Clara

I

Medía como un metro sesenta, era de piel morena clara. Llevaba el pelo recogido sobre la parte alta de la cabeza. Su cara era ovalada, tenía cejas muy bien delineadas y su boca era chica. Vestía una blusa delgada que apenas ocultaban dos pezones erectos. Su vientre era plano, su ombligo redondo y pequeño. Llevaba un short de mezclilla recortadísimo casi hasta las ingles. Sus piernas eran cortas, no musculosas pero firmes, el tobillo y las pantorrillas eran gruesas; calzaba unas sandalias con piedras de fantasía. Yo la observaba fijamente y ella lo sabía. A dos o tres metros la miré con más detenimiento. “No seas pendejo. Te va a mentar la madre o te va a poner una denuncia o le va a contar a su guey y te la van a hacer de pedos” me advertía alguien egoísta y timorato muy adentro de mi cabeza, pero ya estaba decidido, mientras me bajaba el bozal hasta la barbilla ella levantó la mirada y me vio fijamente a los ojos y yo penetré todo en ella.

Aunque descubrirme la cara fue un movimiento lento y calculado, mis razones para hacerlo fueron instintivas, como el gato cuando está saltando sobre un ave con sus filosas garras expuestas. Tampoco sabía para qué me había destapado la boca, que yo recuerde nunca me gustó agredir a alguna mujer con piropos obscenos.

La chica, de unos veinticinco años, me sonrió y me dijo “Hola”. Pasó a mi lado y de nuevo el instinto me obligó a voltear la cabeza para verle el culo: redondo, firme, cintura breve, nalgas paradas, contoneándose.

Dos o tres pasos adelante se detuvo frente a la entrada de un edificio y mientras buscaba sus llaves me quedó viendo de nuevo y sonrió. Luego abrió y se metió al condominio.

Era la primera vez que yo veía a esa mujer en el barrio.

II

Dejé pasar dos camiones de pasajeros que me hubieran llevado al centro de la ciudad, muy cerca de mi trabajo, y la chica que había yo visto el día anterior no apareció.

Lo que pasó con la chica fue como un relámpago en seco, en una mañana clara, o como un sol estallando en un espejo un día ordinario de pandemia en semáforo epidemiológico en color anaranjado. No volvería yo a desmañanarme más.

III

-Hola, me llamo Clara –me dijo una voz delgada a mis espaldas una mañana que esperaba mi transporte en una esquina.

Voltee, era la mujer del short de mezclilla, ahora estaba vestida con pantalón azul ajustado, blusa roja y zapatos de vestir. Llevaba el pelo suelto a los hombros, tenía un maquillaje discreto y los labios muy rojos. Olía muy bien.

Yo contesté el saludo: “Hola”.

-Se descompuso mi auto, está en el taller y soy nueva en la colonia. ¿Qué transporte debo tomar para llegar a la colonia Reforma?

-Ese que viene ahí le dije -mientras le hacía parada al autobús.

Le di el paso y subió, inevitablemente le volvía a ver las nalgas. Pagó su pasaje y se fue hasta la hilera del fondo, los asientos estaban vacíos. Se sentó y yo ocupé un lugar cerca de ella.

Una llamada entró a su celular, vio el número y contestó. Escuchó con atención por varios minutos, en su cara se podían observar expresiones de enojó o tristeza. Le tocó hablar a ella. Su tono era de enojo aunque no decía “malas palabras”; la voz del otro lado la interrumpió y ella escuchó de nuevo, enojada; luego ella interrumpió. Así estuvo por varios minutos hasta que, muy enojada, apagó el teléfono.

Su mirada y su gesto fresco habían cambiado, estaba notoriamente encabronada, se recostó en el respaldo del asiento y miró lejos; la persona con la que discutió, las palabras y los motivos de ese pleito, la habían sacado de ese lugar, sólo quedaba un cuerpo que había visto con poca ropa en un día ordinario. Yo bajé en una parada próxima al centro y me despedí, pero no me respondió.

