Como cada año, Silvia y Memo me invitaron a su fiesta de Halloween y, después de mucho
tiempo de no verlos, me animé a ir. Dijeron que habría un show y que iban premiar al mejor
disfraz de la noche. Yo mismo confeccioné mi capa del Fantasma de la Ópera, pero mi baja
estatura me impidió lucirla; al menos la máscara tapaba la mitad de mi cara parchada de
cicatrices de acné. En cuanto vi a unos tipos mamados que iban disfrazados de Batman y el
Guasón, otros de faraón y luchadores romanos, mi ilusión de ganar el premio se esfumó. Ni que
los premios fueran la gran cosa, unas botellas de alcohol y unos cupones de restaurantes.
Acepté la invitación porque deseaba ver a Silvia otra vez. Me gustaba desde la
secundaria, fue la única chica que me saludaba a pesar de mi aspecto. Pero terminó casándose
con Memo, el idiota la embarazó cuando salimos de la prepa y se tuvieron que casar antes de que
ella ya no cupiera en el vestido, aunque perdieron al niño a las pocas semanas de la boda. Desde
entonces no han tenido hijos. Tal vez por eso les gusta organizar fiestas, para llenar ese vacío.
Aún tenía la vaga esperanza de robarle un beso a sabiendas de que estando sobria nunca se iba a
fijar en mí: el chaparro con piel cacariza y panza chelera. Nunca se me va a olvidar la vez que
me coqueteó en una fiesta de la prepa y yo de pendejo no aproveché la oportunidad.
La casa estaba decorada con telarañas falsas, calabazas inflables y muchos esqueletos que
parecían reales. La luz de las velas del candelabro iluminaba la sala de un color anaranjado, casi
rojizo. Memo y Silvia estaban vestidos de Jack Skelington y Sally. Durante toda la noche no se
separaron: él abría la puerta y ella entregaba dulces a los niños disfrazados que iban en grupos o
acompañados de algún adulto y también daban la bienvenida a los invitados. Desde mi asiento podía ver lo que sucedía en la entrada. Después de entregar dulces me hacían algo de plática y
luego se iban con sus otros invitados. Aunque iba a estar medio difícil encontrar un momento a
solas con ella, pero mi esperanza no moría. Quería hacerla reír con mis ocurrencias como en la
prepa, me encantaba ver sus dientes alineados entre sus labios carnosos cuando sonreía. No había
cambiado nada, seguía igual de guapa. Qué suerte tuvo el Memo de quedarse con ella.
Eran más de las once cuando me animé a jugar beer pong. Por unos momentos se me
olvidó que mi objetivo de la noche era encontrar el momento idóneo para robarle un beso a
Silvia. Una chica del equipo contrario no dejaba de mirarme, iba disfrazada de vampira. Después
de perder en varias ocasiones, bebí los tragos de cerveza de los castigos. Eso me armó de valor
para decidirme a hablarle a la vampira que estaba al otro lado de la mesa, cerca de la entrada.
Cuando me acerqué a ella, tocaron el timbre.
Silvia y Memo se carcajeaban con sus invitados que iban vestidos de la familia Adams.
Era algo muy sencillo: abrir la puerta y entregar dulces a los niños. Pero tenía a una vampira
junto a mí que parecía estar dispuesta a ser conquistada. El timbre volvió a sonar. Miré la hora,
era tarde para que más niños estuvieran pidiendo dulces. Escuché golpeteos en la puerta. Esos
mocosos no se iban a ir sin dulces. Yo mismo iba a abrirles cuando de pronto Silvia me dijo al
oído: “gracias chaparrito, pero aquí yo entrego los dulces”. El susurro perduró como eco en mis
oídos y, por unos instantes, me olvidé de la vampira. Luego Memo también se acercó: “relájate
carnal, si te pones tenso no vas a conseguir novia” y me dio una palmada en la espalda antes de
acercarse a la puerta. Odié su sarcasmo, pero tal vez tenía razón. Ponerme tenso porque hasta ese
momento no había encontrado un momento a solas con Silvia de nada iba a servirme. Con un
poco de suerte podría obtener una cita con la vampira que tenía a un lado y que no dejaba de
mirarme.
Estaba nervioso. De reojo vi cuando Silvia y Memo abrían la puerta y en el umbral
aparecía un niño chaparrito y gordito que iba solo, disfrazado de un traje como sacado de una
película, piel gris verdosa, con cara de monstruo, llena de cicatrices y unos ojos rojizos. La
fisonomía del monstruito me recordó a mi infancia, regordete y cagado. Pensé que tal vez no era
un niño, sino que era un enano que se hacía pasar por niño; medía menos de un metro de altura.
Jack y Sally le entregaban dulces al enanito mientras yo intentaba iniciar la plática con mi
vampira.
