuernavaca Morelos desde hace años. Es egresado de la Escuela de Escritores Ricardo Garibay, de Morelos. Ha participado en cursos y talleres de cuento con Frida Varinia, Daniel Zetina, Miguel Lupián, Alexander Devenir, Gerardo H. Porcayo, Roberto Abad, Efraim Blanco y otros. Ha publicado en una treintena de revistas electrónicas. Otros cuentos están incluidos en antologías nacionales y latinoamericanas. En 2021 publico en INFINITA su primer libro: Pequeños Paraísos perdidos, y el año de 2022 Sin Pagar boleto, cuentos y narraciones de viajes por México. En febrero del 2023 presentó su tercer libro de cuentos INQUIETANTE, bajo el sello de Infinita. En enero de 2024 presentó su más reciente libro de cuentos, titulado OMINOSO (En editorial Lengua de Diablo). Colabora activamente en la revista LETRAS INSOMNES.