Lola

La sombra que proyectas es más delgada que tu propia figura. Porque así eres, incapaz de hacerle sombra a nadie. No te interesa. Eres buena, aunque un poco perdida, pero buena. Te recuerdo cantando en la orilla del río. Sentada en la piedra más llena de helechos, buscando un marco como para un cuadro eterno. Desde otro cielo que pocos comprenden, nos miras a todos. No te merece el suelo. No te merecen los ojos que te miran. Tu flaca figura se pierde en la fronda. Llega a nosotros tu voz y el campo se petrifica.

De niños, me parecías un ave extraña. Y como a las aves, queríamos guardarte en una jaula. No nos importaba lo que dijeran los demás. El pueblo entero que se burlaba de ti y de paso, de nosotros por andar contigo. Mi madre y la tuya se preocupaban por nuestro futuro cuando ellas mismas no tenían idea del suyo. No sabían que el destino es duro para todos por igual, sin importar con qué ropa te vistas o a quién ames en lo oscuro. Un día mi madre me preguntó claramente si eras jotito y no supe qué contestar. Mis amigos te aceptaban como uno más de ellos y yo, del mismo modo nunca te había pensado diferente. Eras y punto. En tu altivez de femme fatale nos divertías a todos. Nos hacías reír. Salías y eras la luna en medio de las nubes de tormenta. Eras la actriz del escenario de la tierra.

Luego, todos crecimos. Nos volvimos extraños. Queríamos tiempo para poder perderlo como lo hacíamos de niños, corriendo a todo lo que daba la sed de nuestras piernas. Pero nos reclamaba la adultez ardiente, los pendientes a los que nos veíamos atados. Las universidades, los empleos. Tú soportaste los insultos en la secundaria, al fin y al cabo, el uniforme (pantalón a cuadros verde pálido, príncipe de Gales se llamaba irónicamente la triste tela, y camisa blanca con la letra y el escudo bordado) nos igualaba a todos. Todavía recuerdo el episodio del baño. Todavía me presiona en la entraña.

Estabas sentado en la taza. Los del grupo B llegaron en bola. Venían saliendo de Educación física. No teníamos manera de prever lo que vendría. Golpeaban las paredes de metal del cubículo donde te encontrabas. “¡Es el putito!, ¡es el putito!”, gritaban. “Ábrenos, te conviene”. “Mira lo que tengo en la mano para ti”. Los vi actuar desde afuera y admito que no me moví siquiera. Era una gran verdad de la secundaria que ser parte del desmadre era al mismo tiempo salvarte de él. Por eso no hice nada, Ulises, no hice nada y me quedé callado, mirando. Vi cómo te jalaban los pantalones por debajo. Cómo arrojaban tus zapatos por la ventana y se llevaban tus pantalones entre jaloneos y empujones. Tampoco hice nada cuando te dejaron así, desnudo de la cintura para abajo, llorando en la taza sin poder hacer nada.

Me avergüenzo tanto por haberlo pasado de largo. Ni siquiera regresé a la escuela cuando por la tarde, en la salida, encontré tus pantalones colgados de un alambre cerca del campo de cultivo de arroz. Al otro día me enteré que la prefecta te escuchó llorar y te sacó de ahí con una toalla en la cintura. Llamaron a los papás de algunos alumnos, creo que hubo suspensiones, no sé. De mí nadie dijo nada, porque yo no había hecho nada, Ulises, nada. Ni bueno ni malo.

Pero debes perdonarme porque también callé cuando te encontré en la parte de atrás del taller de electricidad con el gordo Adán. Ese chavo silencioso y burlón desde las sombras al que le decían el Rotoplás y que ahora es diputado por el IV distrito, y por el PRI, para variar. Seguro que si a él le preguntamos, se queda calladito o nos avienta a sus guarros. Pero yo sí me acuerdo de él. Y de ti. Detrás del taller de electricidad. Tu hincado y él con los ojos cerrados y los pantalones de tela de príncipe de Gales en los tobillos. La maestra me había mandado a buscarte porque era tu cuarta falta. Y dije que no te había encontrado, que te habían visto saltarte la barda para escapar por el río.

Ese río hoy es una verdadera lástima. ¿Te acuerdas cuando íbamos a él a recoger piedras bonitas? ¿A nadar cuando el día estaba soleado? Todos en bola y haciendo un ruidero que hacía espantar los pájaros negros que se ocultaban en los árboles. Hoy, el río arrastra la inmundicia de las granjas de pollos del Bachoco que se instalaron hace años. Todavía recuerdo cuando no volvimos porque encontramos flotando la primera bolsa negra llena de plumas y grasa.