La persona con la que riñó era su marido y las razones me las contó ella, una a una, semanas después, mientras le daba las últimas fumadas a un cigarro.

IV

Pasó una semana del incidente y supuse que no volvería a ver a Clara, hasta que me la encontré un sábado por la tarde, comprando tortillas. Estaba tres turnos atrás de mí, iba con un cubreboca de trompita de marranito. Compré mis tortillas y me retiré, al pasar le dije “hola buenas tardes”. Ella me respondió el saludo y me dijo que la esperara. Compró sus tortillas y caminamos por la banqueta. Iba con una sudadera negra y con sus pans grises y flojos. Tenían unas pantuflas gastadas, que le quedaban muy grandes. A mí esto no me desanimó y compensé esa facha descuidada con el recuerdo aquel de tremendo culo de la primera vez que la vi.

Se disculpó conmigo por el pleitazo y, de nuevo frente a su casa, me preguntó: “Sabes manejar”, yo le dije que sí.

-¿Cuánto me cobrarías por traer un coche desde Tepoztlán a mi departamento?
¿Qué carro es?
-Un Chevy. Mi marido me estaba enseñando a manejar, pero me regañaba mucho y no aprendí muy bien. Hace una semana Me dijo el mecánico que la estaba listo pero me da miedo traérmelo.
-Puedo después de las cinco de la tarde o el sábado o el domingo por la mañana. Paga mi desayuno o una comida y con eso. -Le dije.

Ella aceptó y quedamos que iríamos el sábado a las dos de la tarde. Viajaríamos en autobús, ella me estaría esperando en la entrada del edificio. Me dio su número de celular, la llamé y guardó mi número.

V

Estuve esperándola el sábado desde la una y media de la tarde hasta las cuatro y media. Después de veinte llamadas y mensajes decidí regresar a mi casa. Iba que me llevaba la chingada. Avancé unos metros y de pronto sonó el pinche teléfono.

Me dijo que la perdonara, que se le había hecho muy tarde y que no podía ir conmigo, pero que la reparación del coche ya estaba pagada y el mecánico ya sabía quién lo recogería. Me mandó el celular del mecánico, un tal Gerardo y la ubicación del taller.

El tal Gerardo me estaba esperando con el auto afuera del taller; tenía prisa, vestía ropa de fiesta. Me dio el coche y las llaves y me dijo que la reparación había costado doscientos pesos más, se los di. Me subí y lo arranqué sin problema.

Como a medio kilómetro de la salida del pueblo se me apagó el carro. No tenía gasolina, busqué un galón en la cajuela y no nada. Esperé un autobús más de media hora, que me regresó a la gasolinera. En la estación, uno de los despachadores me vendió cuatro botes aceite de a litro y una bolsa de basura negra, me llenó los botes y los metí en la bolsa. Tomé un autobús hacía el coche y con muchos esfuerzos logré ponerle gasolina.

De caminó busqué mi celular para llamarle a Clara y no lo encontré: me volví a encabronar. ¿Dónde madres lo dejé? El pinche despachador me lo robó o se me cayó en el autobús de ida o de venida.

Pasaba por Ocopetec, el cielo estaba oscurecido y el ambiente húmedo; a la mitad de ese pueblo se me salió una llanta y por poco mato a un perro. Busqué por varias cuadras a un mecánico, todo estaba cerrado; me metí a una vulcanizadora para ver si el chalán conocía a alguien que me ayudara, estaba con otro sujeto, escuchaban música de los Cadetes de Linares y bebían cerveza. Uno era mecánico. Le pedí que fuera a ver el coche y le conté lo que le había pasado. Bastante ebrio me respondió que podía ayudarme, pero que debería pagarle trescientos pesos por ir más la reparación: vale verga, dije por dentro, pero no había de otra. Acepté. El beodo pidió prestada herramienta a su amigo y nos fuimos en un taxi hasta el carro. En menos de una hora desarmó todo y lo dejó bien: “ese compa que te arregló el coche es un pendejo, mira yo, bien pedo pero cumplidor”.

