40 GRADOS EN EL PARAÍSO

Llegué al Soberano, el único de dos tables de la localidad en Paraíso Tabasco. Lo hice porque no había mucha opción de elegir dónde trasnochar. Entré sin mucha expectativa y tampoco con mucha lana. Precavido había dejado gran parte del efectivo y todas mis tarjetas en la caja de seguridad del hotel. Eso no es por típica paranoia chilanga, en alguna ocasión en una ciudad pequeña olvidada de Dios me dieron vuelta con todas mis tarjetas, e incluso el efectivo para el taxi de regreso al aeropuerto, y ni cuenta me di. La cerveza estaba a precio standard, 25 pesos la mía. La de la morra, de 250 ml, costaba 100. El baile privado costaba 200. Me tomaba la segunda cerveza, estudiando si valdría la pena desembolsar para un dancing y cuál bailarina sería la adecuada en su caso cuando se me antojó un cigarro. La mayoría de los antros provincianos son lugares que la ley antitabaco olvidó, no así en el Soberano donde más tardé en sacar el encendedor que un mesero me invita a la salida si acaso quería fumar. Me puse a platicar con el portero. A la mitad del cigarro noté que comenzó a inquietarse un poco, estiraba el cuerpo para asomarse a lo largo de la calle. “Puta madre, ahí vienen los culeros” me dijo y se metió en chinga. Salió un poco después y le pregunté qué chingados pasaba: “Viene un operativo, pero no es oficial. El dueño tiene pagados todos los permisos; nos avisaron que se chingaron dos antros más;  ése operativo es organizado por La Maña, nomás por joder.” El sentido común de cualquier persona juiciosa lo haría apagar su cigarro, dar las gracias, una generosa propina por la información y largarse a chingar a su madre lo más rápido directito al cuarto de hotel a dormir tranquilo en la seguridad de su habitación las siguientes ocho horas. Pero el hombrecillo en mi cabeza que controla mis acciones cuando estoy pedo, me dijo que, por el contrario, me metiera a terminar la cerveza que había dejado a la mitad, que pidiera otra y esperara lo que Kerouac dispusiera.

Ésa era quizá una premonición de lo que pasaría posteriormente. Pero ya ves, esa pinche necedad me hizo regresar al interior del Soberano.

Una vez adentro se acercó a mi mesa una morrilla que hacía unos minutos se estaba morreando con un asiático vestido con el overol de Pemex y cuyos compañeros de trabajo lo sacaron a la verga en megachinga cuando escucharon las amenazas del operativo. Cómo me había gustado bastante la morrilla, le invité una cerveza con la condición que me contara qué estaba pasando. Me explicó que los narcos mandaban a la policía estatal para cobrar las cuotas que habían dejado pendientes y lo disfrazaban de operativo. Pero que no pasaría nada porque de eso se encargaba el Gerente y ella bien sabía que estaban cubiertos tanto legal como ilegalmente, que si mejor le invitaba una chela y ultimadamente por qué no me había ido como todos los de Pemex o si venía de vacaciones … a los diez segundos que le llevaron la cerveza (y una más para mí) quitaron la música, escondieron a todas las morras, apagaron las luces, cerraron a piedra y lodo, nadie sale nadie entra, y nos pidieron bien amablemente que guardáramos silencio: El operativo estaba por llegar y querían pretender ser un antro cerrado, y si acaso los narcos neceseaban en pasar, descubrieran sólo a una bola de briagos en silencio. Un borracho gritaba que los dejaran, que a él le pelaban los huevos. Era un viejito. Los demás guardamos un silencio casi sepulcral mirándolo con nerviosismo. Un mesero le llevó una chela para mantenerle ocupado el hocico. Funcionó. Yo estaba listo para aventarme al suelo nomás escuchar la primer detonación. Igual nomás nos llevaban a todos al bote por faltas a la moral. O todos al monte por las mismas faltas a la moral y ya no regresábamos. No tenía puta idea. Para aliviar un poco la incertidumbre le di otro tragote a mi chela buscando mantener el nivel etílico elevado y que me valiera madre el momento en el que, por pendejo y calentorro, me metieran un balazo… o al bote… o no sé.

Pasaron quince paranoicos minutos y entró nuevamente el portero.

“¡Ya pasaron los culeros! ¡Sigan en su desmadre, cabrones!”