Me duele mucho, ¿sabes? Me cuesta saber que el mundo no vuelve atrás ni se disculpa nunca. El río no regresa jamás su propio cauce, aunque la podredumbre vuelva negra su fuerza elemental. Creo que eso mismo te arrastró. Esa fuerza negra elemental. Te desapareciste un tiempo y me llegó la noticia de que estabas en un tugurio de Toluca. Qué estabas más flaco que nunca, que cantabas con tu vestido blanco y que ostentabas como un trofeo una cicatriz enorme en la cara. Las prostis más viejitas (hombrones que removían sus carnes con brillos de lentejuelas y perfumes de Avón) te habían vuelto a encerrar en un baño. Te habían vuelto a quitar la ropa. Una bienvenida al burdel, decían ellas. Solo que ahora te marcaban el rostro moreno de tu reciente niñez. No fue sorpresa para ti descubrir que así era el mundo. Que te raja la cara por bonita, para que no seas escogida sobre las otras. Para volverte igual de jodida que todos. El destino otra vez te igualaba al mundo. No eras más la diva que flota, la que no la merece el suelo. Eras Lola Beltrán, Lola la Grande, sangrando muchísimo de la mejilla, llorando, queriendo escapar por la ventana sin importar si las medias se rompían.

 Por eso cuando te vi de nuevo, el corazón sembró un olmo en el pecho. Era de tarde y había en el aire un denso humo. No es raro que en el pueblo quemaran leña para calentar el agua de la ducha por la tarde. Entre la densidad gris que cubría la calle, te vi sentado en la banqueta con las piernas recogidas, las llevabas desnudas, y el cabello crespo descarando su maravilloso brillo. Otra figura me sorprendió de repente al quedar de frente a ti. Sobre tus piernas descansaba la cabeza de un adolescente. Sin ninguna preocupación, se dejaba llevar por la marea de tu brillo lunar. Quise pensar que tenía diecisiete años (o quizá menos) mientras tú y yo caíamos en el abismo insalvable de los treinta seis. Y te saludé sin saber qué hacía, y me respondiste el saludo con una alegría que no esperaba. Y fue como volver dos veces al pueblo que abandoné en la preparatoria: la primera vez se vuelve a pisar la calle para saber que vives; la segunda para encontrarte con la gente con la compartiste la salvaje pureza, la fuerza incontenible que se agotó algún día.

 “Mira, Sebas, él es Ángel, mi angelito. Nos vamos a casar”. Me dijiste mientras tocabas su mejilla y bajabas tu falda cortísima. Ángel me saludó de mano y llegó a mí su aroma de chicle de menta y cerveza. Era un niño. Un escuincle que ocultaba detrás de ti su rostro lampiño. Platicamos un rato largo sentados en la banqueta y tu voz me recordó las tardes de la infancia. No tenía nada que ofrecerte y tú a mí me habías ofrecido el tesoro de volver a un pasado que creía perdido. Nos despedimos con la promesa de vernos pronto. No sucedió.

Me explicaron mis amigos que te encontraron en el río flotando en una bolsa negra como las que avientan los empleados de Bachoco. Tenías el cuello interrumpido por una herida tan profunda que cuando recogieron tu cuerpo se soltó la cabeza de los hombros. Rodó por el suelo. Se enlodó tu cabello largo, todavía perfumado, todavía lleno de purpurina dorada y verde. Nadie supo a quién culpar. O más bien, nadie se preocupó por señalarlos porque todos asumían tus “malos pasos”, tu pasado de taberna donde dabas vida a Lola Beltrán.  Y el silencio era un bloque de cemento en medio del frío de la noche.

Tu adolescente estaba ahí. Había acabado de llorar y todavía hipaba como un niño huérfano. Las flores no fueron muchas. Mis amigos llevaron tequila. Yo frente a ti, siento que un camino se me cierra de repente:

Mira, Ulises, mi valiente Ulises. Vine con mi pareja. Se llama Pedro. Es contador, le gusta la música y sabe cantar. Vivimos en los altos de una cafetería en la Condesa. Te encantaría visitar La zona rosa. Te llevaremos a cantar en el bar de la Negra, a la mejor y hasta algún trabajo encuentras por allá. Y podrás vivir con tu Angelito. Y así, podremos salir a bailar por la noche. Y nos acordaremos de nuestra infancia y reiremos de nuevo, otra vez, siempre…

2 comentarios

  1. Felicitaciones al Profesor Afhit. Escribir en segunda persona dió a su narración un sentido más sensible y conmovedor.

  2. Woooooowwwww! No cabe duda que eres un maestro de las letras, mi querido profesor Afhit.

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