El culero me cobró cuatrocientos pesos por la reparación y quería trescientos por ir. Abrí la cartera a su vista y saqué lo que tenía. Le dije: “hermano, tengo sólo quinientos”. El pinche borracho me arrebató los billetes de la mano, se dio la vuelta y se fue a chingar a su madre.

Llegué al edificio como a las 8:15 de la noche. Sudoroso, muy encabronado y frustrado. Clara me estaba esperando, abrió el portón y metí el Chevy en su cajón de estacionamiento. Apagué el maldito carro y le puse las pinches llaves en la mano. Casi no le vi la cara, ni recuerdo cómo iba vestida. No sé qué me dijo, yo iba sin teléfono, sin dinero y con ganas de mentarle la madre a alguien.

VI

Tuve que comprar un celular usado y recuperé mis contactos hasta el día martes. Tenía varias llamadas perdidas y mensajes, entre ellos estaba el de Clara. Acompañado de emoticones de corazoncitos me agradecía que le hubiera llevado el carro, me dijo que me invitaría a comer en un lugar que le gustaba mucho.

Me debía más de ochocientos pesos, y me enojé porque si le cobraba iba a pensar que yo era un pendejo pobre; pero si no le cobraba me sentiría mal porque era un dinero que tenía reservado para mis gastos de la semana y me había quedado casi en la calle.

Quedamos de vernos el sábado a las tres de la tarde en la entrada de su departamento, me dijo que fuera casual y si podía en bermudas.

Me puse una playera, un short largo, mis huaraches y mi cubreboca azul. Llevaba doscientos pesos en la bolsa, no tenía más. Iba descontento.

Llegué a la entrada del edificio y le mandé un mensaje. “Salgo en un momento. Vamos a llevar el coche”, me respondió.

Uno o dos minutos después abrió la puerta: calzaba sandalias muy bonitas, el short de mezclilla recortadísimo; una blusa de color salmón, abierta y corta, arriba del ombligo, el cabello recogido y la sonrisa que me disparó el día en que la había conocido. Llevaba en la mano su cubreboca de marranito. Me olvidé de mi vida miserable. Entramos al condominio, nos subimos al auto que imaginé era un Mustang, y nos dirigimos a la calle, rumbo a la autopista. Antes de salir de la ciudad pasamos a cargar gasolina.

VII

Iba atento a la carretera, y escuchaba en segundo plano lo que ella me decía. Estaba alegre, como un animal doméstico de paseo.

Ella abrió el cristal de la portezuela, se soltó el pelo, castaño, quebrado, a los hombros, movió la cabeza para acomodarse y despidió un olor a mar o a coco.

Luego sacó una cajetilla de cigarros y me ofreció uno, le dije que no. Prendió el suyo y comenzó a fumar.

Subió sus piernas hermosas al tablero del carro. Yo las recorrí una y otra vez, desde la punta del pie hasta donde la tela de mezclilla me permitía llegar. Luego subí por su vientre y jugué con sus tetas, y volví a bajar, ígneo, por el mismo camino.

Clara sabía lo que yo estaba mirando y lo que yo pensaba; varias veces me pidió que pusiera más atención al volante.

Cuarenta minutos después llegamos a un restaurante donde vendía barbacoa y antojitos. Estacioné el auto y entramos embozados. Pedimos una mesa y nos hicieron pasar. Había poca gente, pero todos los comensales observaron las nalgas de Clara. Yo la cogí del brazo y me repegué a ella aunque me intención fue ponerle mi mano en la cintura.

Llegamos a nuestra mesa después de atravesar un laberinto de miradas y nos sentamos. “Si me hubieras abrazado yo no te hubiera dicho nada”, me susurró.

Pedimos consomé y barbacoa para compartir; ella ordenó cerveza y yo agua de papaya. Yo llevaba solo doscientos pesos y con lo que consumimos podía pagar lo mío, por si era necesario.

La carne estaba sabrosa. Mientras comíamos me platicó que le gustaba ese lugar por el sabor y por el ambiente.

