Regina fue rara desde siempre. Empezaron a percatarse de que algo no estaba bien desde sus primeros años. No profería palabra, entendía, pero no decía nada. Solo expresaba sus necesidades con movimientos de las manitas y con muecas faciales. Caminaba, comía, dormía con normalidad, pero no hablaba. Sus padres estaban preocupados, pero no tenían mucha idea de cómo ayudarle. Al fin y al cabo, era hija única así que la mamá podía dedicarse a satisfacer sus necesidades básicas. Era pequeña para su edad, un poco regordeta, y con una mirada limpia y alegre. Las primeras acciones extrañas se dieron cuando apenas tendría unos cuatro años: empezó a rechazar ser vestida. Se arrancaba los vestiditos de colores, las calcetas y los calzoncitos de holanes que le ponían, para quedar desnuda y libre. Entonces, para que no sufriera fríos le empezaron a envolver en una manta delgada, nada más.
Más adelante, le dio por esconderse. Buscaba espacios en el closet, tras de muebles que estaban pegados a la pared y hasta en el cuarto de servicio de la casa, para esconderse de su madre que la buscaba con angustia. “¡Reginaaaa, Reginaaaa!” repetía su madre por toda la casa, abriendo las puertas del closet, alacenas y moviendo muebles. Ella se dejaba ver hasta que así lo decidía. A veces aparecía con una expresión extraviada, mordiendo un objeto como una pinza plástica para colgar la ropa u oliendo un viejo zapato de piel.
Regina creció y algunas de sus manías desaparecieron, pero otras fueron apareciendo. Cuando tenía diez años, solo quería recortar unas plantillas de muñecas y vestidos que su mamá le compraba en la papelería. Usaba unas tijeras plásticas de punta roma, las únicas que le confiaban. Pasaba horas recortándolas y guardándolas en una caja de cartón. Solo eso la mantenía en paz. Un buen día, decidió cortarles a todas las muñequitas las cabezas y extremidades.
El papá de Regina siempre se había mantenido a distancia de los problemas argumentando lo mucho que trabajaba y las pocas horas que tenía para descansar en casa. Casi no se acercaba a Regina y si lo hacía, solo la miraba con una mezcla de vergüenza y lástima. Todo recaía sobre aquella madre, cansada de los muchos cuidados que debía tener con su extraña hija.
Una noche en que los padres dormían, Regina se bajó de su camita de medio barandal y a oscuras se puso a buscar cosas por el cuarto. Todos sus movimientos eran parsimoniosos, por lo que no hacía ruido alguno, estaba descalza y parecía tener una gran capacidad para manejarse en esa total oscuridad. Cuando los padres de Regina despertaron en un sobresalto, prendiendo la luz de la mesilla de noche se encontraron con un extraño espectáculo: Regina estaba sobre la cama, entre los cuerpos de sus padres, desnuda, desbaratando a jalones varios monos de peluche y lanzando los pedazos y las bolas de borra hacia todos lados. Su expresión era más rara que de costumbre y parecía estar sumergida en un frenesí destructivo que solo podía satisfacer destruyendo esos muñecos y lanzándolos por los aires.
Después de episodios así, la madre la llevaba a la cama, la acostaba y la arropaba, besándola y hablándole con cariño. Le pedía que dejara de hacer esas cosas, que durmiera en paz y que no se levantara a media noche. Ella la miraba con esa mirada lejana y un poco bobalicona y hacía sonidos guturales que nada significaban. El padre nunca hablaba con ella.
Ambos discutían frecuentemente qué hacer con Regina. La madre hablaba de tenerle paciencia y de tratarla con cariño, pero el papá sugería severidad y castigos correctivos. Los dos levantaban la voz y no llegaban a ningún acuerdo. Por lo general el padre terminaba girándose en la cama, apagando la luz de su lado y cerrando los ojos, para dar por terminada la discusión. La madre no tenía mucha información a la mano, ni familia a quien contarle sus problemas, así que se decía a si misma que todo iba a estar mejor y que solo su cariño y paciencia lograrían sacar adelante a su hija.
Cuando Regina cumplió trece, era una niña algo desgarbada, que vestía de shorts y playera, casi nunca andaba calzada y seguía sin proferir palabra alguna. A veces, viéndola desde lejos parecía una pequeña salvaje, de mirada dulce, pero extraviada. Era un poco glotona, sobre todo si de alimentos dulces se trataba. Prefería comer pasteles y budines, jaletinas y golosinas, a los alimentos salados que su madre le preparaba.
Ella siempre andaba un poco despeinada, pues no dejaba que le hicieran unas trenzas o le detuvieran el cabello en una cola de caballo. Traía las uñas largas, pues era muy difícil mantenerla quieta para cortárselas. Su aspecto era un poco descuidado en general. Pasaba buena parte del día encerrada en su cuarto dedicada a las más extrañas labores, como despedazar un libro, arrancando hoja a hoja y rompiéndolas en diminutos trocitos, o bien desarmando un reloj despertador, hasta dejarlo separado en todas sus piezas, haciendo uso de cualquier herramienta a mano. Otras veces se asomaba por la ventana y miraba a la gente pasar, por horas. A veces les sonreía desde su ventana, otras, solo movía los brazos para que la gente la viera desde su lugar, pero no alcanzaban a escuchar los sonidos guturales que producía, a veces sonidos cortos y excitados, a veces largas y sostenidas notas.
