200,000 pesos por La guerra de las galaxias

Nos encontrábamos en las oficinas de distribución de Películas Nacionales S.A. El programador, un hombre con cigarro en la boca y trato osco, estaba detrás de su escritorio mostrándonos un catálogo de películas. Mi padre, señalando hacia un cartel, preguntó:

—¿Cuánto cuesta esta película? Sería sólo por un sábado.

—No la puedes pagar; además, es nueva —respondió el hombre aún con el cigarrillo entre los labios.

Y es que en el año de 1980 una película estadounidense tardaba en estrenarse en México entre uno y dos años, y solían llegar a los cines de los pueblos hasta diez años después de su lanzamiento y a veces muchísimo después.

—Es de las americanas. Nosotros pagamos a la distribuidora Century Fox y Metro Goldwyn-Mayer por tenerlas en el catálogo. Esa es la razón por las que son muy caras —expuso el empleado.

—¿Cuánto por un solo sábado? —insistió mi padre.

—200,000 pesos. Eso es lo que cuesta La guerra de las galaxias, ni un centavo menos.

Yo miraba fascinado ese cartel que mostraba a una mujer muy bella con un extraño peinado en forma de discos gruesos en cada costado de su cabeza. Estaba en una actitud de guerrera, por lo que blandía una espada que parecía una barra fosforescente color azul. Tenía un vestido blanco al estilo de las antiguas damas griegas y a sus espaldas podían verse unas naves espaciales.

—Transmítela tres veces en un mismo sábado. Esa sería la única forma en que le puedes sacar ganancia. Así lo hacen los cines de Valladolid, Progreso, Tekax y Dzidzantún —le aconsejó el empleado.

—Esas son plazas grandes. Mi pueblo no da más que para una proyección.

—¿Por qué insistes? En los pueblos no entienden las historias de estas películas; además, están en inglés, aunque subtituladas, por lo que esos cabrones tendrán que escoger entre lo que leen o lo que ven. Las de Bruce Lee son distintas porque ahí son puros madrazos y no necesitan saber lo que dicen los chinos. Mejor llévate Profanadores de tumbas, es de El Santo, ese tipo de películas sí gustan en los pueblos; además, sólo cuestan 25,000 pesos. Ahí sí le puedes sacar dinero —argumentó el trabajador.

Yo, que para ese momento contaba con 17 años e intentaba adentrarme en el oficio, le respondí mientras sellaba la propaganda del luchador enmascarado:

—Esta película es en blanco y negro, es del 66 y tiene unos veinte años.

—El Santo siempre será El Santo, no importa el tiempo que pase.

—Entonces, ¿por qué no la ponen en la cartelera el Cine Fantasio o el Cine Colón?

—Pues porque esos cines que mencionaste sí tienen el dinero para pagar los estrenos —dijo con altivez el empleado, mientras aplastaba la colilla de su cigarrillo en un cenicero.

—Las cintas están muy cortadas o gastadas. En las mejores escenas la película se interrumpe y las mentadas de madre nos llueven como no tienes ideas —le repliqué, acusando sobre lo viejas que eran las películas del luchador.

Las mentadas de madre se compensan con la venta de boletos. Pero si no quieres al Santo, entonces aquí tienes una ranchera que es de Valentín Trujillo. Este cabrón rompe taquillas. Aquí tengo disponible El hombre sin miedo, es del 81, casi nueva, sólo tiene unos seis años. Se la podemos dejar por 70,000 pesos. Ese actor jala mucha gente y tiene escenas con pistoleros, peleas y tetas.

En ese momento mi padre dijo que lo íbamos a pensar un poco, pero haciendo hincapié en que le interesaba más La guerra de las galaxias.

Nosotros no éramos los únicos que estábamos en la distribuidora ese día. Detrás aguardaba su turno Gilberto Sosa, un antiguo colega de mi padre y propietario de un cine ubicado en un pueblo vecino, quien estaba al pendiente de la plática que sosteníamos con el empleado. Él era un señor afable que solía bromear y tener ocurrencias espontáneas, y tenía un peculiar acento regional muy marcado. Cada palabra que salía de su boca era acompañada por los movimientos de sus manos.

Don Gilberto se acercó a nosotros y nos pidió, discretamente, que saliéramos de la oficina.