No sabía qué decirle, así que le pregunté su nombre, pero no me respondió. Su mirada
petrificada estaba fija en la entrada, no parpadeaba. Volví a preguntarle, sin obtener repuesta.
Entonces me volteé. Silvia y Memo estaban dando el espectáculo sorpresa que me habían
platicado, en verdad que era digno de un canal de YouTube o un set de televisión. El charco del
piso parecía sangre de verdad y el enanito simulaba que mordía sus cuellos. Las manchas del
suelo crecían, por momentos parecían rojas, a veces moradas o negras. Mi vampira comenzó a
aplaudir y yo le hice segunda, también los demás invitados y la casa se llenó de aplausos por el
show que estábamos presenciando.
Memo y Silvia permanecían en el suelo, sin moverse. Observé al monstruo enanito que
succionaba el líquido del piso, luego abrió su pequeña mandíbula hasta dislocarla. Con sus
dientes amarillentos mordió un brazo de Silvia, luego sus pechos, también amputó sus piernas
hasta dejarla como a una Sally sin costuras. Lo mismo hizo con el Memo: un Jack mutilado. Los
aplausos se detuvieron en seco y se convirtieron en gritos. La primera en gritar fue mi vampira,
una verdadera lástima porque el monstruito la atacó, pasó como un rayo sin mirarme. Se fue
directo a su cuello que no paraba de chorrear, salpicándome la cara, los labios, la ropa. Quedó
más pálida que su maquillaje.
Algunos intentaban salir, pero el enanito se los impedía. Los atacaba a gran velocidad y
me resultaba difícil seguirle el rastro bajo la luz rojiza y titilante de las velas. El monstruito
desmembraba a los invitados más escandalosos y se los comía. Sonaba la vieja rola “Boys” de
Book of love cuando me percaté que la salida estaba despejada. Hasta ese momento no me había
movido, tampoco me había desmayado por el susto. Avancé, sorteando los restos de Silvia, me
dolió mucho verla así. En cambio, me sentí liberado al patear los restos de Memo.
Estaba por salir cuando pasé la lengua sobre mis labios embarrados de sangre y me entró
un intenso antojo de probar más. Me di media vuelta y me eché al suelo como por instinto, para
succionar los charcos oscuros junto a Silvia. Mis labios recorrieron su piel, con mis dientes
arranqué un pedazo de sus labios rotos y fríos. Hice lo mismo con la vampira. La peda se me
había bajado y el enanito seguía haciendo lo suyo, como si mi presencia no le incomodara. Salí
sintiéndome renovado y con una paz novedosa para mí. Caminé hasta mi casa, pasando frente a
fiestas llenas de gente riendo, ajenas a lo que yo experimentaba: “qué buen disfraz, compa”, me
decían al verme pasar.
Esa noche no me reconocí cuando me vi al espejo. Tampoco pude dormir, no podía sacar
de mi cabeza los gritos, ni la cara fracturada de Silvia, ni los charcos de sangre tibia que había
bebido, ni el sabor dulce de la carne que devoré. Tardaron horas en aparecer imágenes en
internet: un vecino reportó el griterío y cuando llegó la policía, encontraron puros esqueletos,
algunos eran parte de la decoración, otros estaban manchados de sangre, sin carne, ni piel, ni
cabello. No pude robarle ningún beso a Silvia cuando aún vivía ni tampoco me atreví a hacerle
plática a la chica vampira; al menos pude probar el néctar de ambas.
Desde entonces ya nadie me invita a ninguna fiesta de Halloween. Pero no importa, cada
año asisto a alguna sin invitación. Ya no necesito disfraz y los desconocidos se asombran cuando me ven pasar. Identifico a la chica que me voy a ligar, le hago plática, le robo unos besos y al
final me la como. Siempre me encuentro al enanito; ahora sí me mira. Pareciera que trabajamos
en equipo, pues nunca nos peleamos por la cena.

Gerardo Zenteno (Puebla, México). Estudió Química y la Maestría en Administración de
Empresas en la UDLAP. Ha tomado talleres y cursos con Beatriz Meyer, Luis Humberto
Crosthwaite, Eduardo Antonio Parra y Efraím Blanco, así como conferencias magistrales con
Liliana Heker. Su cuento "Misa de domingo" fue publicado en la antología "Quémese después de
leer", editorial Cuarentena Veinte Veinte (2023). El cuento "La vecina Ofelia" forma parte de la
colección "Líbranos del mal" de editorial Alas de Cuervo (2025) y en la antología "Fórmula
perversa", Editorial Mítico (2025) participó con el cuento "Escapatoria". Ha colaborado en la
revista digital “Letras Insomnes” con su cuento “Mi vida a diferentes escalas”. En su tiempo
libre le gusta tocar el piano, leer, el cine, viajar, cuidar su jardín y coleccionar Playmobil.
