El Clemente negro

Si tuviera que elegir el primer golpe realmente duro que me dio la vida, sin dudas, diría que  fue la muerte de mi abuelo. No sé cómo explicarlo, solo me puedo limitar a decir que fue algo así como un dolor diferente. O nuevo. Me acuerdo de que había ingresado al hospital por una neumonía. Todavía puedo ver a mis primos, mi tía, mi vieja y mi abuela, sentados alrededor de su cama, dándole aliento, tratando de creer que todo iba a estar bien. Es que, en parte, siempre había sido así. Bueno, salvo con mi tía  —la mayor de tres hermanas y la primogénita de mi abuelo—, que falleció de cáncer en unos meses que duraron un abrir y cerrar de ojos. Pero esa es otra película, quizás más dramática y un poquito más extensa. Igual, la resumo: de mis dos tías era con la que menos tenía relación, a la que menos veía y con la que menos compartía cosas. Solo una pasión nos unía: Boca Juniors. Fuera de eso, casi que no teníamos nada en común. Sí tengo el recuerdo de las visitas que le hacíamos en el último tiempo —antes de que la internaran—, cuando estaba ya muy enferma casi sin poder moverse de la cama. Para mí eran como un trámite, como si pasáramos a buscar algo. Yo era chico. Yo no conocía ni pensaba en la muerte. Yo no entendía que se estaba muriendo mi tía, la hermana de mi vieja, la primera de las tres hijas de mis abuelos. Hoy lo sigo intentando entender, más allá de que ya es demasiado tarde.

Una vez a Keanu Reaves, en una entrevista, le preguntaron qué pensaba que sucedería cuando él muriera. Dijo: solo sé que los que realmente nos aman, nos van a extrañar mucho. No le encuentro ninguna falla a esa respuesta. Es totalmente cierto: los que nos quedamos de este lado lo sabemos, lo hemos atravesado. Solemos pensar que si nos aferramos a los objetos que han quedado o a los recuerdos que hemos construido, algo nos sostendrá, como un pilar en el cual podemos descansar nuestro dolor. Pero no creo que sea así. Ese pilar está hecho de naipes y cuando uno atraviesa una pérdida, se vive en una tormenta. Por un tiempo. Luego algo amaina. Igual, lo reconozco: todavía tengo un cochecito que me regaló una tarde. Es un autito vintage, creo que es un Cadillac Roadster 1929, Made in China, pero para mí es el mejor autito del mundo. Tiene más de veinte años y está intacto. Pero no quiero que se confundan, no me aferro a un objeto, no. Lo veo más como una imagen que me recuerda quién fue, lo que me enseño, lo que compartimos y lo que siempre voy a llevar conmigo: nuestras historias.

Solía llevarme por las tardes al viejo buffet, de la vieja cancha de Argentinos Juniors, en el barrio de La Paternal. Sí, todo era viejo —incluso ya en esa época—. Sin embargo, ese lugar era mágico: el tiempo se detenía, el sol se apagaba y se hacía de noche en pleno día: se encendían misteriosamente esos tubos de neón blanquigrises que alumbraban a todo el lugar y a esas mesitas chiquitas de madera en las que se mezclaban las fichas de dominó y los gritos de algunos viejos calentones y borrachos. Se accedía pasando una cancha de bochas techada —una de las últimas que quedaban en el barrio—, en la que más de una vez me colé para correr por dentro, solo, como un demente a escala. Luego se seguía por un pasillo angosto, se bajaba unas escaleras y se accedía a la puerta principal. Cada vez que hacíamos ese recorrido, sentía como si estuviera en la apertura de Get Smart o El Agente 86, como lo llamábamos en Argentina. O, al menos, así lo recuerdo, porque en esa época, desde mi perspectiva, todo me parecía alto o extenso. La barra era una heladera gigante de almacén, en la que se apilaban sifones de soda —esos viejos y pesados sifones de metal— con forma de misil nuclear. En el fondo, como si fuera un empapelado, miles de hileras de botellas de diferentes tamaños y colores, se apilaban esperando a ser abiertas, o que les quitaran el polvo, por lo menos. Y, allá, perdido, casi como queriéndose camuflar entre tanto vidrio sucio y polvoriento, colgaba un muñeco raro, de tela, relleno —no tenía brazos, manos, nariz ni orejas—. No recuerdo bien los motivos, pero una tarde me llevé ese muñeco a casa, fue algo increíble. El muñeco se llamaba Clemente: era negro y tenía un hueso en la cabeza.

El griterío siempre era ensordecedor. Casi como el tronar de las fichas cuando las mezclaban en varias mesas a la vez. Yo siempre me quedaba parado al lado de mi abuelo, no me despegaba ni un segundo. A veces tanto grito me asustaba un poco. Salvo cuando me dejaba ir a jugar con algún compañerito de ocasión, que estaba dando vueltas por ahí, en la cancha. Si podíamos colarnos, nos íbamos abajo de la tribuna que daba a Juan Agustín García. Viejos tablones remachados a una estructura de metal oxidado, más vieja que los tablones. Siempre estaba lleno de gatos, o de mierda de paloma, o de la basura que se acumulaba después de los partidos. Supongo que nadie se metía ahí, salvo yo y mi compañero. Ahí jugué mis primeros partidos mano a mano, entre fierros y columnas. No se suspendían por nada, salvo por lluvia. Incluso, se jugaban por más que El Bicho hiciera de local.

Cada vez que llegábamos al bar, me compraba una Seven Up —que en ese momento estaba de moda, gracias—. La verdad es que no podía saber cuánto tiempo pasábamos ahí adentro y tampoco me importaba. Estaba en un lugar super-secreto, disfrutando de una Seven Up con él, con mi abuelo. Solíamos brindar. Yo con mi Seven y él con su religioso vermú. Esas eran buenas tardes. Esos sí que eran tiempos felices. Tan felices que todavía puedo escuchar el eco del ruido que hacían las bochas o las fichas de dominó cuando se caían al suelo. Ese lugar era mágico. Nada se compara con esa sensación, la sensación de visitar ese templo urbano. Nada. Nada se compara con eso que sentí esa tarde que volví con él, tomados de la mano, mientras el sol se perdía atrás de la tribuna, con mi Clemente negro, que sonreía tanto como yo. Con el tiempo entendí que eso, eso, se llamaba felicidad.

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