Y así lo hicimos.

La morra regresó a terminarse su cerveza. Antes de dar el último sorbo me preguntó si quería ir a coger me costaría 1,500 pesos. Le dije que no fuera manchada y le recordé que yo no trabajaba en Pemex, por tanto no gozaba de onerosos viáticos. Estuvo de acuerdo e hicimos una suerte de negociación. Me rebajó mucho más de la mitad. “Pero ¿sabes? Justo ahora no tengo efectivo, si me esperas voy a mi hotel por lana y regreso para el palenque prometido, ¿te late?” “Sí, sí, órale, ya sé que no vas a regresas, como todos”. ¡A como chingados no! Ya había aguantado el peligro como para desperdiciar un descuento del 70%. Liquidé el consumo y tomé un taxi afuerita del lugar. Pacté con el chofer un viaje redondo y también le hic hincapié que no se manchara en el precio porque Pemex no pagaba mis viáticos. En menos de 15 minutos ya estaba de vuelta en la mesa con el efectivo y un paquetes de condones para que no me lo fueran a cobrar al triple del costo. La morra ni se había movido de la mesa. “Paga, mi amor, vete al privado y no tardo nada en alcanzarte”. El cuartito tenía dos sillones, una mesita y un baño. El mesero me llevó una cubeta con cuatro chelas chiquitas, un condón del seguro social y un papel sanitario. Me tomé dos cervezas más en lo que llegaba mi Julieta. Tan luego entrar me advirtió que no prendiera ninguna luz porque de afuera se veía todo a contraluz y no sé por qué eso me puso más caliente. Comenzamos el agasajo, nos encueramos, me puse el condón y comenzó con la labor de mamar verga. Gracias a que  no estoy circuncidado he comprobado que nadie tiene mejor idea de cómo maniobrar mi pito que yo mismo, por lo que las mamadas y chaquetas no me resultan tan satisfactorias. La mayoría de las teiboleras y prostis son unas viejas insensibles que me tratan como si no fuera hiperestésico en esa área. Algunas, al ver mi falta de circuncisión, se sacan de onda y bajan todo el prepucio para descubrir lo que están acostumbradas a ver y maman como si no sintiera más que placer. Ella hizo lo mismito, pero en el momento en que bajó el prepucio, en una acción que se suponía era cachonda, me dolió. La quité y le dije, literal, que dejara de mamar y de una vez se montara. Obviamente el dolor hizo que mi erección decayera, así que sugerí estimulación manual. Cuando apreció que tenía ya una erección medianamente aceptable intentó montarse un par de veces.

-¡Ya te venistes!

– No, ¿cómo creés?

– Como no, el condón ya está lleno.

La aparté para tentalear la verga. Efectivamente, la punta del condón se notaba abundante de algo que no era eyaculación pero parecía. Me saqué de onda y fui al baño tan sólo para descubrir que la punta del preservativo la ocupaba pura sangre.

– ¡Puta madre! ¡Me acabas de hacer la circuncisión!

Se acercó a ver qué pedo. Efectivamente mi pene sangraba. De algún lugar.

– ¡Fue de cuando me la mamaste!

– No mames, decía con una sonrisa sorprendida, ¿neta?”.

Le daba risa, pero se comenzó a preocupar cuando, una vez desechado el condón, no dejaba de sangrar.

– ¿Sabes, morra? vamos a tener que dejar el palo para otra ocasión, dijemás preocupado aún.

– No, ahorita se te baja. Yo quiero coger contigo, manito. No es sólo por el dinero, me gustastes para montarte.

Esa sentencia me conmovió y dejé de odiarla. Pero el sangrado no paraba.  Estuve un rato enjuagándome, echándome jabón con precaución, poniéndome cataplasmas de papel de baño y cuidando no tocar nada con mi pito para evitar alguna infección. Todo con la lucecita del celular porque de prender la luz se vería todo de afuera, según me habían anticipado. Cuando sentí que la hemorragia bajaba un poquito, me puse otro condón y le avisé que ahí íbamos. Cuando me monté en ella, la hemorragia volvió y mi verga decayó. Otra vez. Le di aire, le dije que la cogida ya era cuestión perdida. Apenada, me pidió perdón pero no me regresó la lana que pagué por lo que no hicimos. Ni le cobré la cuenta del doctor que, quizá, me tendría que coser la verga. Con ese pensamiento me preocupé todavía más. Pero primero tenía que ocuparme de una posible infección.