— Yo no sé de qué chingados trata esa película. No sé nada sobre La guerra de las galaxias, pero si ustedes la quieren tanto ha de ser por algo. Al igual que ustedes deseo proyectarla en mi cine, por lo que les propongo un trato: nuestros pueblos sólo están a seis kilómetros de distancia. Sin que este pendejo se entere rentamos la película entre los dos, a mita y mita. Ustedes la pagan y sale a nombre del Cinema Palacio. El sábado, ustedes inician la función a las nueve de la noche y terminando el cuarto rollo me lo llevan a mi cine, yo inicio mi función a las diez y media, regresan a tu cine y, con la misma, me traen los cuatro siguientes rollos y así hasta que terminemos la proyección. Ustedes terminarían a las once de la noche y yo a las doce y media.

Yo escuchaba aquella propuesta y a mis diecisiete años, en plena renovación moral Delamadridista, no la percibí como un acto de corrupción. Sin embargo, sabía que compartir películas entre cines estaba prohibido. Así que esa solución a mí me pareció honesta y heroica. Ya estaba bueno de charros cantores, luchadores en blanco y negro y ficheras. El cine nacional de años atrás se encontraba en lo más profundo de un lodazal, del que posiblemente no saldría nunca. Ahora llevaríamos a mi pueblo La guerra de las galaxias, era 1987 y este hecho era un acto de justicia social.

Recibimos los 100,000 pesos de don Gilberto y pusimos la otra mitad, pagamos y el trato se cerró. La tan deseada película ya era nuestra para el siguiente sábado. Ese mismo día mi padre rentó unos cortos que mostraban escenas de películas del género del cine de ficheras.

La gran fecha llegó y por fin se presentaría La guerra de las galaxias en el pueblo. Un día antes tuve que ir a buscar la película al Cinema Fantasio en el centro de la ciudad de Mérida. Ahí me la entregarían después de su última función que era a las nueve de la noche, pero aún sin terminar la función subí a la caseta de proyección de dicho cine. Allá los cácaros me la entregaron. Eran 12 rollos resguardados en sus respectivas cajas que ya en ese momento eran de plástico. Todas tenían un agujero en medio donde una barra de acero las mantenía unidas por lo que los rollos estaban en una sola pieza. Subí la preciada película en la parte trasera de mi camioneta y me dirigí a mi pueblo. Durante el camino surgió un presentimiento: las cintas que transportaba se habían trasmitido durante cuatro meses con un promedio de cuatro veces al día, de lunes a sábado y seis en los domingos de matinés. Esto se traducía en que estaba llevando una película en muy mal estado.

El celuloide de todas las películas está hecho de un material resistente que tiene un olor muy fuerte, entre ahumado y combustible diésel. Es transparente, con las imágenes de diapositivas en cada recuadro; en sus bordes trae sus característicos orificios cuadriculados donde el celuloide corre por el carrete de la máquina de proyección.

Los proyectores que se utilizaban en esos años no tenían una linterna o foco lo suficientemente poderoso como para llevar las imágenes del lente del proyector hasta los cuarenta metros de distancia donde se encontraba la pantalla. Para lograr tal proyección se requería la combustión de dos barras —tipo lápiz— de carbón mineral. El celuloide era de rápida combustión, por ello, cuando había bajas de corriente, los carretes que jalaban la cinta bajaban de velocidad y el calor que surgía de la iluminación quemaba la cinta en cuestión de un parpadeo, teniendo como resultado una cinta de muy baja calidad.

Llegó el día de la función de La guerra de las galaxias en un sábado cualquiera de 1987. Por la mañana, pude confirmar que cada rollo de la cinta tenía cortes. El trabajo era relativamente sencillo, cortar con una tijera las orillas quemadas del celuloide y pegarlas de nuevo con cinta scotch. El problema era que se tenía que lidiar con cientos de metros que se enrollaban en bucles complicándolo todo. Hice lo que pude y noté la fragilidad de las cintas.

A las nueve de la noche ya el salón del Cinema Palacio estaba a reventar. Por las bocinas cónicas se escuchaban canciones de los hombres G. Era una noche con el cielo estrellado. Todo estaba bien sincronizado, en tiempo y forma, para que esa noche también la transmitiera el cinema vecino. Sin embargo, hubo un pequeño incidente: ese mismo día por la tarde, uno de los cortos de promoción de una película de ficheras cayó del gabinete donde se encontraba. La cinta se salió de su caja y se desenrolló en forma de bucles, no le dimos importancia ni nos tomamos la molestia de levantarla, sólo la pateamos en un rincón.