Los hechos inexplicables iban en aumento. Una noche que los padres ya estaban con la luz apagada en su recámara, alcanzaron a oír movimientos en la sala de la casa. Alarmados, pensando que algún extraño se hubiera colado al interior, se levantaron y salieron sigilosamente. Todo estaba a oscuras y no se oía ningún ruido. El padre tanteó a oscuras el switch de la luz y al encenderlo se encontraron con un panorama sobrecogedor. Regina estaba desnuda a media sala, cortándose el cabello con las tijeras de plástico. Parecía estar enfadada y lanzaba lejos de sí los mechones que alcanzaba a cortar. Ambos se lanzaron a detenerla, pero fue difícil quitarle las tijeras de la mano. Tenía una fuerza difícil de explicar. Solo hacía esos gritos extraños y pataleaba sin cesar. La madre la llevo a su recámara casia arrastrándola. El papá se dio a la tarea de recoger el pelo tirado por la sala y apagar las luces. Estaba molesto, y solo miraba con desprecio a Regina, refunfuñando.
Cuando ambos ya estaban acostados y con las luces apagadas de nuevo, empezaron a escuchar ruidos que provenían de la habitación de la chica. Al entrar al cuarto, encontraron que ella saltaba sobre la cama y lanzaba objetos hacia las paredes del cuarto: juguetes, zapatos, la pequeña lámpara de noche, entre otros. Justo en ese momento, un juguete golpeó la ventana y ésta se quebró. Los vidrios saltaron en todas direcciones. Regina se asustó en ese instante y dejando de saltar se escondió entre las cobijas de su cama, soltó a llorar y no se detuvo en mucho tiempo. Nada podía consolarla.
Regina cumplió quince años, aunque aparentaba menos, al ser bajita, delgada y con el pelo sin corte definido y despeinado. Seguía aceptando solo shorts y playeras de manga corta. La novedad era que aceptaba calzarse unas chancletas plásticas de colores: por fin no andaba descalza por todos lados. Para entonces empezó con la fijación de salir de casa. Antes no le importaba mucho lo que sucedía en el exterior, pero de repente empezó a asomarse por la puerta cada vez que podía. Sacaba la cabeza y miraba la gente que pasaba.
Ellos vivían en una zona popular, así que estaban rodeados de casas dúplex y edificios de cinco o seis plantas. Alrededor de las viviendas había pequeños pasillos verdes y algunos parques un poco descuidados. Regina miraba hacia afuera y no se atrevía a separarse mucho del quicio de la puerta. Cuando su madre notaba que sucedía eso, salía por ella, la metía a casa y le pedía que nunca saliera sola. Regina sentía cada vez mas deseos de conocer el exterior. Una tarde que la madre estaba en su cuarto viendo televisión, Regina aprovechó para salir de casa sigilosamente y cerrar la puerta tras de sí, muy despacio para no hacer ruido.
Una vez fuera, se aventuró a caminar hasta el parquecito más cercano y se sentó en una banca de cemento a mirarlo todo. No tardó en acercarse algún niño que jugaba en la zona a saludarla. Ella solo les miraba con esa sonrisa bobalicona. Era incapaz de devolver el saludo, así que quien le hablaba optaba simplemente por retirarse. Un pequeño se acercó a ella, trayendo un perro criollo sujetado por un cinto de cuero al collar. El perro se acercó a Regina y la comenzó a olfatear con curiosidad, entonces se puso a ladrarle sin parar. Regina no se asustó. Solo lo miraba despreocupada y en un instante, estirando la mano derecha, lo tomo del hocico y se lo cerró, manteniéndolo así, haciendo fuerte presión sobre él, ahora con ambas manos. El pequeño le pidió que lo soltara, pero Regina solo reía. El perro trataba de soltarse, pero era imposible. Cuando así lo decidió Regina, soltó el hocico del perro, que echó a correr, seguido de su dueño. Solo lo miró corriendo, perderse por los pasillos.
A partir de ese día, Regina empezó a salir de la casa, por las tardes y aun por las noches. Salía sigilosamente y vagabundeaba por ahí. De alguna manera regresaba antes de que la echaran de menos y se metía a su recámara. Una noche bastante oscura, tomó algunas herramientas en casa y envolviéndolas en una toalla pequeña y salió con el bulto a la calle. Anduvo por el parquecito y los pasillos. Se sentó en la vieja banca y esperó. Tiempo después apareció un grupo de perros de la calle. Estos se le acercaron jadeando. Uno de ellos, pequeño y nervioso se acercó a ella y empezó a lanzarle un agudo ladrido.