-A mí me gusta guisar y la comida me queda muy sabrosa; te voy a preparar algo un día de estos en mi casa –gracias, le dije.

Luego comenzó a enumerarme todas las especias que había detectado en el consomé y en la carne, y la manera en que, según le parecía, habían elaborado el platillo. Cuando hablaba de esto cerraba los ojos y paraba naricita y sonreía con sus dientes muy blancos cuando nombraba el condimento. Se bebió dos cervezas más y yo un agua.

Un sujeto comenzó a cantar canciones de José José. Iniciaron los acordes de “Vamos a darnos tiempo” y el trovador entonó los primero versos “Qué difícil es cuando las cosas no van bien…” Tenía una buena voz y su interpretación era muy sentida. Nadie que no haya pasado o esté pasando por una situación así puede decirlo de la forma en que él lo estaba diciendo.

-¡Ey, no te claves! -Me advirtió Clara. Luego me pidió que me acercara un poco más a ella, con todo y silla.

-Te voy a contar algo bajito. Acércate más -me ordenó, mientras apoyaba sus codos en la mesa y con sus manos en la quijada sostenía su rostro.

-Yo ya te habían visto varias veces por esta calle y en la tienda. Cuando te bajaste el tapaboca imaginé que te bajabas el cierre del pantalón. Me gustó, o mejor, me excitó la manera en que me mirabas los pechos, sentí como lengüeteabas mis pezones. Me decepcionó un poco que al pasar frente a ti no me hablaras, esperaba algo que nadie me hubiera dicho, algo que nunca se le debe decir a una mujer, pero te acobardaste. Cuando avancé, sentí tus ojos en mi espalda bajando hasta mis nalgas, por eso volví a sonreír y te perdoné. No entiendo por qué me gustas tanto. Eres muy callado, pareces indefenso; pides a gritos que las mujeres te sonrían. Pero yo sé o imagino que puedes hacer lo que tanto presumen algunos fanfarrones, si te lo propones eres capaz de meterte a un parque lleno de gente con una bomba y explotar junto con toda esas personas; puedo adivinar que también has hecho cosas buenas a la gente y nunca has esperado a que den las gracias. Eso me gusta y me excita. ¿Qué secretos sexuales tienes para las mujeres?

Sus palabras me dejaron mudo. Por segundos abandoné mi cuerpo; después de que volví en mí, me sentí desnudo y avergonzado. Repetí mentalmente palabra por palabra lo que me había dicho Clara.

Ella me vio con una especie de lástima, me acarició el cabello como a un perro y me dio un beso olor a cerveza en la mejilla. Pidió la cuenta, pagó, fuimos al coche y salimos a la carretera.

De vuelta iba yo callado. Me zumbaban aun sus palabras y no alcazaba a entender lo que me había dicho; me esforzaba por sentir eso que ella me había confesado. Decir, por ejemplo, pezones es una cosa, pero sentirlo o imaginar esa sensación es muy diferente; yo no podía imaginar eso, tenía que hacerlo.

Después de una curva me indicó que desacelerara, doblara a la derecha y me metiera por un camino de terracería flanqueado por grandes árboles. A pocos metros estaba un hotel de paso. Pagamos y entramos con el coche.

IX

Regresamos a ese mismo hotel por varios meses, cada sábado después de comer; era limpio y discreto. Nuestras relaciones sexuales eran cada vez mejores.

Una mañana cualquiera como cuando la conocí me envió un mensaje:

“Regreso con mi marido. Le dieron un puesto de planta en Querétaro y decidimos que nos vamos a ir a vivir allá. Por favor, no me busques nunca. Adiós”.

Recuerdo todo lo que ocurrió entre nosotros. Para mí, fue muy corto el tiempo que estuvimos juntos y no encontré ningún motivo para olvidar a Clara.

No hubo tiempo para conocerla más allá de su cuerpo, su voz, sus espasmos y ese olor a océano que me inunda cada vez que la recuerdo y que me deja más solo en esta vida.

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