Me hice una última cataplasma y salí en chinga del Soberano y pregunté al portero por una farmacia 24 horas que pudiera venderme alcohol del 96. Ni idea. Di la vuelta por el parque Venustiano Carranza, buscando algún otro lugar que pudiera proveerme de líquidos con al menos 4.5% de alcohol, así me curaba la infección y me empedaba hasta la inconciencia y el olvido, pero los Oxxos dejaban de vender bebidas alcohólicas a las 10.00 PM. Las únicas farmacias cercanas estaban en el Soriana y otra de similares por la central camionera, ambas cerradas. Regresé mis pasos e intenté meterme al Pajaral, el table frente al Soberano, para comprar un tequila o un vodka derecho y bañarlo en mi pito. Me negaron la entrada porque no llevaba zapatos, estaba desfajado e iba en estado inconveniente. Los mandé a chingar a su madre, al Soberano ni loco me volvía a meter. Busqué un taxi. Quería evitar ir a un doctor que me dijera que me tenía que coser y que no podría viajar, lo que me obligaría a explicar en mi trabajo detalladamente la razón por la que seguía en Tabasco cuando tenía que regresar al siguiente día. Sería despedido con la mayor de las ignominias. Exageraba mis pensamientos, pero la hemorragia de mi verga me tenía bastante preocupado. Ni modo: le dije al chofer que me llevara a alguna clínica u hospital que trabajara 24 horas.

-Nombre, jovenazo, aquí no hay. Lo voy a tener que llevar a Villahermosa y eso le va a salir como en 1500 la corrida.

– ¿Es decir que ningún habitante de Paraíso puede tener una emergencia médica a éstas horas, después de las 9 que cierran los similares, porque no hay hospitales que trabajen 24 horas?

– No ofenda joven, cualquiera puede tener una emergencia. Entonces pueden ir a Villahermosa y el viaje sale en milquinientos la corrida.

– Olvídelo, solo lléveme al Holiday Inn, por favor.

Al cruzar el umbral del hotel recordé que en mi maleta tenía un pomo con gel antibacterial. Llegué al cuarto con el pito engordado por el papel de baño y el tercer condón ya repleto de sangre. Abrí la ducha y me metí. Lo enjuagué con abundante agua e inconsolablemente noté a la luz del cuarto que si bien no me había hecho la circuncisión, tampoco paraba la hemorragia. Quizá sí necesitaría puntos. Me apliqué un poco de gel y nada pasaba. Dentro mi de desesperación y borrachera, recordé que del día anterior había dejado medio six en el cajón. Desnudo fui en chinga a buscar dos de las chelas, manchando con gotitas de sangre todo a mi paso. Regresé a la tina, bajo el chorro de agua abrí la primer modelo, le pegué un tragote al tiempo que, con dolor, subía mi prepucio y, sin pensarlo dos veces, vertí una buena cantidad de la chela en mi pito. Aullé con la boca tapada porque me ardió de la chingada. Pegué otro tragote y vertí más líquido. Me quemó un poco menos. A la mitad de la segunda lata y otros dos enjuagues, el pito me había dejado de sangrar. La tercer lata me la tomé una vez que me había secado, que había inspeccionado en busca de alguna cicatriz o algo así y me había enredado la verga en un vendaje improvisado con la única camiseta limpia que tenía.

Al otro día tuve que manejar durante hora y media un auto rentado por la empresa para llegar a Villahermosa, para tomar el avión de regreso. Estaba crudo y con el pito destrozado. Pero ya no sangraba, al menos. Seguía preocupado por si en el camino volvería la sangre y se acaso necesitaría puntos, si me los harían en Villahermosa o en Chilangolandia y seguramente tendría que dar explicaciones a mi esposa, por lo que debería tener listo un arsenal de excusas. Manejé con mucho cuidado de no forzar para nada la entrepierna. Muchas horas de angustia después, cuando aterricé en mi casa en la Ciudad de México, me encerré en el baño para estudiar la gravedad del asunto. Mi verga gracias a los baños de chela, estaba como nueva.

Lo juro, esa noche cumplí como los héroes ¡chingaos!

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