Al día siguiente, cuando la madre de Regina entró a su cuarto, la encontró acostada sobre la cama, pero pronto se percató de que, en el piso, la cama y la ropa de Regina había sangre. Asustada, la giró para mirarle la cara. Ella estaba despierta y con esa expresión perdida de siempre. Sus manos estaban cubiertas de sangre seca, la ropa de cama también. Entonces, la madre dio un grito y cargó como pudo a su hija. No tenía heridas aparentemente, solo la sangre. La llevó al baño, la desnudó y la metió a la regadera. Así comprobó que no tenía ninguna herida. La bañó con paciencia ¿De dónde provenía toda esa sangre? La secó y la vistió. La llevo con cariño a su cama y la recostó. Ella no opuso resistencia y se quedó viendo hacia el techo mientras la madre regresaba a su propio cuarto.
Con cierto miedo, la madre entro de nuevo al cuarto, quitó las sábanas manchadas de sangre y las lanzo a una esquina. Jaló un poco la cama hacia sí y vio una toalla con más sangre en el piso. Al desenvolverla, se dio cuenta de que la toalla envolvía los restos de un pequeño perro, que había sido degollado y mutilado: una cabeza, patas y restos de un tórax. Con horror encontró también un cuchillo y unas tijeras de costura, todo ello ensangrentado. Quiso aventar todo y salir corriendo, pero sacando fuerzas de sí, fue a la cocina por una bolsa negra de esas que se usan para la basura y en ella echo los restos del perro y la toalla ensangrentada.
Anudó la bolsa y la sacó a la azotehuela. Pasó por su cuarto para comprobar que Regina seguía ahí acostada sobre la cama casi inmóvil. Fue a la cocina y lavó el cuchillo y las tijeras. Uso una fibra plástica y detergente para lavarse bien las manos que estaban ensangrentadas y con un trapo húmedo regreso a la recámara de Regina. Se dedicó a borrar todo vestigio de sangre en el suelo y cuando estuvo satisfecha lavó el trapo en el lavadero.
Regresó con Regina y la reprendió. Le dijo que no iba a volver a salir a la calle y que se iba a asegurar de que esa puerta estuviese cerrada con dos llaves en todo momento. Le gritó y siguió reprendiéndola ya con los nervios muy crispados. Regina la miraba desde quien sabe dónde con esa sonrisa simple de su rostro. Entonces su madre se acercó a ella, la abrazo y se soltó en un llanto largo y continuo. Regina solo acariciaba los cabellos de su madre, mirando hacia un lado.
La madre de Regina decidió no contarle nada al papá de lo sucedido. Había que hacer algo, pero ¿qué? Se sentía tan inútil, tan desesperada, tan sin salida…Después de que los tres cenaron sin hablar mucho, la madre llevó a Regina a la cama, la arropó y le besó la frente. Le apagó la luz y se fue a su cuarto a dormir. Cuando entró a su recámara la luz ya estaba apagada y su esposo había empezado a roncar. Se acostó a su lado y se fue quedando dormida poco a poco, pensando en cómo iba a ayudar a su hija. Cuando los dos despertaron a media noche y prendieron la luz de cuarto, Regina estaba parada bien cerca del padre, desnuda y con un gran cuchillo en la mano. Miraba al padre directamente, sin siquiera pestañear y produciendo un sonido corto y apenas perceptible.
*Este cuento fue seleccionado en el Primer concurso de Cuento de terror de La Fauna con Edit. Lengua del diablo.
Luis G Torres nació en la CDMX, hoy avecindado en Cuernavaca Morelos desde hace años. Es egresado de la Escuela de Escritores Ricardo Garibay, de Morelos. Ha participado en cursos y talleres de cuento con Frida Varinia, Daniel Zetina, Miguel Lupián, Alexander Devenir, Gerardo H. Porcayo, Roberto Abad, Efraim Blanco y otros. Ha publicado en una treintena de revistas electrónicas. Otros cuentos están incluidos en antologías nacionales y latinoamericanas. En 2021 publico en INFINITA su primer libro: Pequeños Paraísos perdidos, y el año de 2022 Sin Pagar boleto, cuentos y narraciones de viajes por México. En febrero del 2023 presentó su tercer libro de cuentos INQUIETANTE, bajo el sello de Infinita. En enero de 2024 presentó su más reciente libro de cuentos, titulado OMINOSO (En editorial Lengua de Diablo). Colabora activamente en la revista LETRAS INSOMNES.
Felicidades, Luis, un buen cuento, con una narrativa que atrapa desde las primeras letras. Y el final deja los pelos de punta. Disfruto mucho leer tus cuentos.
Muy bueno, esta excelente la narración. Te felicito, amigo.
Está *
Felicidades amigo Luis. Muy interesante relato que atrapa y con final inesperado!!
Me
Imagino Perfecto a la niña y su aprisa bobalicona que de eso no tiene nada. Es perversa. Muy buen cuento Luis.