En la pantalla empezaron a salir letras que contaban una historia sobre la política de un imperio y las rutas comerciales. De fondo, el cosmos; de sonido, música instrumental. La tan anhelada película, La guerra de las galaxias, había iniciado y durante los dos primeros rollos se dieron cortes, escenas que se interrumpían y se tragaban segundos o minutos de la trama.

Como estaba pactado, los dos primeros rollos se llevaron al cine vecino e iniciaron su proyección. Todo seguía el orden de lo planeado. Pero en la proyección del penúltimo rollo se reventó una cinta y se salió del carrete. Seis o siete metros del celuloide, que ya había corrido por la lente, se esparcieron por el suelo. Les dije a los proyectistas que yo lo enrollaría de nuevo y que lo empataría. Rápidamente encontré la punta de la cinta rota. Muy cerca de mí se hallaban unos doce metros del tramo cortado. Velozmente los pegué y enrollé la cinta en el rebobinador de manigueta. Realicé en tiempo récord dicha tarea y subí los dos últimos rollos a la camioneta y, en cuestión de minutos, ya se encontraban en la sala de proyección del cine vecino.

Y sucedió algo lamentable que en el budismo le llaman “la ley del Karma” o lo que es igual —en este caso—, si haces algo malo como el compartir la misma película, sabiendo que es incorrecto, el mal que hiciste se te regresa. Siempre le he echado la culpa a la corrupción que imperaba en la Compañía de Películas Nacionales S.A. que distribuía las cintas que, en lugar de pagar decenas de copias, sólo adquiría unas cuantas por lo que éstas quedaban en pésimas condiciones y, a pesar de ello, las rentaban a los cines de los pueblos a precios elevados.

Sucedió pues que Darth Vader y Luke Skywalker, con sables en mano, realizan su pelea épica al interior de uno de los pasillos de la Estrella de la Muerte. El villano trataba de convencer al joven héroe de pasarse al lado oscuro. Luke había perdido una mano y estaba a punto de caer a un vacío, cuando Darth inició la frase “yo soy tu padre”. Fue en ese preciso momento en que se corta la secuencia de la película y, de manera inmediata, aparece la bellísima y escultural Sasha Montenegro de López de Portillo mostrando sus voluptuosos senos desnudos. La cámara se iba alejando y la desnudez se mostraba completa, incluyendo el lado oscuro, y no precisamente del que hablaba Darth Vader.

Era obvio que George Lucas no había metido esa escena a su propuesta. ¡Lo había hecho yo! cuando sin darme cuenta empaté la cinta de La guerra de las galaxias con el corto de cine de ficheras cuyo carrete se había regado en el suelo del cuarto de proyección. Claro que la historia intergaláctica continuó su curso una vez finalizado el corto de ficheras, pero el mal ya estaba hecho.

Debo confesar que es difícil recordar con precisión la reacción de los asistentes del cine vecino, pero puedo decir que lo primero que hubo fue un silencio total seguido de una rechifla casi generalizada pues, a pesar del horario, la mitad del público se componía de familias enteras con niños. Por supuesto, cabe la posibilidad de que algunos caballeros, ajenos a conflictos interestelares, vieron con mucho agrado la desnudez de aquella mujer y, por lo tanto, también se escucharon algunos aplausos. Igual hubo un caos durante el corto, algunas sillas empezaron a volar y señoras con sus hijos en mano salían del salón mentando madres. Las luces del cine se tuvieron que prender para evitar mayores desmanes. En algún momento el dueño del cine, don Gilberto Sosa, se acercó a mí para reclamar en una mezcla entre maya y español. Yo me defendí diciéndole que así la había mandado la distribuidora, pero él cuestionó el argumento enfatizando que nosotros la habíamos transmitido primero y que no era posible no nos diéramos cuenta. Por mi edad se me hizo fácil alzar los hombros y dibujar en el rostro un gesto de “no entiendo y nunca entenderé lo que sucedió”, darme la media vuelta y meter las manos en los bolsillos al tiempo que me alejaba mientras emitía un chiflido parecido a la marcha imperial.

A pesar del acontecimiento y por el carácter despreocupado del dueño del cine vecino, el problema no pasó a más. Subí la película a la cama de mi camioneta y me dije a mí mismo “200,000 pesos por La guerra de las galaxias, más Sasha Montenegro desnuda, creo que fue un precio justo”.

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